La historia de siempre. Los perfiles del PDCV casi siempre eran precisos, pero rara vez conducían a establecer un sospechoso. El perfil que se le proporcionó a Winston se adaptaba a cientos, quizá miles de personas del área de Los Ángeles. De manera que una vez agotadas las vías abiertas de investigación, sólo cabía esperar. McCaleb tomó nota del caso en su agenda y continuó con su trabajo en otros asuntos.
En marzo del año siguiente -ocho meses después del último asesinato- McCaleb vio la nota, releyó el expediente y llamó a Winston. Casi nada había cambiado. Todavía no había pistas ni sospechosos. McCaleb urgió a la investigadora del departamento del sheriff a iniciar una vigilancia de los dos lugares donde habían aparecido los cadáveres, así como de las dos tumbas. El agente del FBI explicó que el asesino estaba a punto de completar el círculo. Sus fantasías se estaban agotando y el impulso de volver a recrear la sensación de poder y control sobre otro ser humano crecería y sería cada vez más incontrolable. La sospecha de que el Sujeto Desconocido había vestido los cadáveres después de los dos primeros asesinatos era una prueba clara de la batalla que se libraba en su mente. Una parte de él se avergonzaba de lo que había hecho y de un modo inconsciente trataba de taparlo vistiendo a las víctimas. Este dato sugería que, transcurridos ocho meses del ciclo, el asesino se hallaría devorado por una tremenda agitación psicológica. El impulso de realizar su fantasía otra vez y la vergüenza que ello conllevaría eran los dos bandos de una batalla por el control. Una manera de aplacar temporalmente la urgencia de matar sería volver a visitar los lugares de los anteriores asesinatos en un esfuerzo por proporcionar más combustible a su fantasía. McCaleb tenía la corazonada de que el asesino volvería al lugar donde había dejado los cadáveres o bien que visitaría las tumbas. Ello le acercaría a las víctimas y le ayudaría a conjurar la necesidad de matar de nuevo.
Winston se mostró reticente a ordenar una operación de vigilancia en varios puntos sobre la base de la corazonada de un agente del FBI, pero McCaleb ya había recibido la aprobación para realizar una operación de vigilancia con otros dos agentes. También apeló a la profesionalidad de Winston y le dijo que si se negaba, siempre se preguntaría si la vigilancia habría tenido éxito, sobre todo si el Sujeto Desconocido volvía a actuar. Con esa amenaza sobre su conciencia, Winston acudió a su teniente y al Departamento de Policía de Los Ángeles y se formó un equipo conjunto de vigilancia de las tres fuerzas del orden. Mientras planeaba los detalles de la operación, Winston reparó en que, por una coincidencia, las dos víctimas habían sido enterradas en el mismo cementerio de Glendale y que sus tumbas sólo estaban separadas por unos cien metros. Al oír esto, McCaleb predijo que si el Sujeto Desconocido iba a aparecer lo haría en el cementerio.
Acertó. En el curso de la quinta noche de vigilancia, McCaleb, Winston y otros dos detectives ocultos en un mausoleo que ofrecía vistas de las dos tumbas vieron que una furgoneta se detenía ante el cementerio. Un hombre bajó del vehículo y saltó la verja. Se acercó a la tumba de la primera víctima cargado con algo bajo el brazo, se quedó inmóvil durante diez minutos y luego se dirigió a la tumba de la segunda víctima. Sus movimientos evidenciaban un conocimiento previo de la localización de los sepulcros. En la segunda tumba desenrolló lo que resultó ser un saco de dormir y lo extendió sobre la losa. Se sentó sobre el saco y se apoyó contra la lápida. Los detectives no molestaron al hombre, se limitaron a grabar su visita con una videocámara provista de infrarrojos. El hombre no tardó en desabrocharse los pantalones y empezar a masturbarse.
Antes de que volviera a la furgoneta, ya lo habían identificado gracias a la matrícula. Se trataba de Luther Hatch, un jardinero de North Hollywood de treinta y ocho años que había salido en libertad un año antes tras cumplir nueve años de condena por violación en la prisión de Folsom.
El sujeto dejó de ser desconocido. Hatch se convirtió en un sospechoso. Si se le restaban los años que pasó en la cárcel encajaba a la perfección en el perfil del PDCV. Lo vigilaron las veinticuatro horas del día durante tres semanas -en el curso de las cuales visitó dos veces el cementerio de Glendale-, hasta que finalmente una noche los detectives entraron en acción cuando el sospechoso intentaba obligar a una mujer joven, que salía de la galería de Sherman Oaks, a subir a su furgoneta. En el vehículo, los agentes encontraron cinta aislante y trozos de cuerda de un metro veinte de largo. Obtenida una orden de registro, los investigadores desmantelaron el apartamento y la furgoneta de Hatch y descubrieron cabello, restos de tejidos y fluido seco que posteriormente los análisis de ADN relacionaron con las dos víctimas de asesinato. Hatch, al que la prensa no tardó en bautizar como el Hombre del Cementerio, ocupó su lugar en el panteón de asesinos múltiples que tanto fascinan al público.
La experiencia y las corazonadas de McCaleb habían ayudado a Winston a resolver el caso, uno de los éxitos de los que todavía se hablaba en Quantico y Los Ángeles. La noche en que arrestaron a Hatch, el equipo de vigilancia salió a celebrarlo. En un momento de calma, Jaye Winston se acercó a McCaleb en el bar y le dijo:
– Te debo una. Todos te debemos una.
Buddy Lockridge se había vestido de negro de la cabeza a los pies para su trabajo de chófer de Terry McCaleb, como si ambos fueran a ir a un nightclub de Sunset Strip. También llevaba un maletín de cuero negro. De pie en el muelle, junto al Double-Down, McCaleb miró la estampa de su amigo sin decir nada durante un buen rato.
– ¿Qué pasa?
– Nada, vamos.
– ¿Ocurre algo?
– No, es sólo que me sorprende que vayas tan bien vestido para pasarte el día sentado en el coche. ¿Vas a estar cómodo?
– Claro.
– Pues, en marcha.
El coche de Lockridge era un Ford Taurus de siete años, muy bien conservado. Durante el trayecto a Whittier, Lockridge trató por tres maneras distintas de averiguar qué era lo que McCaleb estaba investigando, pero éste no le contestó ni una sola vez. Por fin, McCaleb logró desviar la línea de interrogatorio sacando a colación el viejo debate sobre los méritos de los veleros frente a los barcos de motor. Tardaron poco más de una hora en llegar al Star Center del departamento del sheriff. Lockridge estacionó el Taurus en un hueco del aparcamiento de visitantes y apagó el motor.
– No sé cuánto tardaré -dijo McCaleb-. Espero que te hayas traído algo para leer o una de tus armónicas.
– ¿Estás seguro de que no quieres que entre contigo?
– Mira, Bud, quizás esto sea un error. Yo no necesito un compañero, sólo alguien que me lleve, eso es todo. Ayer me gasté más de cien dólares en taxis y pensé que ese dinero te podría venir bien a ti, pero si no vas a parar de hacerme preguntas…
– Vale, vale -le cortó Lockridge. Levantó las manos en señal de rendición-. Me sentaré aquí y leeré mi libro. Se acabaron las preguntas.
– Bueno, hasta luego.
Cuando McCaleb entró en las oficinas de la brigada de homicidios, Jaye Winston ya lo esperaba en la zona de recepción. La detective era una mujer atractiva algo mayor que McCaleb. Tenía una media melena rubia cortada recta, era delgada y llevaba un vestido azul y una blusa blanca. Hacía casi cinco años que McCaleb no la veía, desde la noche en que habían celebrado la detención de Luther Hatch. Se dieron la mano y Winston condujo a McCaleb a una sala de conferencias con seis sillas en torno una mesa ovalada. En una mesita más pequeña, situada contra una pared, McCaleb vio una cafetera de dos jarras. La sala estaba vacía. Sobre la mesa había una gruesa pila de documentos y cuatro cintas de vídeo.
– ¿Quieres café? -preguntó Winston.
– No, gracias.
– Empecemos, entonces. Dispongo de veinte minutos.