El vidrio ahumado de la puerta impedía que ella se apercibiera de que la estaba contemplando. La sensación de familiaridad le invadió de nuevo y trató una vez más de situarla. Le resultaba muy atractiva. Aquellos ojos oscuros con forma de almendra parecían al mismo tiempo tristes y conocedores de algún secreto. Sin duda se acordaría si se la hubiera encontrado antes o si simplemente se hubiera fijado en ella. Pero no recordaba nada. La mirada de McCaleb fue instintivamente hacia las manos de la mujer en busca de un anillo: no llevaba ninguno. Había acertado en lo de los zapatos, calzaba sandalias con tacones de corcho de cinco centímetros. Las uñas de los pies, pintadas de rosa, resaltaban en su piel morena. Se preguntó si siempre luciría ese aspecto o bien se había vestido así para convencerle de que aceptara su propuesta.
Encontró la agenda en el segundo cajón y buscó a Jack Lavelle y Tom Kimball. Escribió sus nombres y números en un folleto viejo del servicio naval y abrió la puerta. La mujer estaba abriendo el bolso cuando él salió. McCaleb sostuvo el papel en alto.
– Aquí hay dos nombres. Lavelle es un agente retirado de la policía de Los Ángeles y Kimball trabajaba en el FBI. He colaborado con los dos y cualquiera de ellos hará un buen trabajo para usted. Elija uno y llámelo. Asegúrese de decirle que viene de mi parte y le atenderá.
En lugar de agarrar el papel que le ofrecía, la mujer sacó una foto del bolso y se la tendió. McCaleb la tomó sin pensar y de inmediato reparó en que había cometido un error. Tenía en la mano el retrato de una mujer sonriente, que miraba a un niño pequeño mientras éste soplaba las velas de un pastel de cumpleaños. McCaleb contó siete. Al principio pensó que se trataba de una imagen de Rivers unos años más joven, pero enseguida se corrigió. La mujer de la foto tenía una cara más redonda y labios más finos. No era tan hermosa como Graciela Rivers. Pese a que ambas tenían profundos ojos castaños, los de la mujer de la fotografía carecían de la intensidad de aquellos que lo estaban mirando en ese momento.
– ¿Su hermana?
– Sí, y su hijo.
– ¿Cuál?
– ¿Qué?
– ¿Cuál de los dos está muerto?
La pregunta constituía su segundo error, que agravaba el primero y lo involucraba más en el asunto. Supo en el momento de formularla que debería haber insistido en que aceptara los nombres de los dos detectives y poner punto final a la cuestión.
– Mi hermana, Gloria Torres. La llamábamos Glory. Él es su hijo, Raymond.
McCaleb asintió y le devolvió la foto, pero ella no la aceptó. El ex agente sabía que la mujer quería que le preguntara qué ocurrió, sin embargo, él por fin había echado el freno.
– Mire, esto no va a funcionar -dijo, al fin-. Sé lo que está haciendo y no da resultado conmigo.
– ¿Quiere decir que no tiene compasión?
Vaciló un instante, mientras la ira bullía en su interior.
– Tengo compasión. Si leyó el periódico sabe lo que me sucedió. La compasión ha sido siempre mi problema.
El detective trató de contener cualquier resentimiento. No se le escapaba que la mujer estaba consumida por terribles frustraciones. McCaleb había conocido a centenares de personas como ella, cuyos seres queridos les habían sido arrebatados sin motivo alguno. Y luego, ninguna detención, ninguna condena, ningún cierre. Las vidas de los familiares cambiaban de un modo irremediable y algunos quedaban como zombis, como almas en pena. Graciela Rivers era una de esas personas. Tenía que serlo para haberle seguido la pista hasta allí. McCaleb sabía que, por muy ofendido que se sintiera, ella no merecía cargar con sus frustraciones.
– Mire -dijo-, no puedo hacerlo. Lo siento.
McCaleb la agarró suavemente del brazo para conducirla al escalón del muelle; sintió el músculo fuerte bajo la piel suave. Le devolvió de nuevo la foto, pero ella se negó a aceptarla.
– Mírela otra vez, por favor. Sólo una vez más y le dejaré tranquilo. Dígame si siente algo.
McCaleb negó con la cabeza e hizo un leve movimiento con la mano, como para dar a entender que nada iba a cambiar.
– Yo era agente del FBI, no vidente.
No obstante, volvió a levantar la foto y la observó. La mujer y el niño parecían felices. Era una fiesta. Siete velas. McCaleb recordó que sus padres aún seguían juntos cuando él había cumplido los siete. Aunque no por mucho tiempo. Sus ojos se fijaron más en el chico que en la mujer. Se preguntó cómo sería la vida para el muchacho huérfano.
– Lo lamento, señorita Rivers. De veras. Pero no hay nada que pueda hacer por usted. ¿Quiere que se la devuelva o no?
– Tengo una copia. Ya sabe, dos por el precio de una. Pensé que le gustaría conservarla.
Por primera vez advirtió la resaca en la corriente emocional. Había algo más en juego, pero desconocía de qué se trataba. Miró detenidamente a Graciela Rivers y tuvo la sensación de que si daba un paso y formulaba la pregunta obvia estaría atrapado. No pudo evitarlo.
– ¿Por qué iba a desear guardar esta foto si no voy a poder ayudarla?
Graciela Rivers sonrió de un modo melancólico.
– Porque ella es la mujer que le salvó la vida. A veces he pensado que le gustaría saber qué aspecto tenía, quién era.
McCaleb la miró por un instante, pero en realidad no veía a la mujer que tenía ante sí. Miraba a su interior, repitiéndose lo que acababan de decirle sin lograr desentrañar el significado.
– ¿De qué está hablando?
Fue todo lo que acertó a preguntar. Notaba que el control de la conversación y todo lo demás se inclinaba del lado de ella. La resaca lo arrastraba mar adentro.
La mujer levantó el brazo, pero pasó de largo junto a la foto que McCaleb aún le ofrecía. Puso la palma de la mano en el pecho del hombre y la bajó por la camisa, trazando con sus dedos la gruesa trayectoria de una cicatriz. Él, paralizado, no se lo impidió.
– Su corazón -dijo-. Era el de mi hermana. Ella le salvó la vida.
2
Con el rabillo del ojo apenas atisbaba el monitor. La pantalla era negra con vetas plateadas; el corazón, un fantasma ondulante; las grapas y remaches que cerraban los vasos sanguíneos aparecían como perdigonazos en su pecho.
– Ya casi está -dijo una voz desde detrás de su oreja.
Bonnie Fox, siempre profesional, le ofrecía calma y consuelo. Pronto vio que la serpenteante línea del catéter se movía en el campo del monitor de rayos X, siguiendo el camino de la arteria y entrando en el corazón. Cerró los ojos. Odiaba ese cuento de que no se siente nada.
– De acuerdo, no deberías notar esto -dijo ella.
– Vale.
– No hables.
Allí estaba. Como el más leve tirón al extremo del sedaclass="underline" un pez que te roba el cebo. Abrió los ojos y vio la línea del catéter, tan fina como un hilo de pescar, todavía dentro de su corazón.
– Bien, ya lo tenemos -dijo ella-. Ahora vamos a salir. Lo has hecho muy bien, Terry.
Sintió una palmadita en el hombro, pero no pudo mover la cabeza para mirar a la doctora. El catéter fue extraído y Fox le adhirió una gasa en la incisión. La abrazadera que había mantenido su cabeza en un ángulo tan incómodo estaba desabrochada, y McCaleb comenzó a enderezar el cuello, levantando la mano para ejercitar los músculos entumecidos. La cara sonriente de Bonnie Fox se cernió sobre él.
– ¿Cómo te encuentras?
– No me puedo quejar, ahora que ha terminado.
– Te veré dentro de un ratito. Voy a analizar la sangre y a llevar el tejido al laboratorio.
– Quiero hablarte de algo.
– No hay problema, en un momento estoy contigo.