...En algún sitio de un mundo enorme y desierto lloraba una niña, que repetía, lastimera: «No quiero, no quiero, no es justo, es cruel, no me importa lo que será mejor, que no sea mejor entonces, que se queden, que existan, es que no se puede hacer de manera que se queden con nosotros, qué tonto, qué falto de sentido...».
«Es Irma», pensó Víktor. «¡Irma!», gritó y se despertó.
Kvadriga roncaba. La lluvia había cesado al otro lado de la ventana y había algo más de luz. Víktor se llevó el reloj a los ojos. Las manecillas fosforescentes señalaban las cinco menos cuarto. Hacía un frío húmedo, había que levantarse y cerrar la ventana, pero ahora estaba calentito, no deseaba moverse y los párpados se le cerraron solos. En el sueño o en la vigilia se oyó el paso de coches, coches que pasaban uno tras otro, que se arrastraban por el camino fangoso y lleno de baches, a través del campo interminable y sucio, bajo un cielo gris y sucio, que pasaban por delante de los postes de teléfono medio caídos, con los cables arrancados, por delante de un cañón destruido con la boca mirando hacia arriba, por delante de una chimenea chamuscada, sobre la cual estaban posados cuervos muy gordos, y la humedad gélida penetraba bajo la lona, bajo los capotes, y tenía muchas ganas de dormir, pero no podía dormirse porque de un momento a otro pasaría Diana, y el portón estaba cerrado, las ventanas estaban oscuras, ella habrá pensado que no estoy aquí y habrá seguido adelante, y él saltó por la ventana y corrió con todas sus fuerzas tras el coche, gritando tan fuerte que estallaban sus tendones, pero a su lado pasaban los tanques con su estruendo y sus motores rugientes, él no escuchaba su voz, y Diana se había ido al cruce, donde todo ardía, donde la matarían, y él se quedaría solo, y en ese momento apareció el chillido feroz y penetrante de una bomba en sus sienes, dentro de su cerebro... Víktor se lanzó a la cuneta y se cayó del butacón.
R. Kvadriga chillaba. Se retorcía ante la ventana abierta, miraba al cielo y chillaba como una vieja, había luz, pero no se trataba del soclass="underline" en el suelo lleno de escombros se veían rectángulos idénticos, claros.
Víktor corrió a la ventana y miró. Era la luna, helada, pequeña, con un brillo cegador. Tenía algo horrible, insoportable, pero Víktor no comprendió en un primer momento de qué se trataba. El cielo seguía cubierto de nubes, pero en esas nubes alguien había recortado un cuadrado perfecto, y la luna estaba en el centro de ese cuadrado.
Kvadriga había dejado de chillar. Había perdido la voz y sólo emitía chirridos, gemidos débiles. Víktor respiró con dificultad y, de repente, sintió ira. ¿Qué se creen que es esto, un circo o qué? ¿Por quién me toman?... Kvadriga seguía chirriando.
—¡Cállate! —rugió Víktor con odio—. ¿No has visto un cuadrado en tu vida? ¡Pintor de mierda! ¡Lameculos!
Agarró a Kvadriga por la manta y lo sacudió con todas sus fuerzas. Kvadriga cayó al suelo y quedó inmóvil.
—Está bien —dijo de repente, con voz inesperadamente clara y nítida—. Estoy harto.
Se incorporó sobre manos y rodillas, y como si fuera un corredor, salió disparado. Víktor volvió a mirar por la ventana. En el fondo de su alma tenía la esperanza de que se tratara de una visión, pero todo seguía como antes, y pudo incluso distinguir en el extremo inferior derecho una estrella mínima, casi perdida en el resplandor lunar. Se veían perfectamente los arbustos de violetas empapados, la fuente que no funcionaba, con su alegórico pescadito de mármol, el portón con dibujos rameados, y tras el portón, la cinta negra de la carretera. Víktor se sentó en el antepecho de la ventana y encendió un cigarrillo, esforzándose por que no le temblaran los dedos. De reojo, se dio cuenta de que el soldadito no estaba en el salón: quizá había huido, o se había escondido tras el sofá y había muerto de terror. En todo caso, el fusil automático seguía donde antes y Víktor soltó una risita histérica, comparando aquel ridículo trozo de metal con las fuerzas que habían recortado una ventana cuadrada en las nubes. Un buen truco. Nada, si el mundo nuevo perecía, el viejo también tendría lo suyo. Aunque, de todos modos, era bueno tener el fusil a mano. Una tontería, pero se sentía más tranquilo. Y después de pensarlo, ya no parecía una tontería. Estaba claro que habría una gran batalla, eso se percibía en el aire, y cuando se libra una gran batalla, siempre es mejor mantenerse al margen y tener un arma.
En el patio se oyó el rugido de un motor, por la esquina dobló la limusina de Kvadriga, larguísima, interminable (regalo personal del señor Presidente por el trabajo desinteresado de un artista fiel), atravesó el jardín buscando el portón, lo arrancó con estruendo, salió a la carretera y se perdió de vista.
—Finalmente, el muy cerdo se ha largado —masculló Víktor, con cierta envidia.
Bajó del antepecho, se colgó el fusil automático del hombro, se cubrió con el impermeable y llamó al soldadito. El chaval no respondió. Víktor miró bajo el sofá, pero sólo vio el bulto gris con el uniforme. Encendió un cigarrillo y salió al patio. Entre los arbustos de violetas, junto al portón arrancado de cuajo, descubrió un banquito de extrañas formas y muy cómodo. Lo fundamental era que desde allí se divisaba bien la carretera. Se sentó, cruzó las piernas y se abrigó lo mejor posible con el impermeable. Al principio, la carretera estaba desierta, pero después pasó un coche, luego otro, un tercero, y entonces comprendió que la fuga había comenzado.
La ciudad se vaciaba como un absceso. Los primeros en huir eran los elegidos: magistrados y policías, la industria y el comercio, abogados y accionistas, financieros y pedagogos, el correo y el telégrafo, huían los camisas doradas, todos, todos, sumidos en vapores de gasolina, acompañados por los estallidos de los tubos de escape, agitados, agresivos, rabiosos y obtusos, huían los que pagaban sobornos, los extorsionadores, los servidores del pueblo, los padres de la ciudad, acompañados por el ruido de las sirenas y los pitidos de los cláxones, sobre la carretera había un rugido continuo, pero el gigantesco forúnculo seguía vertiéndolo todo, y cuando se acabó el pus, comenzó a salir la sangre, el pueblo propiamente dicho, en camiones llenos a más no poder, en autobuses escorados, en utilitarios donde no cabía ni un alfiler, en motocicletas y bicicletas, en carretones, a pie, doblados bajo el peso de los bultos, empujando carretillas de mano, con las manos vacías, tristes, callados, perdidos, dejando a sus espaldas sus hogares, sus chinches, su inocente felicidad, su vidita acomodada, su pasado y su futuro. Tras el pueblo comenzó a huir el ejército. Pasó lentamente un todoterreno con oficiales, un transporte blindado, después pasaron dos camiones con soldados y nuestras cocinas de campaña, las mejores del mundo, y por último desfiló un blindado de orugas, con las ametralladoras apuntando hacia atrás.