Sentí que el sudor me cubría la cara. Saqué presuroso el pañuelo y me sequé el rostro. La cabeza me daba vueltas, sentía un zumbido en los oídos, al parecer tenía una subida de presión considerable, y otra vez me sentí como en un sueño.
—Sin embargo, ocupémonos finalmente de su asunto —prosiguió, sacó el dedo de la revista y la dejó a su lado, sobre el sofá—. Como era de esperar, usted adivinó, de manera totalmente correcta, que mi máquina no determina el valor artístico absoluto de una obra, sino únicamente su destino en un tiempo históricamente observable. —Asentí una y otra vez, secándome el sudor de los ojos—. Al entender eso, se encuentra usted ante un dilema: si vale la pena arriesgarse y darme la Carpeta Azul para su análisis. —Volví a asentir.
—Vamos ahora a analizar —continuó— qué es lo que teme usted, Félix Alexándrovich, y cuáles son sus esperanzas. Por supuesto, teme que mi máquina le asigne, a usted y a toda su labor, una calificación lastimosa, como si en lugar de la obra de toda su vida le entregara papel para reciclaje, escrito con asco, simplemente para salir del paso... o por dinero. Y usted tiene la esperanza de que ocurra un milagro, de que mi máquina le conceda una calificación de seis o siete dígitos, como si en verdad estuviera poniendo al mundo delante de un Nuevo Apocalipsis, que se abrirá camino hasta el lector a través de todos los obstáculos posibles e imposibles... Sin embargo, usted sabe perfectamente, Félix Alexándrovich, que los milagros que acontecen en nuestro mundo son siempre miserables, así que, en esencia, no tiene nada que fundamente sus esperanzas. Con respecto a sus miedos, resulta que usted mismo, conscientemente, ha condenado a su carpeta a ser sepultada en el interior de su escritorio; la condenó desde el principio, la enterró sin permitirle que acabara de nacer, ¿no es verdad, Félix Alexándrovich? ¿Sigue el hilo de mis razonamientos? —Asentí—. ¿Se da cuenta de que lo único que he hecho es poner sus pensamientos en palabras?
—Ha soslayado una tercera posibilidad —dije, después de asentir de nuevo, con una voz tan ronca y queda que yo mismo me sorprendí.
—¡No, Félix Alexándrovich! ¡No la he soslayado! Adivino su amenaza infantil de apelar al fuego. Así que, para castigarlo por eso, le hablaré ahora de una cuarta posibilidad, tan vergonzosa e indigna que ni siquiera la dejará entrar en su conciencia; el terror que siente ante ella está escondido en su interior, es un terror arrugado, desnudo, hediondo... ¿Se lo cuento?
El presentimiento de ese terror arrugado, escondido en mi interior, me atravesó el cuerpo como un espasmo cardiaco, me cortó el aliento, pero estaba seguro de que él no podría decir nada que yo no hubiera pensado ya treinta y tres veces.
—Me gustaría oírlo —mascullé, apretando los dientes, a través del pañuelo que me cubría la boca.
Y él lo narró.
Lo juro por mi honor, lo juro por la vida de mi hija Katia, por la vida de mis nietos: no lo sabía previamente, no podía imaginarme que él mismo me lo contaría. Aquello era particularmente humillante y vergonzoso, porque mi cuarta posibilidad era tan obvia, tan vulgar, estaba tan a la vista... Cualquier persona normal hubiera dicho que era la primera... Para Trepa Nacional hubiera sido la única, las otras no existirían... Sólo gente como yo, engreída sin causa visible, hinchada de ínfulas hasta tal punto que ni siquiera se da cuenta de ello, es capaz de enterrar esa posibilidad tan profundo que ni siquiera sospecha de su existencia...
Pero cómo era posible que yo, Félix Alexándrovich Sorokin, creador de la inolvidable novela Cantaradas oficiales,pudiera imaginarme que la maldita máquina de la calle Bánnaia fuera capaz de reflejar en sus pantallas algo que no fuera una calificación de siete cifras como reconocimiento de mis méritos ante la cultura universal, y no un simple y orgulloso aprobado, testimonio de que la cultura mundial aún no estaba suficientemente madura para asimilar el contenido de la Carpeta Azul, o sería posible que la máquina reflejara en sus pantallas algo así como un 90.000, diciendo que la Carpeta Azul había sido correctamente recibida, correctamente introducida en el plan y que había salido de las impresoras para relajarse en las baldas de las bibliotecas regionales, junto a otros papeles para reciclaje similares, sin dejar la menor huella de sí, ni siquiera un recuerdo, enterrada no en el sarcófago de honor del escritorio, sino entre cubiertas torcidas de cartón de segunda.
—Perdóneme —concluyó él con simpatía en la voz—. Pero no me era posible dejar a un lado esa posibilidad, incluso aunque no quisiera castigarlo un poco.
Asentí en silencio. Una vez más. En verdad, el demonio celestial había roto mis orgullosos cuernos.
—Con relación a su amenaza de quemar la Carpeta Azul y olvidarla, reconozco que me precipité un poco al calificarla como algo infantil. En realidad, esa amenaza me parece seria, bastante seria. ¡Pero qué es eso, Félix Alexándrovich! La milenaria historia de la literatura no conoce ni un caso en que el autor, con sus manos, calcinara su criatura más amada. Sí, quemaban cosas. Pero sólo quemaban aquello que les causaba repulsión y vergüenza... Pero usted, Félix Alexándrovich, usted ama su Carpeta Azul, usted vive en ella, para ella... ¿Cómo se permite quemar eso sólo porque desconoce su futuro?
Claro que tenía razón. Todo aquello no era más que una amarga disquisición sobre el olvido y la incineración... Además, cómo podría quemarla con mi calefacción de gas. Solté una risita nerviosa: ¿la causa de que hayan desaparecido las calderas en las casas será porque se publica demasiada porquería?
Mijaíl Afanásievich también rió, pero al instante volvió a ponerse serio.
—Entiéndame correctamente, Félix Alexándrovich. Usted ha venido a verme buscando un consejo y mi simpatía. Ha acudido a mí, a quien usted considera la única persona capaz de darle un consejo y manifestar una simpatía legítima. Y lo que no quiere entender es que no tendrá nada de eso, ni mi consejo, ni mi simpatía. No quiere entender que ahora estoy viendo ante mí únicamente a un hombre sudoroso, enrojecido, que parece medio enfermo, un hombre de gesto débil, con unas coronarias que se han estrechado hasta un límite peligroso, un hombre cansado que ha vivido mucho, no demasiado inteligente y nada sabio, aplastado por recuerdos vergonzosos y perseguido constantemente por el miedo a la desaparición física. Este hombre no concita simpatía ni ganas de darle un consejo. ¿Y por que habría de dárselo? Entienda, Félix Alexándrovich, su combate interior no me incumbe, y tampoco sus problemas espirituales, y menos todavía, perdóneme, su autoadmiración. Lo único que me interesa es su Carpeta Azul, que su novela sea escrita y terminada. Y no me interesa cómo lo haga ni a qué precio, no soy un estudioso de la literatura ni su biógrafo. Claro que es natural que las personas esperen recompensa por sus trabajos y sus afanes, y en general esto es justo, pero hay excepciones: no hay recompensas, ni puede haberlas, por los tormentos de la creación. Ese tormento contiene en sí mismo la recompensa. Por eso, Félix Alexándrovich, no espere recibir ni la luz, ni la paz. Nunca tendrá paz ni luz.
Y se hizo el silencio. Era como si me hubiera quedado sordo. Y en este silencio sordo entró de repente la bibliotecaria, acompañada por dos ancianas, y se aproximaron, conversando en voz muy baja, a un armario, lo abrieron sin hacer ruido y se dedicaron a poner sobre la mesa y a revisar en silencio unas gruesas carpetas cosidas, llenas de polvo. Lo raro era que, al parecer, no nos veían, no miraron ni una vez hacia nosotros, como si no estuviéramos allí.