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Mientras enjuagaba el vaso, advirtió que dos hombres se aproximaban bajando por la pasarela principal hacia las dársenas. Iban vestidos con trajes azules casi idénticos. Cuando había alguien en los muelles vestido con traje, normalmente se trataba del empleado de un banco que venía a requisar un barco por falta de pago. Sin embargo, McCaleb reconoció el porte de los dos hombres: venían a por él. Al parecer, habían descubierto a Vernon Carruthers.

Se apresuró a recoger los documentos del FBI. Acto seguido separó la pila de papeles que contenía la lista de nombres, direcciones y otra información acerca de la quiebra de la entidad financiera. Puso este grueso paquete en uno de los armarios superiores de la cocina. El resto de los documentos los guardó en su maletín, que luego colocó bajo la mesa de navegación.

Abrió la puerta corredera del salón y salió a recibir a los dos agentes. Cerró la puerta tras de sí y echó la llave.

– ¿El señor McCaleb? -preguntó el agente más joven. Llevaba bigote, algo osado teniendo en cuenta los criterios del FBI.

– Dejadme adivinar, sois Nevins y Uhlig.

No les hizo ninguna gracia que los identificase.

– ¿Podemos subir a bordo?

– Claro.

El más joven se presentó como Nevins. Uhlig, el agente más mayor, llevaba las riendas de la conversación.

– Si sabe quienes somos, entonces ya sabe porque estamos aquí. No queremos que esto se desordene más de lo necesario, sobre todo teniendo en cuenta sus servicios al FBI. Así que si nos entrega los archivos robados, esto puede terminar aquí.

– ¡Vaya! -dijo McCaleb levantando las manos-. ¿Archivos robados?

– Señor McCaleb -dijo Uhlig-, estamos informados de que está en posesión de archivos confidenciales del FBI. Usted ya no es un agente. No debería tener esos archivos. Como le he dicho, si quiere hacer de esto un problema, podemos convertirlo en un problema para usted. Pero, en realidad, lo único que queremos es que devuelva los expedientes.

McCaleb pasó junto a ellos y se sentó en la borda. Trataba de averiguar cómo lo sabían y volvió a pensar en Carruthers. Era el único modo. Debían de haber acorralado a Vernon en Washington y él lo había delatado. Pero era poco probable que su amigo hubiera hecho eso por mucho que lo hubiesen presionado.

Decidió seguir su instinto y exigir que le contasen la verdad. Nevins y Uhlig sabían que Carruthers había llevado a cabo la comparación balística a petición de McCaleb. Eso no era ningún secreto. Simplemente habrían asumido que Carruthers le habría pasado copias de los archivos informáticos.

– Olvidadlo, chicos -dijo por fin-. No tengo ningunos archivos, ni robados ni sin robar. Vuestra información es incorrecta.

– Entonces, ¿cómo sabía quiénes éramos? -le preguntó Nevins.

– Es fácil. Lo averigüé esta mañana cuando vosotros fuisteis a la oficina del sheriff a decirles que me apartaran del caso.

McCaleb plegó los brazos y miró más allá de los dos agentes, al barco de Buddy Lockridge. Buddy estaba sentado en el puente de mando, bebiendo una cerveza y mirando la escena de los dos federales en el Following Sea.

– Bueno, vamos a tener que echar un vistazo, entonces, para asegurarnos -dijo Uhlig.

– No, sin una orden de registro y no creo que tengáis una.

– No necesitamos orden después de que nos dé permiso para entrar a mirar.

Nevins se acercó a la puerta del salón y trató de abrirla. McCaleb sonrió.

– La única manera de que entréis ahí es rompiendo la puerta, Nevins. Y eso no va a parecer permiso concedido, si me pides mi opinión. Además, no querréis meteros en eso con un testigo no implicado mirando.

Ambos agentes se volvieron hacia el puerto. Finalmente localizaron a Lockridge, que levantó la lata de cerveza a modo de saludo. McCaleb advirtió que la mandíbula de Uhlig se tensaba.

– De acuerdo, McCaleb -dijo el agente más veterano-. Guárdese los archivos. Pero le voy a decir una cosa, listillo, no se entrometa. El FBI va a hacerse cargo del caso y lo último que necesitamos es que la cague un aficionado sin placa, un hombre de hojalata aficionado que ni siquiera tiene su propio corazón.

McCaleb sintió que esta vez era su mandíbula la que se tensaba.

– Sacad el culo de mi barco.

– Claro. Ya nos vamos.

Ambos saltaron al muelle y se encaminaron hacia la pasarela. Nevins se volvió y dijo:

– Nos vemos, hombre de hojalata.

McCaleb no les quitó ojo mientras los dos agentes trasponían la verja.

– ¿De que iba esta historia? -preguntó Lockridge desde su barco.

Sin dejar de mirar a los agentes, McCaleb le hizo un gesto para que no se acercara.

– Sólo un par de amigos que han venido a visitarme.

Eran casi las ocho de la noche en la costa este. McCaleb llamó a Carruthers a casa. Su amigo le contó que ya le habían interrogado.

– Les dije: «Eh, pasé la información a Lewin. Sí, le di prioridad al paquete porque me lo pidió el ex agente McCaleb, pero no le mandé copia de ningún informe.» No me creyeron, pero me da igual. Estoy bien protegido. Si me quieren echar que me echen. Entonces tendrán que pagarme cada vez que tenga que declarar en alguno de mis casos. Y tengo casos muy voluminosos, no sé si me entiendes.

Estaba hablando como si hubiera una tercera persona escuchando. Y con el FBI, nunca se sabía. McCaleb le siguió el juego.

– Aquí lo mismo. Han venido diciendo que yo tenía unos archivos que no tengo y les he dicho que se largaran de mi barco.

– Sí, has estado bien.

– Tú también, Vernon. Tengo que irme. Cuidado con el mar de popa.

– ¿Qué?

– Guárdate las espaldas.

– Ah, sí. Tú también.

Winston contestó antes de que terminara el primer timbrazo.

– ¿Dónde has estado?

– Ocupado. Nevins y Uhlig acaban de hacerme una visita de cortesía. ¿Les hiciste copia de todo lo que me pasaste a mí la semana pasada?

– Hitchens les dio copia de todo, los archivos, y las cintas.

– Sí, bueno, deben de haber hecho la conexión de los cannoli. Van a por el caso, Jaye. Vas a tener que resistir.

– ¿De qué estás hablando? El FBI no puede venir y quedarse con una investigación de asesinato.

– Encontrarán la manera. No te quitarán el caso, pero se harán cargo. Creo que saben que hay algo más que la pistola que conecta los casos. Son gilipollas, pero son unos gilipollas listos. Supongo que entendieron lo mismo que yo después de ver las cintas. Saben que se trata del mismo asesino y que hay algo que relaciona los tres casos. Han venido aquí para intimidarme, para apartarme. Tú serás la siguiente.

– Si creen que voy a cederles to…

– Tú no tendrás nada que decir. Irán directamente a Hitchens. Y si no está de acuerdo, acudirán a un superior. Yo era uno de ellos, ¿recuerdas? Sé cómo funciona. Cuanto más arriba vas, más presionas.

– ¡Mierda!

– Bienvenida al club.

– ¿Qué vas a hacer?

– ¿Yo? Mañana vuelvo al trabajo. No tengo que rendir cuentas ni al FBI ni a Hitchens. Yo voy por libre esta vez.

– Bueno, quizá seas el único que tiene alguna posibilidad. Buena suerte.

– Gracias, me hará falta.

26

McCaleb no se puso con las notas y los registros bancarios que le había dado Amelia Cordell hasta el final del día. Cansado de revisar papeles, repasó con rapidez las notas, y nada de lo que la viuda había consignado despertó su interés. Los extractos bancarios evidenciaban que a Cordell le depositaban la nómina cada miércoles. Durante los tres meses de los cuales McCaleb tenía constancia, Cordell había retirado dinero del mismo cajero en el que eventualmente sería asesinado. Esto confirmaba que, como la parada nocturna de Gloria Torres en el Sherman Market, Cordell había seguido una pauta definida, y este hecho apoyaba la teoría de que el asesino había vigilado a sus víctimas, en el caso de Cordell durante un mínimo de una semana, pero probablemente más.