Se inclinó sobre la cama y le puso la mano en el pecho. A McCaleb le recordó el gesto de Graciela Rivers. Sintió su calor.
– Dile a esa mujer que no. Dile que no y sálvate.
3
La luna era como un globo que se sostenía porque los niños lo empujaban hacia arriba con unos palitos. Los mástiles de decenas de veleros permanecían elevados bajo el astro, dispuestos a evitar su caída. McCaleb lo observó flotar en el cielo negro hasta que por fin se escapó, ocultándose tras las nubes sobre Catalina. Un escondite tan bueno como otro cualquiera, pensó mientras miraba la taza de café vacía que sostenía. Echaba de menos sentarse en la popa al final del día, con una cerveza helada en una mano y un cigarrillo en la otra. Claro que los cigarrillos habían formado parte del problema y habían desaparecido de su vida para siempre. Y aún faltaban unos meses para que le redujeran la medicación y le permitieran tomar un poco de alcohol. Por el momento, una sola cerveza podía causarle lo que Bonnie Fox había calificado de resaca fatal.
McCaleb se levantó y fue al salón del yate. Primero trató de sentarse a la mesa de la cocina, pero pronto renunció, encendió la tele y empezó a cambiar de canal sin prestar atención. Apagó el aparato y rebuscó en la desordenada mesa de navegación, aunque tampoco allí había nada para él. Se movió por la cabina, persiguiendo en vano una distracción para sus pensamientos.
Bajó entonces la escalera y se acercó a la proa. Sacó el viejo termómetro de cristal del botiquín, lo agitó y se lo colocó bajo la lengua. El termómetro electrónico con pantalla digital que le habían proporcionado en el hospital seguía dentro de su estuche, en el estante. Por algún motivo, no se fiaba de él.
Ante el espejo, se abrió el cuello de la camisa y examinó la pequeña herida que había dejado la biopsia de la mañana. No tenía ninguna posibilidad de cicatrizar. Le practicaban tantas biopsias que cuando la piel empezaba a cubrir la incisión ya le abrían de nuevo y le sondaban la arteria. Sabía que le quedaría una señal permanente, como la cicatriz de treinta y tres centímetros que le corría por el pecho. Mientras se contemplaba, sus pensamientos vagaron hasta su padre. Recordaba las marcas permanentes, como tatuajes, en el cuello del viejo. Las coordenadas de una batalla con radiación que sólo sirvió para prolongar lo inevitable.
No tenía fiebre. Limpió el termómetro y lo guardó. Acto seguido anotó la fecha y la hora en una tablilla que guardaba colgada del toallero. En la columna temperatura trazó una raya para indicar que no había cambios.
Después de colgar la tabla, se inclinó hacia el espejo para mirarse los ojos: verdes con motas grises y finos hilillos rojos en la córnea. Retrocedió y se quitó la camisa. El espejo era pequeño, pero, aun así, veía la gruesa y desagradable cicatriz de color rosa blancuzco. Se contemplaba a sí mismo de este modo con frecuencia, porque no soportaba su aspecto, el modo en que su cuerpo le había traicionado. Cardiomiopatía. Según le había dicho Fox, un virus había permanecido agazapado en las paredes de su corazón, sólo para manifestarse por casualidad y nutrirse del estrés. La explicación significaba poco y nada para él. No aliviaba la sensación de que el hombre que una vez fue se había perdido para siempre. En ocasiones sentía que cuando se observaba a sí mismo estaba mirando a un extraño, a alguien apaleado y debilitado por la vida.
Después de volver a ponerse la camisa, fue al camarote de proa, una habitación triangular que seguía la forma de la embarcación. Había una litera a babor y un montón de compartimentos de almacenaje a estribor. Había convertido la cama inferior en un escritorio y usaba la superior para guardar ficheros llenos de viejos expedientes del FBI. A los lados de las cajas aparecían los nombres de los casos: poeta, código, zódiac, luna llena y bremmer. En dos de las cajas ponía varios no identificados. McCaleb había hecho copias de casi todos sus expedientes antes de dejar el FBI. Iba contra las normas, pero nadie se lo impidió. Los expedientes de los archivadores procedían de distintos casos, abiertos y cerrados. Algunos ocupaban un archivador completo, otros eran lo bastante finos para compartir espacio en la misma caja. No estaba seguro de por qué había copiado todo. No había abierto ninguna de las cajas desde su retiro, pero más de una vez había pensado en escribir un libro o en continuar con las investigaciones abiertas. En gran medida, sin embargo, sólo se trataba de que le gustaba la idea de tener los archivos como testimonio físico de lo que había hecho con una parte de su vida.
McCaleb se sentó al escritorio y encendió la luz cenital. Por un momento sus ojos se posaron en la placa del FBI que había llevado consigo durante dieciséis años. Estaba enmarcada en una caja de metacrilato y colgaba de la pared, sobre la mesa de despacho. A su lado había una foto de un anuario de hacía muchos años clavada con una chincheta: una niña con aparatos dentales. McCaleb se encogió al evocar esa imagen y apartó la mirada, que se posó en la mesa revuelta: un puñado de billetes y recibos diseminados por el escritorio, un archivador de acordeón lleno de informes médicos, una pila de carpetas casi vacías, tres folletos de los servicios de dique seco y el libro de reglas de embarcado del puerto deportivo de Cabrillo. Su talonario de cheques estaba abierto y listo para ser usado, pero no podía acometer la mundana tarea de pagar facturas. No en ese momento. Se sentía inquieto y no era por penuria de pensamientos en su cabeza. No podía dejar de pensar en la visita de Graciela Rivers y en el súbito cambio que había comportado.
Puso en orden los papeles del escritorio hasta que encontró el recorte de periódico que la mujer le había llevado al barco. Él lo había leído el día de su publicación, lo había recortado y luego había tratado de olvidarlo. Pero sin éxito. El artículo había atraído una procesión de víctimas a su barco. La madre de la adolescente cuyo cuerpo apareció mutilado en la playa de Redondo; los padres de un chico que se había ahorcado en un apartamento de West Hollywood. El joven marido cuya esposa se había ido a los clubes de Sunset Strip una noche y nunca había regresado. Todos ellos eran zombis, a quienes la pena y la traición de un Dios al que no creían capaz de permitir tales actos había dejado casi catatónicos. McCaleb no pudo consolarles ni ayudarles, sólo les deseó suerte.
Había accedido a la entrevista únicamente porque se lo debía a Keisha Russell. La periodista siempre le había apoyado mientras él trabajó en el FBI. Era de la clase de periodistas que no siempre toman, sino que a veces también dan algo. Russell había telefoneado al barco un mes atrás para cobrarle la deuda. Le habían asignado la columna del Times «Qué fue de…». Un año antes había escrito un artículo sobre la espera de un corazón por parte de McCaleb y quería actualizarlo una vez que el agente por fin había accedido a un trasplante. McCaleb trató de declinar la invitación, consciente de que perturbaría la vida anónima que llevaba; pero Russell le recordó todas las veces en que le había ayudado, ya fuera no publicando los detalles de un caso o poniéndolos en un artículo, en función de lo que McCaleb consideró más útil en cada momento. El agente retirado sintió que no tenía elección: siempre pagaba sus deudas.
El día de la publicación del reportaje, McCaleb lo tomó como su condecoración oficial de personaje del pasado. Por lo general, la columna se concentraba en historias de políticos corruptos que habían desaparecido de la escena local o de gente cuyos quince minutos de fama habían pasado hacía tiempo. Muy de tanto en tanto se publicaba la historia de una estrella de la televisión acabada que estaba vendiendo pisos o que se había convertido en pintor porque ésa era su verdadera vocación creativa.