Выбрать главу

– ¿Ya estás? -soltó Buddy.

– Sí, no había mucho que decir. -Puso la pila de informes y cintas a sus pies.

– ¿Qué es todo eso?

– Un material que tengo que revisar.

Lockridge se inclinó y se fijó en la hoja de encima del montón. Era un informe de incidencia.

– James Cordell -leyó en voz alta-. ¿Ese quién es?

– Buddy, estoy empezando a pensar que…

– Vale, vale.

Lockridge captó la indirecta, así que se irguió en el asiento y arrancó el coche. No volvió a hacer preguntas acerca de los documentos.

– ¿Bueno, y ahora, adónde?

– Volvemos a San Pedro.

– Creía que habías dicho que me necesitabas para unos cuantos días. No haré más preguntas, lo prometo. -Había un dejo de protesta en su voz.

– No es eso. Todavía te necesito, pero ahora mismo tengo que volver y revisar parte de este material.

Buddy tiró el libro al salpicadero con desgana, dejó la armónica en el bolsillo de la puerta y puso la primera.

10

Había más luz natural en el salón que abajo en el camarote donde había instalado su despacho. McCaleb decidió trabajar allí. También disponía de una televisión con vídeo incorporado. Despejó la mesa de la cocina, la limpió con una esponja y papel de cocina y puso la pila de informes y expedientes que Winston le había dado. Sacó una libreta de formato legal y un lápiz bien afilado de un cajón y también se los llevó a la mesa.

Decidió que la mejor manera de proceder era examinar el material por orden cronológico. Eso significaba empezar por el caso Cordell. Fue apartando de la pila los informes relativos al asesinato de Gloria Torres. Entonces tomó los informes restantes y los clasificó en pequeñas pilas: investigación inicial e inventario de pruebas, entrevistas de seguimiento, pistas que no conducían a ningún sitio, informes varios y resúmenes detallados y semanales.

Cuando trabajaba para el FBI, siempre despejaba la mesa por completo y extendía en ella todos los documentos de un caso. Los casos los remitían los departamentos de policía de todo el Oeste. Algunos eran paquetes gruesos y otros finos expedientes. Siempre pedía las cintas de vídeo de la escena del crimen. El tamaño del paquete variaba, pero el contenido era siempre el mismo. A McCaleb le producía una mezcla de asco y fascinación. Al leer se sentía enfadado y vengativo, todo ello mientras permanecía sólo en el despacho, con la chaqueta en el colgador y la pistola en el cajón. Se olvidaba de todo salvo de lo que tenía delante. Su mejor trabajo lo hacía en el escritorio. Como agente de campo, era uno de tantos, pero sentado ante una mesa pocos podían comparársele. Y cada vez que abría uno de esos paquetes y la caza del mal se iniciaba de nuevo sentía un secreto estremecimiento. Cuando empezó a leer en el salón del barco volvió a experimentar esa particular sensación.

A James Cordell la vida le sonreía. Una familia, una buena casa, coches, salud y un trabajo lo bastante bien pagado para que su mujer se dedicara a ser madre a tiempo completo de sus dos hijas. Era ingeniero de una empresa privada contratada por el estado para el mantenimiento del sistema de acueductos que transportaban el agua de deshielo de las montañas del centro del estado hasta las presas que abastecían el sur de California. Vivía en Lancaster en el noreste del condado de Los Ángeles, lo cual le permitía llegar en una hora y media a cualquier punto de la línea de conducción del agua. En la noche del 22 de enero regresaba a casa después de un largo día de inspeccionar el segmento de Long Pine del acueducto de hormigón. Era día de cobro y se detuvo en una agencia del Regional State Bank, a un kilómetro y medio de su casa. Su nómina había sido depositada automáticamente y necesitaba efectivo, pero le dispararon en la cabeza y lo abandonaron en el cajero automático antes de que la máquina terminara de escupir el dinero. Fue su asesino quien se llevó los billetes nuevecitos de veinte dólares en cuanto salieron de la ranura.

Lo primero en lo que reparó McCaleb al leer los informes iniciales del crimen fue que se había ofrecido a la prensa una versión edulcorada de los hechos. Las circunstancias que describía el artículo del Times que Keisha Russell le había leído el día anterior no concordaba del todo con los informes. El artículo explicaba que el cadáver de Cordell se había encontrado quince minutos después de los disparos. Según el informe del crimen, Cordell fue encontrado casi inmediatamente por un cliente que había aparcado en el estacionamiento del banco, justo cuando otro vehículo -casi con toda seguridad el del asesino- salía a toda velocidad. El testigo, identificado como James Noone, llamó enseguida para pedir ayuda desde un teléfono móvil.

Como la llamada fue realizada desde un móvil, el operador del 911 no obtuvo de manera automática la dirección exacta desde la que se efectuaba. Tuvo que tomar la dirección a la vieja usanza -a mano- y se las arregló para trasponer dos de los números cuando envió a una unidad de emergencias médicas a la dirección que Noone le había proporcionado. En su declaración, Noone afirmaba que había observado impotente como una ambulancia pasaba con la sirena puesta hacia una dirección situada a siete manzanas de allí. Tuvo que llamar y explicarle de nuevo lo ocurrido a otro operador. La ambulancia fue enviada entonces al lugar correcto, pero cuando llegó Cordell ya había muerto.

Mientras leía el informe preliminar, a McCaleb le costaba juzgar si el retraso en la llegada del personal sanitario había tenido alguna consecuencia. La herida en la cabeza de Cordell era devastadora, y aunque la ambulancia hubiera llegado diez minutos antes probablemente nada habría cambiado. Difícilmente hubieran podido salvar a Cordell.

Sin embargo, el fallo del 911 era el tipo de noticia que gusta a la prensa. Alguien del departamento del sheriff -probablemente el supervisor de Jaye Winston- había decidido no mencionar ese dato.

La metedura de pata era una cuestión marginal que tenía poco interés para McCaleb. Lo que de verdad le interesaba era que había al menos un testigo parcial, así como una descripción del vehículo. Según la declaración de Noone, una mole negra casi lo machacó cuando entraba en el aparcamiento. Describió al vehículo que huía como un Jeep Cherokee de los nuevos. Sólo tuvo una visión fugaz del conductor, un hombre que describió como blanco y con el pelo gris o una gorra gris en la cabeza.

No se mencionaba a ningún otro testigo en los informes preliminares. Antes de seguir con los informes complementarios y el protocolo de la autopsia, McCaleb decidió mirar los vídeos. Puso en marcha la tele y el vídeo y, en primer lugar, puso la cinta de la cámara de vigilancia del cajero automático.

Como ocurrió con la cinta del Sherman Market, había un indicador de tiempo en la parte inferior de la imagen, distorsionada porque había sido captada mediante una lente de ojo de pez. El hombre que McCaleb supuso que era James Cordell entró en el encuadre y colocó su tarjeta bancaria en la ranura del cajero. Tenía la cara muy cerca de la cámara, lo cual bloqueaba la visión del entorno. El error de diseño era evidente; a no ser que el propósito real de la cámara no fuera grabar atracos, sino las caras de los artistas del fraude que usaban tarjetas robadas o falsas.

Mientras Cordell marcaba su número secreto, dudó un instante y miró por encima de su hombro derecho. Su cabeza siguió algo que pasaba detrás de éclass="underline" el Cherokee que entraba en el estacionamiento. Terminó su transacción mientras en su rostro aparecía una mirada nerviosa. A nadie le gusta ir a un cajero por la noche, ni siquiera cuando el lugar está bien iluminado y se halla en un barrio con un bajo nivel de delincuencia. La única máquina que McCaleb usaba se hallaba dentro de un centro comercial abierto las veinticuatro horas, donde siempre estaba presente la seguridad y el elemento disuasorio que proporcionaba la multitud. Cordell miró con nerviosismo por encima de su hombro izquierdo, saludó con la cabeza a alguien que no aparecía en la imagen y volvió a mirar a la máquina. El aspecto del recién llegado no le había alarmado en absoluto. Obviamente, el asesino todavía no se había colocado el pasamontañas. A pesar de su calma exterior, los ojos de Cordell se centraron en la ranura por la que salía el dinero, mientras su mente probablemente repetía un silencioso mantra: «Venga, venga.»