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– ¿Puedo ver la cinta otra vez? -preguntó McCaleb.

– Claro, ¿por qué no? -dijo Arrango.

Rebobinó la cinta y la vieron de nuevo en silencio, esta vez Arrango puso la velocidad lenta durante el tiroteo. Los ojos de McCaleb permanecieron en el asesino durante cada uno de los fotogramas en que éste aparecía en la cinta. A pesar de que el pasamontañas ocultaba su expresión, en ocasiones sus ojos se apreciaban con claridad. Eran ojos brutales que no mostraban nada cuando disparaba sobre dos personas. El color era indiscernible en la cinta en blanco y negro.

– Dios santo -dijo McCaleb cuando terminó.

Arrango sacó la cinta y apagó el equipo. Se volvió y miró a McCaleb.

– Bueno, díganos algo. Usted es el experto. Ayúdenos.

El desafío era perceptible en su voz. Ya estaban de nuevo con la cuestión de la territorialidad.

– Tengo que pensarlo, quizá volver a ver la cinta.

– Me lo figuraba -respondió Arrango, despreciativo.

– Le diré una cosa -dijo McCaleb, mirando sólo a Arrango-. Esta no era la primera vez. -Señaló a la pantalla en blanco del televisor-. No hay vacilación, ni pánico, entra y sale con rapidez… la calma con la que maneja la pistola, la presencia de ánimo para recoger los casquillos. Este hombre lo ha hecho antes. No es la primera vez y probablemente no será la última. Además, ya había estado allí antes. Sabía que había una cámara, por eso llevaba el pasamontañas. Quiero decir, es cierto que hay cámara en muchos sitios parecidos, pero el tipo mira directamente a ésta. Sabía dónde estaba. Eso significa que ya había estado allí. O bien es del barrio o había venido antes para reconocer el terreno.

Arrango hizo una mueca y Walters paseó la mirada con rapidez de McCaleb a su compañero. Iba a decir algo cuando Arrango levantó la mano para hacerle callar. McCaleb supo entonces que lo que acababa de decir era cierto y que ellos ya lo sabían.

– ¿Qué? -preguntó-. ¿Cuántos más?

Arrango esta vez levantó las dos manos en un gesto de no intervención.

– Esto es todo por ahora -dijo-. Hablaremos con el teniente y le mantendremos informado.

– ¿Qué es esto? -protestó McCaleb, perdiendo finalmente la paciencia-. ¿Por qué me enseñan la cinta y se paran aquí? Déjenme echar un vistazo. Quizá pueda ayudarles. ¿Qué tienen que perder?

– Oh, estoy seguro de que puede ayudar, pero nuestras manos están atadas. Permita que lo comentemos con el teniente y volveremos a hablar.

Hizo una seña para que todos salieran de la sala. McCaleb pensó por un momento en negarse, pero descartó la idea. Salió y Arrango y Walters lo siguieron.

– ¿Cuándo me dirán algo?

– En cuanto sepamos en qué podemos ayudarle -dijo Arrango-. Deme un número, estaremos en contacto.

6

McCaleb esperaba un taxi a la salida de la comisaría. Estaba que echaba humo por haber permitido que Arrango jugara con él. Los tipos como Arrango se regocijaban enseñando un caramelo para apartar la mano en el último instante. McCaleb siempre había sabido reconocer a gente así a ambos lados de la ley.

Pero no había nada que pudiera haber hecho. Por el momento era el juego de Arrango. McCaleb no esperaba noticias suyas. Sabía que tendría que llamar si quería una respuesta: ésas eran las reglas del juego. Decidió esperar hasta la mañana siguiente para telefonear.

Cuando llegó el taxi, McCaleb se sentó justo detrás del conductor. Era una manera de desanimar al taxista para que no empezara una conversación. Se fijó en la licencia que había en el salpicadero: el apellido era ruso e impronunciable. Sacó la libreta de su bolso y le dio al taxista la dirección del Sherman Market, en Canoga Park. Tomaron hacia el norte por Reseda Boulevard y luego hacia el oeste por Sherman Way hasta que llegaron al comercio próximo a la intersección con Winnetka Avenue.

El taxi aparcó en el estacionamiento que había frente a la pequeña tienda. El lugar era anodino, como tantos otros, los vidrios blindados estaban empapelados con carteles de ofertas de colores brillantes. No se diferenciaba en nada de otros miles de minimercados de la ciudad, salvo por el hecho de que alguien había decidido que valía la pena matar a dos personas para robar allí. Antes de salir, McCaleb examinó los carteles que cubrían las ventanas y tapaban la visión del interior. Pensó que probablemente éste era el motivo por el cual el asesino había elegido esa tienda. Aunque un motorista mirara al pasar, no vería lo que sucedía dentro.

Por fin, abrió la puerta y salió del taxi. Se acercó a la ventanilla del conductor y le pidió que le esperara. Al entrar en la tienda oyó el tintineo de una campana situada sobre la puerta. El mostrador de la caja registradora que había visto en el vídeo estaba situado cerca de la pared del fondo, justo frente a la puerta. Una anciana permanecía de pie tras el mostrador. Miraba a McCaleb y parecía asustada. Era asiática. McCaleb adivinó quién era.

Mirando alrededor como si hubiera entrado con un propósito distinto al de examinar el local, McCaleb vio los estantes llenos de chocolatinas y eligió una Hershey. Se acercó y, al dejarla sobre el mostrador, reparó en que el cristal aún estaba roto. En ese momento le impresionó tomar conciencia de que se hallaba en el mismo lugar en el que Glory Torres había sonreído al señor Kang. Miró a la anciana con expresión apenada e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– ¿Algo más?

– No, sólo esto.

La mujer marcó el producto en la caja y McCaleb pagó. Examinó sus movimientos vacilantes. Ella sabía que no era del barrio ni un cliente habitual, no se sentía cómoda. Probablemente, nunca lo superaría.

Cuando la mujer le dio el cambio, McCaleb advirtió que llevaba un reloj con correa ancha y negra de goma y esfera grande, un reloj de hombre que empequeñecía la muñeca aparentemente frágil de la mujer. McCaleb había visto antes el reloj: lo llevaba puesto Chang Ho Kang en el vídeo de la cámara de seguridad. El ex agente recordaba haberse fijado en él cuando el malherido Kang pugnaba por agarrarse al mostrador antes de terminar cayendo al suelo.

– ¿Es usted la señora Kang? -preguntó McCaleb.

Ella se detuvo y lo miró.

– Sí, ¿le conozco?

– No, es sólo que… oí lo que le ocurrió aquí a su marido. Lo lamento.

Ella asintió.

– Sí, gracias. -Entonces, como si necesitara una explicación o un bálsamo para sus heridas, agregó-: La única manera de mantener al diablo fuera es no cerrar la puerta. No podemos hacerlo. Tenemos que vender.

Esta vez fue McCaleb quien asintió. Probablemente era algo que el marido le había dicho cuando ella se preocupaba porque manejara dinero en efectivo en una ciudad violenta.

El ex agente le dio las gracias y salió; la campanilla volvió a sonar al abrir la puerta. Regresó al taxi y evaluó la fachada de la tienda de nuevo. No tenía sentido para él. ¿Por qué ese sitio? Pensó en el vídeo. La mano del asesino embolsándose el dinero. No sería mucho. McCaleb lamentó no conocer más detalles del crimen.

El teléfono público de la pared de la tienda captó su atención. Era el que al parecer había utilizado el buen samaritano. Se preguntó si habrían buscado huellas después de saber que el testigo no iba a presentarse. Probablemente, no. Ya era demasiado tarde y la posibilidad de que hubiera servido de algo se le antojaba muy remota de todos modos.

– ¿Adónde? -preguntó el taxista, cuyo acento era discernible en una sola palabra.

McCaleb se inclinó hacia delante para darle una dirección al hombre, pero vaciló. Tamborileó el plástico de la parte trasera del asiento del conductor y se lo pensó un momento.

– Mantenga el taxímetro en marcha. Voy a hacer un par de llamadas antes.

– Salió de nuevo y se dirigió al teléfono público, una vez más sacando su libreta. Buscó un número y cargó la llamada a su tarjeta. La respuesta fue inmediata.