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Finalmente, McCaleb leyó el último informe archivado por Winston. Era breve y conciso.

«No hay más pistas ni sospechosos en este momento. El agente investigador espera en este punto información adicional que pueda conducir a la identificación de un sospechoso.»

Winston estaba contra la pared. Permanecía a la espera. Necesitaba sangre fresca.

McCaleb tamborileó la mesa y pensó en todo lo que acababa de leer. Aprobaba los movimientos realizados por Winston, pero trataba de determinar qué se le había pasado por alto y qué más se podría hacer. Le gustaba la teoría de los strike-3 y compartía la decepción de la detective al no ser capaz de seleccionar un sospechoso de la lista de setenta y uno. El hecho de que la mayoría de los hombres hubieran sido descartados por sus coartadas le preocupaba. ¿Cómo era posible que tantos canallas con dos condenas fueran capaces de dar cuenta exacta de su paradero en dos noches diferentes? El siempre había desconfiado de las coartadas en sus investigaciones: sabía que basta con un mentiroso para proporcionar una coartada.

McCaleb dejó de tamborilear la mesa cuando se le ocurrió algo. Desplegó la pila de informes en la mesa en forma de abanico. No necesitaba volver a revisarlos, porque sabía que lo que buscaba no estaba en la mesa. Se dio cuenta de que Winston no había cruzado sus diversas teorías desde una perspectiva geográfica.

Se levantó y salió del barco. Buddy Lockridge estaba sentado en el puente de mando, remendando un traje de neopreno, cuando apareció McCaleb.

– ¿Eh tienes trabajo?

– Un tipo de la fila de los millonarios quiere que le limpie el Bertram. Es el sesenta, por allí. Pero si necesitas ir a algún sitio, puedo hacerlo cuando quiera. Es de los que viene un fin de semana de cada mes.

– No. Sólo quería saber si me podías prestar un Thomas Brothers. El mío está en el coche y no quiero quitarle la lona.

– Sí, claro. Está en el Taurus.

Lockridge hurgó en su bolsillo, sacó las llaves y se las tendió a McCaleb. En su camino hacia el Taurus, McCaleb echó un vistazo a la fila de los millonarios: un muelle con espacios de doble ancho para que cupieran los yates más grandes que echaban amarras en el puerto deportivo de Cabrillo. Localizó el Bertram 60, un barco espléndido. Y sabía que le habría costado a su dueño, quien probablemente no lo utilizaba más de una vez al mes, al menos un millón y medio de dólares.

Después de coger el plano del coche de Lockridge, devolverle la llave y regresar a su barco, McCaleb se puso a trabajar con los datos del caso Cordell. Empezó con los informes de robos de Cherokees y pistolas HK P7. Numeró cada uno de los robos denunciados y marcó su dirección en la página apropiada del plano-guía. Luego tomó la lista de los strike-3 sospechosos, utilizando el mismo procedimiento para trazar una cruz en el domicilio y lugar de trabajo de cada uno de los hombres. Por último señaló el lugar de los asesinatos.

Le llevó casi una hora, pero cuando hubo terminado, sintió una cautelosa emoción. Un nombre de la lista de setenta y uno destacaba claramente de los demás por su relevancia geográfica en relación con el asesinato del Sherman Market y el robo de una HK P7.

Se trataba de Mikail Bolotov, un inmigrante ruso de treinta años que ya había cumplido dos condenas en prisiones de California por robos a mano armada. Bolotov vivía y trabajaba en Canoga Park. Su casa estaba cerca de Sherman Way, a poco más de un kilómetro del minimercado en el que Gloria Torres y Chan Ho Kang habían sido asesinados. Trabajaba en Winnetka, en una planta de montaje de relojes situada a sólo ocho manzanas al sur y dos al este del minimercado. Por último, y eso fue lo que entusiasmó a McCaleb, el ruso también trabajaba a sólo cuatro manzanas de una casa de Canoga Park donde habían robado una HK P7 en diciembre. Al leer el informe del robo, McCaleb observó que el intruso se había llevado varios regalos del pie de un árbol de Navidad, incluida una HK P7 nueva que había sido envuelta como obsequio del dueño de casa a su esposa: el regalo de Navidad perfecto en Los Ángeles. El ladrón no dejó huellas dactilares ni indicio alguno.

McCaleb leyó todo el informe de la condicional y de los investigadores. Bolotov poseía un largo historial de violencia, aunque no era sospechoso de ningún homicidio ni había tenido ningún problema con la justicia desde su última excarcelación, tres años antes. Acudía a las citas rutinarias que le imponía la condicional y aparentemente se hallaba en el buen camino.

Bolotov había sido interrogado por el asunto Cordell en su lugar de trabajo por dos investigadores de la oficina del sheriff llamados Ritenbaugh y Aguilar. La entrevista se había realizado dos semanas después del asesinato de Cordell, pero casi tres semanas antes de los asesinatos del Sherman Market. Además, al parecer era anterior a que Winston obtuviera las denuncias de los robos de HK P7. McCaleb supuso que éste era el motivo de que se hubiera pasado por alto la localización geográfica.

Durante el interrogatorio, las respuestas de Bolotov habían bastado para eliminar las sospechas, y su jefe le había proporcionado una coartada al declarar que la noche en que James Cordell murió el ruso había trabajado en su turno habitual de dos a diez. Les mostró a los detectives nóminas y tarjetas de fichar que mostraban las horas trabajadas. Eso fue suficiente para Ritenbaugh y Aguilar. Cordell había muerto a las 22.10. Habría sido materialmente imposible que Bolotov llegara de Canoga Park a Lancaster en diez minutos, ni aunque hubiera ido en helicóptero. Ritenbaugh y Aguilar pasaron al siguiente candidato de la lista de strike-3.

– Mierda -dijo McCaleb en voz alta.

Se sentía excitado. Bolotov era una pista que debía verificarse de nuevo, dijeran lo que dijesen su jefe o las nóminas. El hombre era un atracador a mano armada profesional, no un relojero. La proximidad geográfica con los lugares clave relacionados con la investigación exigían que se examinara de nuevo. McCaleb sentía que al menos había conseguido algo con lo que volver a Winston.

Tomó rápidamente unas notas en el bloc y lo apartó. Estaba cansado del trabajo realizado y sentía que empezaba a dolerle la cabeza. Miró su reloj y vio que el tiempo había pasado sin que se diera cuenta. Ya eran las dos. Sabía que debía comer algo, pero no le apetecía nada en particular, de manera que decidió bajar al camarote a echar una cabezadita.

11

Recuperado tras una siesta de una hora durante la cual no tuvo ningún sueño que pudiera recordar, McCaleb se preparó un sándwich de pan blanco y queso de barra. Abrió una lata de Coca-Cola y volvió a la mesa de la cocina para revisar el caso de Gloría Torres.

Empezó con el vídeo de la cámara de vigilancia del Sherman Market. Lo había visto ya dos veces en compañía de Arrango y Walters, pero decidió que necesitaba verlo de nuevo. Puso la cinta y la miró a velocidad normal, luego dejó lo que le quedaba de sándwich en el fregadero. Ya no podía comer más: se le había cerrado el estómago.

Rebobinó y volvió a reproducir la grabación, esta vez a velocidad lenta. Los movimientos de Gloria parecían lánguidos y relajados. McCaleb casi se encontró a sí mismo dispuesto a devolverle la sonrisa. Se preguntó en qué estaría pensando. ¿Era la sonrisa para el señor Kang? McCaleb lo dudaba. Era más bien una sonrisa secreta, una sonrisa interior. Supuso que estaba pensando en su hijo y supo entonces que al menos era feliz en ese postrer momento de conciencia.

El vídeo no le aportó ideas nuevas, sólo reavivó su desprecio por el asesino. Introdujo a continuación la cinta de la escena del crimen y leyó la documentación, medición y cuantificación de aquella carnicería. El cadáver de Gloria, por supuesto, no estaba allí y la mancha de sangre donde ella había caído era mínima, gracias al buen samaritano. Sin embargo, el dueño de la tienda estaba doblado en el suelo tras el mostrador, y la sangre lo rodeaba por completo. A McCaleb le hizo pensar en la anciana que había visto en la tienda el día anterior. La mujer estaba en el lugar en el que su marido había caído. Eso requería cierta clase de valor, una clase de valor que McCaleb no creía poseer.