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Unos minutos después, dos enfermeras sacaron la camilla de McCaleb del quirófano y la empujaron hasta el ascensor. Detestaba ser tratado como un inválido. Podría haber ido andando, pero iba contra la normativa. Tras una biopsia cardiaca el paciente debe mantenerse en posición horizontal. Los hospitales siempre tienen reglas y el Cedars-Sinai se llevaba la palma.

Lo condujeron a la unidad de cardiología de la sexta planta. Mientras era empujado por el corredor este, pasó junto a las habitaciones de los afortunados que ya habían recibido un corazón y las de aquellos que aún lo esperaban. En una de estas últimas McCaleb vio a un muchacho acostado en la cama, con el cuerpo unido mediante tubos a un respirador artificial. Un hombre trajeado permanecía sentado en la silla, al otro lado del lecho; observaba al chico, pero veía algo más. McCaleb desvió la mirada. Conocía la situación. El chico se estaba quedando sin tiempo. La máquina no lo mantendría con vida durante mucho más. Entonces, el hombre del traje -el padre, supuso- tendría la vista fija en un féretro y esa misma mirada.

Al llegar a la habitación lo pasaron a la cama y lo dejaron solo. Se preparó para la espera. Sabía por experiencia que podían transcurrir seis horas antes de que Fox apareciera, dependía de lo deprisa que se analizara la sangre y de cuánto tardara ella en acudir a retirar los resultados.

Había venido preparado. El viejo maletín de piel, donde había cargado su ordenador y los innumerables expedientes de casos en los que había trabajado, se hallaba repleto de números atrasados de revistas reservadas para los días de biopsia.

Dos horas y media después, Bonnie Fox entró en la habitación. McCaleb apartó el ejemplar de una revista de restauración de barcos que estaba leyendo.

– Esto sí que es rapidez.

– No se dan mucha prisa en el laboratorio. ¿Cómo te sientes?

– Me duele el cuello como si alguien me hubiera puesto el pie encima durante un par de horas. ¿Ya has estado en el laboratorio?

– Sí.

– ¿Cómo ha ido?

– Todo parece normal. No hay rechazo, todos los niveles son correctos. Estoy muy contenta. Podremos bajarte la prednisona dentro de una semana.

Hablaba como si estuviera extendiendo los informes de laboratorio en la mesa del desayuno y verificando los buenos resultados. La cardióloga se refería a la cuidadosamente orquestada combinación de fármacos que McCaleb ingería: dieciocho píldoras por la mañana y dieciséis por la noche. En el botiquín del yate no cabían todos los envases y había habilitado a tal fin uno de los compartimentos de almacenaje del camarote de proa.

– Bien -dijo-. Estoy cansado de afeitarme tres veces al día.

Fox dobló el informe y levantó la tablilla de la mesita. Su vista recorrió con rapidez la lista de preguntas que el paciente debía responder en cada uno de sus ingresos hospitalarios.

– ¿Nada de fiebre?

– En absoluto.

– ¿Y diarrea tampoco?

– No.

McCaleb sabía por la insistencia de la doctora que la fiebre y la diarrea eran los dos principales indicadores de un rechazo. Dos veces al día, como mínimo, se tomaba la temperatura, la presión y el pulso.

– Las constantes vitales son buenas. Incorpórate un poquito, por favor.

Volvió a dejar la tablilla sujetapapeles en la mesita y le auscultó en tres puntos diferentes de la espalda con un estetoscopio que previamente había calentado con su aliento. Luego, él volvió a tenderse y la doctora le tomó el pulso en el cuello con dos dedos, mientras miraba el reloj. Estaba muy próxima a McCaleb cuando hacía esto. Llevaba un perfume de azahar que el agente siempre había asociado a mujeres mayores. Y Bonnie Fox no lo era. McCaleb la miró, examinando su rostro mientras ella se concentraba en el reloj.

– ¿Te has preguntado alguna vez si deberíamos hacer esto? -la interrogó él.

– No hables.

Por fin, ella movió sus dedos hasta la muñeca de McCaleb y le controló el pulso. Después, descolgó el tensiómetro y le tomó la presión arterial sin decir palabra.

– Bien -dijo cuando hubo concluido.

– Bien -repitió él.

– ¿Si deberíamos hacer qué?

Era propio de ella retomar de pronto un fragmento interrumpido u olvidado de la conversación. Rara vez se le pasaba por alto algo de lo que McCaleb decía. Bonnie Fox era una mujer bajita, de más o menos la edad del agente, con el pelo corto y prematuramente gris. La bata blanca de laboratorio, concebida para alguien más alto, le llegaba hasta los tobillos. En el bolsillo del pecho llevaba bordado un esquema del sistema cardiopulmonar, en cuya cirugía estaba especializada. Cuando le atendía, Bonnie Fox se concentraba en su trabajo, pero inspiraba a la vez confianza y comprensión, una combinación que McCaleb siempre había considerado poco común en los médicos, y en el curso de los últimos años había conocido a muchos. Él lo agradecía y se fiaba de ella. En sus más íntimos pensamientos había aparecido la sombra de la duda al saber que un día tendría que poner su vida en manos de una mujer, pero este temor pronto se desvaneció dejándole tan sólo una sensación de culpabilidad. Cuando llegó la hora del trasplante, la cara sonriente de ella fue lo último que vio antes de dormirse en la sala de anestesia. En ese momento ya no hubo la menor vacilación en él. Y fue otra vez la cara sonriente de Bonnie Fox la que le recibió cuando despertó con un nuevo corazón a una nueva vida.

El hecho de que, transcurridas ocho semanas desde el trasplante, no se hubiera presentado ninguna complicación en la recuperación constituía para McCaleb una prueba de la validez de su confianza. En los tres años que habían pasado desde que él entrara por primera vez en su consultorio, se había establecido entre ambos un vínculo que iba más allá de lo profesional. Eran buenos amigos, o al menos así lo creía McCaleb. Habían comido juntos media docena de veces y habían sostenido un sinfín de encendidas discusiones sobre temas tan diversos como la clonación o los juicios a O. J. Simpson. McCaleb le había ganado una apuesta de cien dólares en el primer veredicto. La inquebrantable fe en la justicia de la doctora no le había permitido ver las connotaciones raciales del caso. En el segundo juicio, ella no volvería a apostar.

Fuera cual fuese la cuestión, la mitad de las veces McCaleb se veía a sí mismo adoptando la opinión contraria a la de la cardióloga sólo porque le gustaba batallar con ella. En esta ocasión, la mirada con la que Fox acompañó su pregunta dejaba claro que estaba preparada para una nueva justa.

– Si deberíamos estar haciendo esto -dijo él, moviendo la mano como si quisiera abarcar el hospital entero-. Sacando órganos, poniendo nuevos. A veces me siento como el monstruo de Frankenstein, con partes de otras personas en mi interior.

– Una sola persona y un solo órgano. No te pongas tan teatral.

– Pero es la pieza principal, ¿no? En el FBI cada año teníamos que pasar un examen en el campo de tiro. Disparar al blanco, ya sabes. Y la mejor manera de hacerlo era apuntar al corazón. El círculo que lo rodeaba en esas dianas puntuaba más que la cabeza. Diez puntos: puntuación máxima.

– Mira, creía que ya habíamos superado la discusión de si estamos suplantando a Dios. -Negó con la cabeza, sonrió y lo miró durante unos segundos. La sonrisa finalmente desapareció-. ¿Qué es lo que de verdad te preocupa?

– No lo sé. Supongo que me siento culpable.

– ¿De qué? ¿De vivir?

– No lo sé.

– No seas ridículo. Ya hemos hablado de eso, también. No tengo tiempo para la culpa del superviviente. Es muy sencillo: examina las posibilidades. En un lado estaba la vida y en el otro la muerte. Una decisión importante. ¿De qué hay que sentirse culpable?

Levantó las manos en señal de rendición. Fox siempre ponía las cosas en su justo contexto.

– Típico -dijo la doctora, que no pensaba dejarle retroceder-, te pasas casi dos años esperando un corazón, por poco no lo cuentas, y ahora te preguntas si deberíamos habértelo dado. ¿Qué te preocupa en realidad, Terry? No tengo tiempo para tonterías.