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Y en aquel silencio, de repente comenzó a sonar la voz profunda y agradable de Mijaíl Afanásievich. No hablaba, no contaba nada, sino que leía en alta voz un libro invisible.

La ciudad los miraba con sus ventanas vacías, cubierta de moho, resbaladiza, carcomida, llena de manchas malignas, como si hubiera estado muchos años pudriéndose en el fondo del mar y la hubieran acabado de sacar a la superficie para burla del soclass="underline" y el sol, harto ya de reírse, se dedicara ahora a destruirla. Los tejados se derretían y se evaporaban, la hojalata y las tejas humeaban con vapores oxidados, y desaparecían ante los ojos. Doblegándose sin ruido se fundían las farolas de las calles, los quioscos y las vallas publicitarias se disolvían en el aire, todo en derredor se agrietaba, siseaba quedamente, susurraba, se volvía poroso, transparente, se convertía en montones de fango y desaparecía...

Mijaíl Afanásievich calló, se reclinó en el diván y cerró los ojos. Pero yo había comprendido ya dónde había leído aquello y por qué me parecía tan conocido. No era el final mismo, no se trataba de las últimas líneas, pero ahora vi aquella imagen final y supe cuál sería la última línea, tras la cual no habría nada más que la palabra «fin», y quizá la fecha.

Todo el restaurante del club vio cómo el conocido autor de temas histórico-patrióticos Félix Sorokin, hombre alto, algo grueso, un tipo apuesto de cabellos plateados y nutridos bigotes negros, con la insignia de laureado en la solapa de la chaqueta, avanzó con desenfado entre las mesas, se acercó a una bella mujer que vestía un elegante traje color arena y le besó la mano. Y todo el restaurante fue testigo de cómo se volvía hacia Misha, el camarero.

—¡Carne! —pronunció con claridad—. ¡La que sea! ¡Pero de perro, no! Estoy harto de carne de perro, ¿me oyes, Misha?

La mitad de la sala no prestó atención a aquellas extrañas palabras, la otra mitad la consideró una broma de mal gusto.

—¡Qué raro! —masculló Apollen Apollónovich sacudiendo su cabecita de tortuga—. ¿Cuándo habrá comido...?

Pero Félix Sorokin no estaba bromeando. Y tampoco tuvo tiempo de pelear, eso aún estaba en su futuro. Simplemente, ahora rebosaba una felicidad indignante, indecente y torpe, y ni siquiera él mismo sabía en realidad por qué.

DIEZ

Bónev. Exodus.

Un año después de la guerra, el alférez B. causó baja en las filas como consecuencia de una herida. Le colgaron la medalla de la Victoria, le metieron entre los dientes el salario de un mes y una caja de cartón con un regalo del señor Presidente: una botella de aguardiente confiscada al enemigo, dos latas de paté de Estrasburgo, dos ristras de salchichón de caballo ahumado y dos calzoncillos de seda para estar en casa, también confiscados al enemigo. Al regresar a la capital, el alférez no se arredra. Es un buen mecánico y en cualquier momento lo llamarán a trabajar en los talleres de la universidad, de donde salió para ingresar a las tropas como voluntario, pero no se apresura, reconstruye sus antiguas relaciones, conoce gente nueva, y en el receso se bebe la pacotilla confiscada al enemigo a cuenta de las indemnizaciones. En una fiesta conoce a una mujer llamada Nora, muy parecida a Diana. La fiesta: viejos discos rayados de antes de la guerra, alcohol de baja calidad, de destilación casera, carne enlatada norteamericana, blusas de seda sobre cuerpos desnudos y zanahorias, en todas sus formas. El alférez, haciendo tintinear sus medallas, espanta al momento a los civiles, que constantemente convidan a Nora con zanahorias hervidas, e inicia el asedio adecuado. Nora se comporta de manera extraña. Por una parte, no lo rechaza, pero por otra le da a entender que es peligroso relacionarse con ella. Sin embargo, el ex alférez, excitado por el alcohol de baja calidad, no quiere saber nada. Abandonan la velada y van a casa de Nora. La capital de posguerra, de madrugada: escasos faroles, el pavimento lleno de agujeros, ruinas tapiadas, un circo a medio construir donde se pudren seis mil prisioneros, custodiados por dos inválidos, en un callejón totalmente a oscuras asaltan a alguien... Nora vive en un edificio antiquísimo, de tres pisos, hay heces en las escaleras, en una puerta han escrito con tiza: aquí vive un pastor alemán. En el largo pasillo, lleno de todo tipo de basuras, unas personas que huelen a moho huyen tambaleándose hacia la oscuridad. Nora, haciendo tintinear sus numerosas llaves, abre su puerta, forrada de piel brillante, milagrosamente conservada. En el vestíbulo le da una nueva advertencia, pero B., que supone se trata de algún antecedente delictivo, responde solamente que él ha cargado contra los tanques a lomos de su corcel. El pisito está muy limpio y es cómodo, algo inusitado para la época. Hay un enorme diván. Nora contempla al alférez con cierta lástima, desaparece por poco tiempo y regresa con una botella de coñac abierta y un atuendo cautivador en grado sumo. Resulta que disponen solamente de media hora. Al terminar el plazo, el alférez, satisfecho, se marcha con la esperanza de un nuevo encuentro. Al final del pasillo lo acechan las dos personas malolientes salidas de la oscuridad. Con sonrisas que más bien parecen muecas, le cortan el paso y le proponen conversar. El alférez, sin decir palabra, los golpea y obtiene una victoria inesperadamente fácil. Los caídos, los tipos que huelen a moho, llorando y riendo, le explican al alférez B. en qué situación se encuentra. El ex alférez ha golpeado a los suyos. Ahora todos están en el mismo bando. Nora no es solamente una mujer fascinante, Nora es la reina de las chinches capitalinas. Es su fin, señor oficial, nos vemos en el Atakan, ahí nos reunimos cada noche. Váyase a casa, y cuando no pueda resistir más, venga, está abierto hasta la mañana...

En los límites occidentales de la capital, en un buen edificio que se encuentra junto a una planta química, vive el consejero titular B. con toda su familia. He aquí una descripción intencionalmente detallada e intencionalmente aburrida de las circunstancias que rodean a nuestro protagonista: tres pequeñas habitaciones, un salón, una mujer gastada, cinco hijos verdosos, una suegra vieja y fuerte que ha abandonado la aldea para mudarse con ellos. La planta química apesta, de día y de noche salen de ella columnas de humos de diferentes colores, el hedor ponzoñoso mata los árboles, pone amarilla la hierba y las moscas mutan de manera salvaje y extraña. El consejero titular lleva varios años desplegando una campaña para acorralar la planta: escribe airadas exigencias a la administración, llorosas peticiones a todas las instancias, feroces artículos satíricos en todos los diarios, intenta sin éxito organizar piquetes frente a la entrada. Sin embargo, la planta se mantiene como un bastión. En la orilla del río, delante de la planta, caen muertos los centinelas envenenados; agonizan los animales de compañía, familias enteras abandonan sus pisos y se marchan a vagabundear; en los diarios aparecen esquelas que hablan de la muerte prematura del director de la planta. La esposa del consejero titular B. fallece, sus hijos, uno tras otro, enferman de asma bronquial. Una noche, en el sótano, adonde ha bajado en busca de leña, encuentra un mortero, escondido ahí en la época de la Resistencia, y una enorme cantidad de proyectiles. Esa misma madrugada sube todo aquello a la buhardilla y abre el ventanuco. Ante él aparece la planta, como en un plano: los obreros se afanan a la luz de los proyectores, las vagonetas van de un lado a otro, nubes de vapores letales, amarillas y verdes, se mueven por el aire. «Te mataré», susurra el consejero titular y abre fuego. Ese día no va a trabajar, tampoco lo hace al siguiente. No duerme, no come, se mantiene agachado bajo el ventanuco y dispara continuamente. De vez en cuando hace un receso para que el cañón del mortero pueda enfriarse. El humo de la pólvora lo ha cegado y los disparos lo han ensordecido. A veces le parece que la niebla química se diluye, y entonces sonríe, se relame y susurra: «Te mataré». Después, cae agotado y se duerme, y cuando despierta ve que los proyectiles casi se han terminado, sólo quedan tres. Los dispara y se asoma por el ventanuco. El amplio patio de la planta está lleno de cráteres, brillan los trozos de vidrio, los costados de los gigantescos depósitos de gas muestran abolladuras, el patio está surcado por un complejo sistema de trincheras, los obreros se mueven dando carreras cortas por esas trincheras, las vagonetas se desplazan más rápido que antes, los conductores de los autocares están protegidos por planchas de metal, y cuando el viento aparta las nubes de gases venenosos, en la pared de ladrillos de las oficinas centrales se descubre un letrero reciente, en letras blancas: ¡ATENCIÓN! DURANTE LOS BOMBARDEOS, ESTE LADO ES PARTICULARMENTE PELIGROSO.