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Contestaron al sexto timbrazo y al fin le pasaron con Arrango. McCaleb preguntó si Buskirk ya había regresado.

– Malas noticias, amigo -dijo Arrango-. El teniente ha vuelto, sí, pero se resiste a que le pasemos el expediente.

– Sí, ¿cómo es eso? -preguntó McCaleb, tratando de ocultar su enfado.

– Bueno, en realidad no se lo pregunté, pero creo que le cabreó que no fuera a verlo antes a él. Se lo dije. Debería haber seguido el orden jerárquico.

– Eso era un poco difícil teniendo en cuenta que no estaba en comisaría esta mañana. Y ya les dije que pregunté primero por él. ¿Se lo explicaron?

– Sí, se lo conté. Creo que estaba de mal humor al volver de la central del valle. Probablemente le jodieron por algo y él me jodió a mí. Así funciona esto a veces. Cada uno jode al de abajo. Bueno, de todos modos tiene suerte. Le enseñamos el vídeo entero. Tiene un buen punto de partida. No deberíamos haber hecho eso por usted.

– Menudo punto de partida. Sabe, es sorprendente que se resuelvan casos con toda esta mierda de burocracia. Creía que el FBI era único, lo llamábamos el buró de la apatía, pero ya veo que en todas partes es igual.

– Oiga, mire, no necesitamos su mierda. Tenemos una bandeja llena aquí. Mi jefe cree que yo lo invité aquí y ahora está cabreado conmigo. No necesito complicarme la vida. Si quiere cabrearse, es su problema, pero lárguese.

– Ya me voy, Arrango. No volverá a tener noticias mías hasta que tenga al asesino. Se lo llevaré ahí.

McCaleb sabía que estaba fanfarroneando en cuanto lo dijo, pero a partir del 9 de febrero se había dado cuenta cada vez más de que tenía tolerancia cero con los imbéciles.

Arrango se rió con sarcasmo como respuesta y dijo:

– Sí, muy bien. Le estaré esperando. -Colgó.

7

McCaleb levantó un dedo al taxista e hizo otra llamada. Primero pensó en telefonear a Jaye Winston, pero decidió esperar. En su lugar se comunicó con Graciela Rivers en el número de la sala de urgencias del Holy Cross que ésta le había dado. La enfermera accedió a encontrarse con él para una comida temprana, pese a que McCaleb le explicó que no había conseguido gran cosa. Ella le pidió que la aguardara en la sala de espera de urgencias a las once y media.

El hospital se hallaba en una zona del valle de San Fernando llamada Mission Hills. De camino, McCaleb miró el paisaje por la ventana: centros comerciales y estaciones de servicio. El taxista buscaba la 405 para dirigirse al norte.

McCaleb conocía el valle de San Fernando a partir de los muchos casos en los que había participado. La mayoría de ellos habían sido sometidos a su examen sólo a través de documentos, fotos y cintas de vídeo de cadáveres abandonados junto al muro de contención de la autovía o en las laderas que bordeaban los llanos del norte. El Asesino del Código había actuado cuatro veces en el valle de San Fernando antes de desvanecerse como la niebla marina de la mañana.

– ¿Qué es usted, policía?

McCaleb apartó la mirada de la ventana y se fijó en el conductor por el espejo. El taxista lo estaba mirando.

– ¿Qué?

– ¿Es usted policía o algo así?

McCaleb negó con la cabeza.

– No.

Miró de nuevo por la ventana mientras el taxista subía una de las rampas de acceso a la autovía. Pasaron junto a una mujer que sostenía un cartel en el que pedía dinero. Otra víctima esperando ser víctima de nuevo.

McCaleb se sentó en una silla de plástico de la sala de espera, frente a una mujer herida y su marido. La mujer se quejaba de un dolor interno y mantenía los brazos cruzados sobre el estómago. Estaba encorvada, protegiendo la herida. El marido se mostraba atento, preguntándole repetidamente cómo se sentía y yendo a la ventanilla de recepción para preguntar cuánto duraría la exploración, pero McCaleb oyó que le preguntaba dos veces en voz baja:

– ¿Qué vas a decirles?

La mujer volvió el rostro en las dos ocasiones.

A las once y cuarto, Graciela Rivers se abrió paso a través de las puertas dobles de la sala de urgencias. Ella sugirió que fueran a la cafetería del hospital, porque sólo disponía de una hora. A McCaleb no le importó, puesto que aún no había recuperado el gusto por la comida desde el trasplante. Comer en el hospital no sería distinto de hacerlo en el Jozu de Melrose. La mayoría de los días no le importaba lo que comía y en ocasiones se olvidaba de hacerlo hasta que un dolor de cabeza le recordaba la necesidad de cargar combustible.

La cafetería estaba casi vacía. Llevaron las bandejas a una mesa próxima a una ventana, con vistas a una gran cruz blanca rodeada de césped.

– Es mi única oportunidad de ver la luz del día -dijo Graciela Rivers-. En las habitaciones de urgencias no hay ventanas, así que siempre busco una.

McCaleb asintió, comprensivo.

– Hace tiempo, cuando trabajaba en Quantico, teníamos las oficinas bajo tierra. En el sótano. No había ventanas, siempre había humedad, y en invierno hacía frío incluso con la calefacción encendida. Nunca veía el sol. Al cabo de un tiempo te afecta.

– ¿Por eso se trasladó?

– No, por otras razones. Pero me imaginaba que tendría una ventana. Me equivocaba. Me metieron en un armario en la OC. Diecisiete pisos por encima del suelo, pero sin ventanas. Creo que por eso vivo en el barco ahora. Me gusta sentir el cielo cerca.

– ¿Qué es la OC?

– Perdón, la oficina de campo. Estaba en Westwood. En ese edificio federal tan grande, al lado del cementerio de los veteranos.

Ella asintió.

– ¿De veras se crió en Catalina, como decía el diario?

– Estuve allí hasta los dieciséis. Luego me fui a vivir con mi madre a Chicago… Es curioso, cuando era niño todo el tiempo que pasé en la isla lo hice deseando irme. Ahora sólo pienso en volver.

– ¿Qué haría allí?

– No lo sé. Tengo un amarradero que me dejó mi padre. Quizá no haga nada, puede que me limite a sentarme al sol con una cerveza en la mano.

McCaleb sonrió y ella le devolvió la sonrisa.

– Si ya tiene el amarradero, ¿por qué no se va?

– El barco no está listo, ni yo tampoco.

Ella asintió.

– ¿Era de su padre, el barco?

Otro dato del periódico. Obviamente le había contado demasiado de sí mismo a Keisha Russell. No le gustaba que la gente supiera tantas cosas de él con semejante facilidad.

– Vivía en el barco. Cuando murió me quedó a mí. Yo lo dejé en el dique seco durante años. Ahora precisa muchos arreglos.

– ¿Echa de menos a su padre?

McCaleb sonrió, pero no abrió su corazón. La conversación se fue apagando y empezaron a comerse los sándwiches. McCaleb no había previsto que la cita girara en torno a él. Después de unos cuantos mordiscos, empezó a ponerla al día de lo acontecido en la no del todo exitosa mañana. Omitió explicar que había visto la cinta del asesinato de su hermana, pero compartió su corazonada acerca de que los asesinatos de Torres y Kang estaban relacionados con al menos otro incidente. Le contó que intuía que ese otro incidente podía ser el atraco y asesinato narrados en los artículos que Keisha Russell le había leído.

– ¿Qué hará ahora? -preguntó ella cuando él finalizó su relato.

– Dormir una siesta.

Ella lo miró con curiosidad.

– Estoy molido -dijo McCaleb-. No había estado yendo de un lado a otro ni pensando tanto desde hace mucho tiempo. Iré a descansar al barco. Mañana empezaré de nuevo.

– Lo siento.

– No, no lo siente -dijo él con una sonrisa-. Estaba buscando a alguien con un motivo para involucrarse en esto. Yo tengo el motivo y estoy involucrado, pero tengo que empezar poco a poco. Siendo una enfermera, espero que lo entienda.

– Lo hago. No quiero que se lastime a sí mismo. Eso haría la muerte de Glory todavía más…