Fue al armario que había junto a la mesa de navegación y sacó el teléfono. Aún no había escuchado los mensajes que se habían acumulado durante el fin de semana, pero estaba demasiado acelerado para hacerlo en ese momento. Marcó el número de Jaye Winston.
– ¿Dónde has estado? ¿Ni siquiera escuchas el contestador? -preguntó ella-. He tratado de llamarte todo el fin de semana y todo el día para explicártelo. No fue idea mía…
– Ya sé que no fuiste tú. Fue Hitchens. Pero no te llamo por eso. Sé lo que te han dicho los del FBI. Sé que tenéis la conexión con Donald Kenyon. Tienes que conseguir meterme de nuevo.
– Eso es imposible. Hitchens ya ha dicho que no debería ni hablar contigo. ¿Cómo voy a…?
– Puedo ayudarte.
– ¿Cómo? ¿Con qué?
– Sólo contéstame esto. Dime si tengo razón. Esta mañana Gilbert Spencer y un par de agentes de campo (apostaría a que eran Nevins y Uhlig) aparecieron y te dieron la noticia de que la bala que mandaste a Washington coincidía con la que utilizaron con Kenyon, ¿sí?
– Hasta aquí, pero eso no es un gran…
– No he terminado. Después te ha dicho que el FBI querría examinar tu caso y el del departamento de policía, pero que en principio no hay ninguna conexión salvo el arma. Dice que, al fin y al cabo, el asesinato de Kenyon es obra de un profesional y que vosotros estáis investigando dos atracos. No sólo eso, su asesino utilizó una Devastator con Kenyon y vuestro hombre utilizó otra cosa. Federáis. Eso respalda la teoría del FBI de que el asesino profesional del caso Kenyon se deshizo de su arma en algún sitio y que el atracador de los otros dos casos la recogió. Fin de la conexión. ¿Qué tal lo he hecho hasta aquí?
– En el clavo.
– Muy bien, entonces tú le pides a Spencer información sobre el caso Kenyon para poder hacer tus propias comprobaciones, pero la cosa no funciona tan bien.
– Dijo que el caso Kenyon estaba (cito) en un punto sensible y que sólo nos proporcionaría la información estrictamente necesaria.
– ¿Y Hitchens estuvo de acuerdo en eso?
– Se dejó llevar.
– ¿Y alguien sirvió los cannoli?
– ¿Qué?
McCaleb pasó los siguientes cinco minutos explicándole la conexión de los cannoli, leyéndole la transcripción de los micrófonos de la casa de Kenyon y las conclusiones del informe de criptología. Winston aseguró que Gilbert Spencer no había mencionado ninguno de estos datos durante la reunión matinal. McCaleb había estado en el FBI y sabía cómo funcionaba. A la menor oportunidad se barría a la policía local y a partir de ese punto el FBI asumía el caso.
– Así que la conexión de los cannoli deja claro que no se trataba de un arma tirada que nuestro hombre recogió -dijo McCaleb-. Es el mismo asesino en los tres casos. Primero Kenyon, después Cordell y por último Torres. Puede que los federales no lo supieran al entrar a la reunión, pero si les has dado copia de los archivos y las cintas lo saben ahora. La cuestión es, ¿cómo se relacionan los tres asesinatos?
Winston se mantuvo en silencio un momento antes de expresar su perplejidad.
– Joder, no tengo ni… bueno, quizá no hay relación. Si como dicen los federales es un asesino a sueldo, quizá se trate de tres encargos distintos. ¿Entiendes? Quizá no haya más conexión que el asesino que hizo los tres trabajos.
McCaleb negó con la cabeza y dijo:
– Es posible, supongo, pero nada tiene sentido. O sea, ¿por qué iba a ser Gloria Torres objetivo de un asesino profesional? Trabajaba en la imprenta del periódico.
– Quizá se trate de algo que vio. Recuerda lo que dijiste el viernes sobre la relación entre los dos, Torres y Cordell. Bueno, quizá sea así, sólo que la relación puede ser algo que vieron o algo que sabían.
McCaleb asintió.
– ¿Y qué me dices de los iconos, los objetos que les quitaron a Cordell y Torres? -preguntó más para sí mismo que para Winston.
– No lo sé -dijo ella-. Quizás es un pistolero al que le gusta llevarse souvenirs. Quizá tuviera que demostrar ante su jefe que había matado a la persona correcta. ¿Dice en los informes que le robaran algo a Kenyon?
– Yo no lo he visto.
La mente de McCaleb era un hervidero de posibilidades. La pregunta de Winston le hizo caer en la cuenta de que en su entusiasmo la había llamado demasiado pronto. Todavía tenía una pila de expedientes del caso Kenyon por leer. La conexión que estaba buscando podía estar allí.
– ¿Terry?
– Sí, lo siento, sólo estaba pensando. Mira, deja que te llame más tarde. Tengo que revisar algunas cosas y quizá pueda…
– ¿Qué es lo que tienes?
– Creo que tengo todo o casi todo lo que Spencer se ha guardado.
– Yo diría que eso te va a reconciliar con el capitán.
– Bueno, no le digas nada todavía. Déjame que lo entienda un poco más y te llamo.
– ¿Me lo prometes?
– Sí.
– Entonces, dilo. No quiero que me hagas ningún jueguecito del FBI.
– Oye, que estoy retirado, ¿recuerdas? Te lo prometo.
Una hora y media más tarde McCaleb terminó de revisar los documentos. La adrenalina que le había animado antes se había disipado. Había adquirido un montón de información mientras leía los informes, pero nada que sugiriese una conexión entre Kenyon, Cordell y Torres.
El resto de los documentos del FBI contenía una larga lista de nombres, direcciones e historiales financieros de los dos mil perjudicados por la quiebra del banco de ahorros y préstamo. Y ni Cordell ni Torres figuraban entre los inversores.
El FBI había considerado sospechosos del asesinato de Kenyon a todas las víctimas de la quiebra del banco. Cada uno de los nombres de los inversores fue investigado y se verificaron las fichas policiales y otros datos que pudieran elevarlos a la categoría de sospechosos viables. Alrededor de una docena de inversores fueron considerados a ese nivel, pero fueron descartados por investigaciones posteriores.
Entonces los esfuerzos se habían centrado en la teoría dos, es decir, que el fantasma de Kenyon era real y había ordenado asesinar al hombre que había robado millones para él.
Esta teoría cobró impulso cuando se supo que Kenyon había estado a punto de revelar a quién había entregado los fondos robados. Según la declaración del abogado de Kenyon, Stanley LaGrossa, Kenyon había decidido cooperar con las autoridades con la esperanza de que el fiscal federal pidiera a la juez una rebaja en la condena. LaGrossa aseguró que la mañana en que fue asesinado, habían proyectado reunirse para discutir la forma en que LaGrossa negociaría su cooperación.
McCaleb volvió a leer la transcripción de la llamada de Kenyon a LaGrossa minutos antes del asesinato. La breve conversación entre abogado y cliente parecía respaldar la afirmación de LaGrossa de que su cliente estaba dispuesto a cooperar.
La teoría del FBI, subrayada en un informe complementario de la declaración de LaGrossa, era que el silencioso socio de Kenyon había decidido no correr riesgos y eliminarle, o bien que había matado a Kenyon después de saber fehacientemente que su compañero planeaba cooperar con los investigadores del gobierno. El informe complementario apuntaba que los agentes federales y los fiscales aún no habían tenido noticia de la voluntad de acercamiento de Kenyon. Eso significaba que si se había producido una filtración al socio silencioso, venía de la gente de Kenyon, posiblemente incluso del propio LaGrossa.
McCaleb se levantó y se sirvió un vaso de zumo de naranja, vaciando uno de los briks de dos litros que había comprado el sábado por la mañana. Mientras bebía pensó en lo que la información acerca de Kenyon suponía para la investigación. Complicaba las cosas, seguro. A pesar de la primera inyección de adrenalina, se dio cuenta de que básicamente había vuelto al punto de partida, y no estaba más cerca de saber quién y por qué había matado a Gloria Torres que cuando había abierto el paquete enviado por Carruthers.