El escenario permaneció vacío durante unos instantes y luego la coronilla de pelo gris del tendero, que se inclinaba sobre la caja registradora, apareció en la esquina inferior izquierda.
– Ése es Chan Ho Kang, el dueño -dijo Arrango, tocando la pantalla con un dedo y dejando un rastro de grasa de dónut-, gastando sus últimos segundos en este mundo.
Kang tenía la caja registradora abierta. Rompió un tubo de monedas de veinticinco centavos en el canto del mostrador y arrojó éstas en el compartimento correspondiente. Justo cuando cerraba el cajón, una mujer se hizo visible en el encuadre. Una clienta. McCaleb la reconoció al instante por la foto que Graciela Rivers le había mostrado en el yate.
Gloria Torres sonreía mientras se aproximaba a la caja y dejaba dos chocolatinas sobre el mostrador. Entonces abrió el bolso y sacó la billetera mientras el señor Kang pulsaba teclas en la caja.
Gloria alzó la mirada, dinero en mano, cuando de pronto otra figura entró en escena. Se trataba de un hombre con el rostro oculto bajo un pasamontañas negro y vestido con lo que parecía un mono también negro. Se acercó a Gloria sin que ésta se apercibiera; ella seguía sonriendo. McCaleb se fijó en el contador (22.41.35) y volvió a centrar su atención en lo que sucedía en la tienda. Le provocó una sensación extraña asistir al desarrollo de los hechos en aquel irreal silencio en blanco y negro. Desde detrás, el hombre con el pasamontañas puso su mano derecha en el hombro izquierdo de Gloria y en un movimiento continuado de la otra mano colocó la boca de la pistola en la sien izquierda de la mujer. Sin dudarlo apretó el gatillo.
– ¡Pum! -dijo Arrango.
McCaleb sintió que el corazón se le encogía cuando la bala desgarró el cráneo de Gloria y vio la espeluznante neblina de sangre brotando de los orificios de entrada y salida a ambos lados de la cabeza.
– No llegó a saber qué pasó -comentó tranquilamente Walters.
Gloria se convulsionó y cayó sobre el mostrador. Luego rebotó hacia atrás, derrumbándose sobre el asesino al tiempo que éste levantaba su brazo derecho y la abrazaba. Retrocediendo con Gloria a modo de escudo, levantó de nuevo la mano izquierda y disparó al señor Kang, al que acertó en alguna parte del cuerpo. El dueño de la tienda rebotó contra la pared y cayó hacia delante sobre el mostrador, rompiendo el cristal con el torso. Extendió los brazos y sus manos buscaron con desesperación un punto de agarre, igual que un hombre que cae por un precipicio. Finalmente, desistió y se desplomó como un saco en el suelo.
El asesino dejó que el cuerpo de Gloria resbalara al suelo y el torso de la víctima quedó fuera del encuadre de la cámara. Sólo su mano, como si tratara de aferrarse a algo, y sus piernas permanecían en la imagen. El asesino se acercó al mostrador y se inclinó con rapidez para ver al señor Kang en el suelo. Kang buscaba frenéticamente en un estante de debajo del mostrador, sacando pilas de bolsas marrones. El asesino se limitó a mirarlo hasta que por fin surgió el brazo de Kang empuñando un revolver negro. El hombre del pasamontañas disparó a Kang en la cara sin pestañear antes de que el propietario de la tienda tuviera siquiera la oportunidad de levantar su arma.
Inclinándose más aún sobre el mostrador, con los pies en el aire, el asesino agarró uno de los casquillos que había quedado junto al brazo de Kang. Después se incorporó y se embolsó los billetes del cajón abierto de la caja registradora. Levantó la cabeza. A pesar del pasamontañas quedó claro que el hombre hizo un guiño y dijo algo a la cámara justo antes de desaparecer de la imagen por la izquierda.
– Está recogiendo los otros dos casquillos -anunció Walters.
– No hay sonido en la cinta, ¿no? -preguntó McCaleb.
– Así es -dijo Walters-. Fuera lo que fuese lo que dijo, lo dijo para sí mismo.
– ¿Sólo había una cámara en el local?
– Sólo una. Kang era tacaño, eso nos dijeron.
Mientras continuaban mirando, el asesino dio un paso más hacia la esquina de la pantalla en su camino a la salida.
McCaleb miraba la pantalla sin comprender, estupefacto, a pesar de su larga experiencia, por la crudeza de la violencia. Dos vidas malogradas por el contenido de una caja registradora.
– No va a ver algo así en el programa de los vídeos domésticos -comentó Arrango.
McCaleb había lidiado con policías como Arrango durante años. Actuaban como si nada les afectara jamás. Podían mirar las más horripilantes escenas de crímenes y encontrar un chiste. Formaba parte de su instinto de supervivencia. Actuar y hablar como si no significara nada para ellos les servía de escudo y les evitaba salir maltrechos.
– ¿Puedo verlo otra vez? -preguntó McCaleb-. A velocidad más lenta, si es posible.
– Espere un momento -dijo Walters-. Aún no ha terminado.
– ¿Qué?
– El buen samaritano está a punto de llegar.
– ¿El buen samaritano?
– Sí, un mexicano entra en la tienda, los encuentra y trata de ayudarles. Mantiene con vida a la mujer, pero ya no puede hacer nada por Kang. Luego se va al teléfono público que hay enfrente y… Aquí está.
McCaleb volvió a mirar a la pantalla. El contador marcaba 22.42.55 y un hombre de pelo negro y vestido con vaqueros y camiseta también negros entró en la imagen. Vaciló un momento en la parte derecha del monitor, aparentemente mirando a Gloria Torres y luego fue al mostrador y miró por encima. El cuerpo de Kang yacía en el suelo en un charco de sangre. Presentaba grandes y desagradables heridas en el pecho y el rostro. Sus ojos permanecían abiertos e inmóviles. Resultaba obvio que estaba muerto. El buen samaritano regresó junto a Gloria. Se arrodilló en el suelo y, al parecer, se dobló sobre el torso de la mujer que quedaba fuera de la escena, pero casi al instante se había levantado de nuevo y había desaparecido de la imagen.
– Recorrió los pasillos buscando vendas -dijo Arrango-. De hecho le vendó la cabeza con cinta adhesiva y una compresa grande.
El buen samaritano regresó y se puso manos a la obra con Gloria, aunque todo sucedió fuera de cámara.
– La cámara nunca lo capta con nitidez -dijo Arrango-. Y se largó en cuanto llamó a Emergencias desde la cabina.
– ¿No volvió más tarde?
– No. Lo intentamos con las noticias de la tele, ya sabe, pedimos que se presentara porque quizás había visto algo que podía ayudar en la investigación. Pero nada. Se esfumó.
– Es extraño.
En la pantalla el hombre se incorporó, todavía de espaldas a la cámara. Miró a su izquierda y fue visible por un instante de perfil. Tenía un bigote oscuro. Entonces desapareció de la imagen.
– ¿Va a llamar a la policía? -preguntó McCaleb.
– A Emergencias, al 911 -dijo Walters-. Dijo «ambulancia» y lo pasaron con los Bomberos.
– ¿Por qué no se presentó?
– Tenemos una teoría al respecto -dijo Arrango.
– ¿Le importaría compartirla?
– La voz de la cinta del 911 tenía acento latino -dijo Walters-. Suponemos que el tipo era un ilegal. No se quedó ahí porque temía que lo deportásemos.
McCaleb asintió. Era plausible, en especial en Los Ángeles, donde había cientos de miles de ilegales evitando a las autoridades.
– Pusimos anuncios en los barrios mexicanos y salimos en el canal 34 -prosiguió Walters-. Prometimos que no sería deportado si se presentaba y nos contaba lo que había visto, pero no hubo suerte. Pasan muchas cosas en esos barrios. Demonios, en los sitios de donde vienen, tienen más miedo a los policías que a los delincuentes.
– Lástima -dijo McCaleb-. Llegó tan pronto que quizá vio el coche del asesino, posiblemente incluso leyó la matrícula.
– Puede ser -dijo Walters-. Pero si tiene la matrícula, no se molestó en decirla en la cinta. Nos dio una descripción penosa del coche «un coche negro, como una camioneta», así lo describió. Pero colgó antes de que la telefonista pudiera preguntarle por la matrícula.