McCaleb exhaló un suspiro.
– Soy Terry.
– Tío, ¿dónde te habías metido? Quise despertarte el sábado y esperas dos días para llamarme.
– Lo sé, lo sé. La cagué. Pero he oído qué tienes algo.
– Un pleno.
– ¿Qué, Vernon, qué?
– He de tener cuidado. Me da la sensación de que aquí hay una lista de gente que tiene que saberlo y tú…
– Y yo no estoy en la lista. Sí, ya lo sé. Acabo de comprobarlo. Pero este coche es mío, Vernon, y nadie va a llevárselo sin mí. Así que dime qué es lo que encontraste para que el segundo del agente especial al mando en la oficina de campo de Los Ángeles haya salido de su despacho, quizá por primera vez este año.
– Claro que voy a decírtelo. Tengo veinticinco casos abiertos. ¿Qué van a hacerme? ¿Despedirme para luego tener que pagarme tarifas de testigo para que testifique en todos los casos que tengo?
– Dímelo entonces.
– Bueno, esta vez has acertado de pleno. Procesé con el láser la bala que me envió esa Winston y obtuve un ochenta y tres por ciento de coincidencia con un fragmento de buen tamaño que sacaron de la cabeza de un tal Donald Kenyon en noviembre. Por eso está ese chalado del asistente del agente especial allí.
McCaleb silbó.
– Joder, no me silbes en el oído.
– Lo siento. ¿Era una Federal FMJ, la de Kenyon?
– No, en realidad era una bala de fragmentación. Una Devastator. ¿La conoces?
– Es la que le dispararon a Reagan en el Hilton, ¿no?
– Eso es. Lleva poca carga en la punta. Se supone que la bala tiene que fragmentarse, pero no funcionó con Reagan. Tuvo suerte. Kenyon, no.
McCaleb trató de pensar en el significado de todo ello. La misma arma, la HK P7, se había utilizado en tres asesinatos: Kenyon, Cordell y Torres. Pero entre Kenyon y Cordell la munición había cambiado de una de fragmentación a una hardball. ¿Por qué?
– Y ahora recuerda -dijo Carruthers- que yo no te he dicho nada.
– Ya lo sé. Pero explícame esto. Después de conseguir el resultado, ¿fuiste a Lewin o hiciste algunas averiguaciones antes?
Joel Lewin era oficialmente el jefe de Carruthers.
– Me estás preguntando si tengo algo para enviarte a ti, ¿verdad?
– Exacto. Necesito lo que puedas mandarme.
– Ya está en camino. Lo puse en el correo prioritario el sábado, antes de que el ventilador empezara a esparcir la mierda por aquí. Imprimí todo lo que salía en el ordenador. Te mandé todos los internos. Debería llegarte hoy o mañana. Vas a tener que invitarme a un crucero de pesca de primera por ésta, tío.
– Cuenta con eso.
– Y nada de lo que sabes te lo he dicho yo.
– Tranquilo, Vernon. No tenías ni que decirlo.
– Ya lo sé, pero me hace sentir mejor.
– ¿Qué más puedes contarme?
– Esto es todo. Me lo han quitado de las manos. Lewin se hizo cargo de todo y de ahí pasó a las altas esferas. Tuve que decirle por qué empecé la investigación. Así que saben que estabas metido en esto. No les dije el motivo.
McCaleb se recriminó en silencio por haber perdido los nervios con Arrango después de la sesión de hipnosis. Si no hubiera revelado su verdadera motivación para participar en la investigación, quizás aún formaría parte del equipo. Carruthers no había revelado el secreto, pero Arrango sin duda lo había hecho.
– ¿Estás ahí, Terry?
– Sí, escucha, si descubres algo sobre esto, me avisas.
– Claro, tío. Pero contesta el puto teléfono. Y cuídate.
– Siempre lo hago.
Después de que McCaleb colgase se volvió y casi chocó con Buddy Lockridge.
– Venga, Buddy, déjame pasar. Vámonos.
Empezaron a caminar hacia el coche, que seguía aparcado junto a uno de los surtidores.
– ¿Al desierto?
– Sí. Voy a visitar otra vez a la señora Cordell. A ver si todavía me habla.
– ¿Por qué no iba a…? No importa, no me contestes. Yo sólo soy el chófer.
– Muy bien.
Camino del desierto, Buddy tocaba una armónica en sí bemol, mientras McCaleb utilizaba algunas técnicas de autohipnosis con el objetivo de relajar su mente para recordar mejor lo que sabía del caso de Donald Kenyon. Había sido uno de los últimos de una larga lista de bochornos del FBI.
Kenyon había sido presidente de Washington Guaranty, una sociedad de ahorro y préstamos con respaldo federal y sucursales en los condados de Los Ángeles, Orange y San Diego. Kenyon era un trepa de pelo de oro y lengua de plata que trataba de congraciarse con los grandes inversores mediante chivatazos de la bolsa, hasta que ascendió al despacho del presidente a la asombrosa edad de veintinueve años. Salió en todas las revistas económicas. Era un hombre que inspiraba confianza en sus inversores, en sus empleados y en la prensa. Tanto es así que en los tres años que se mantuvo en la presidencia consiguió desviar la asombrosa cantidad de treinta y cinco millones de dólares de la institución, a través de préstamos ficticios a compañías fantasma, sin que nadie se inmutara. Hasta que quebró la entidad, después de que hubiera sido vaciada a conciencia y Kenyon desapareciera, nadie, incluidos los auditores federales y los organismos de control, se dio cuenta de lo que había ocurrido.
McCaleb recordaba que el caso fue noticia durante meses, por no decir años. Historias de jubilados que lo perdieron todo, historias sobre el efecto dominó de empresas que quebraron, historias de gente que afirmaba haber visto a Kenyon en París, Zúrich, Tahití y otros lugares.
Después de cinco años huido de la justicia, Kenyon fue localizado en Costa Rica por la unidad especializada en fugas del FBI. Allí vivía en un opulento complejo con dos piscinas, dos pistas de tenis, un entrenador personal que se alojaba en la casa y un centro de cría de caballos. El ladrón, que entonces contaba treinta y seis años, fue extraditado a Estados Unidos y compareció ante la corte federal en Los Ángeles.
Mientras Kenyon permanecía en prisión preventiva a la espera de juicio, una brigada especializada en activos y pérdidas le siguió la pista y trabajó seis meses en busca del dinero. Lo que recuperaron no llegaba a los dos millones de dólares.
Ése era el enigma. La defensa de Kenyon argumentaba que no tenía el dinero porque él no se lo llevó, sino que sólo ejerció de testaferro bajo amenaza de muerte para él y su familia. A través de sus abogados, aseguró que lo habían chantajeado para crear empresas fantasma, prestarles millones del banco y luego pasarle el dinero a su chantajista. Pero a pesar de que se enfrentaba a años de cárcel en una prisión federal, Kenyon se negó a dar el nombre del extorsionista que se había llevado el dinero.
Los investigadores federales y los fiscales optaron por no creerle. Basándose en su lujoso tren de vida, tanto mientras dirigía el banco como cuando evadió la justicia, y mencionando el hecho de que tenía algo del dinero -aunque sólo una fracción del total- en Costa Rica, decidieron procesar sólo a Kenyon.
Tras un juicio de cuatro meses en una corte federal, llena a diario con una galería de víctimas que habían perdido los ahorros de toda su vida con la quiebra del banco, Kenyon fue declarado culpable del fraude masivo y la juez Dorothy Windsor lo sentenció a cuarenta y ocho años de prisión.
Lo que ocurrió después resultaría un mazazo más para la reputación del FBI.
Dictada sentencia, Windsor accedió a la petición de la defensa de permitir que Kenyon pasara un tiempo en casa con su familia a fin de prepararse para su ingreso en prisión, mientras sus abogados preparaban las apelaciones. Pese a la tenaz oposición del fiscal, Windsor concedió a Kenyon sesenta días para poner su casa en orden. Transcurrido ese plazo debería presentarse en la cárcel, tanto si se había admitido el recurso como si no. Windsor también ordenó que Kenyon llevase un dispositivo de seguimiento en el tobillo para asegurarse de que no intentaba una vez más eludir la justicia.