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Desplegó el recorte y lo leyó de nuevo.

UN NUEVO CORAZÓN Y UN NUEVO COMIENZO

PARA UN ANTIGUO AGENTE DEL FBI

por Keisha Russell

Redactora del Times

No hace mucho, el rostro de Terrell McCaleb era ineludible en los informativos de Los Ángeles y sus palabras siempre encontraban espacio en los diarios locales. No se trataba de una rutina agradable ni para él ni para la ciudad.

Agente del FBI, McCaleb fue el hombre de referencia del buró en la persecución de un puñado de asesinos en serie que sembraron el terror en Los Ángeles y el Oeste en la última década.

Miembro de la unidad de apoyo a la investigación, McCaleb ayudaba a encaminar las pesquisas de la policía local. De gran sentido común con los medios de comunicación y siempre citable, atrajo a menudo los focos, lo cual en ocasiones sacó de sus casillas a la policía y a sus superiores del FBI en Quantico.

Pero han pasado más de dos años sin que emitiera ni la más tímida señal en el radar público. En estos días, McCaleb no lleva placa ni pistola. Afirma que ya ni siquiera posee un traje azul marino del FBI.

Con frecuencia viste unos vaqueros gastados y camisetas rasgadas y se lo puede ver restaurando su pesquero de trece metros de eslora, el Following Sea. McCaleb, que nació en Los Ángeles y se crió en Avalon, en la vecina isla de Catalina, vive actualmente en el barco, en el puerto deportivo de San Pedro, si bien tiene previsto amarrar la embarcación en Avalon.

McCaleb asegura que actualmente, recuperándose de un trasplante de corazón, cazar asesinos en serie y violadores es algo que ni siquiera se le pasa por la cabeza.

A sus 46 años, afirma que entregó su corazón al FBI -sus doctores sostienen que un alto nivel de estrés desencadenó un virus que debilitó de forma casi fatal su corazón-, pero no lo lamenta.

«Pasar por una situación así no sólo te cambia físicamente -aseveró en una entrevista la semana pasada-. Pone las cosas en perspectiva. Los días en el FBI parecen parte de un pasado muy lejano. Ahora puedo empezar de nuevo. No sé con exactitud qué voy a hacer, pero no me preocupa demasiado, ya encontraré algo.»

McCaleb estuvo a punto de no contar con esta nueva oportunidad. Menos de un uno por ciento de la población comparte su grupo sanguíneo y su espera de un corazón compatible duró casi dos años.

«Tuvo que aguardar mucho -dijo la doctora Bonnie Fox, la cirujana que llevó a cabo el trasplante-. Si hubiésemos tenido que esperar más, probablemente lo habríamos perdido o hubiera estado demasiado débil para someterse a la operación.»

McCaleb ya ha salido del hospital y se encuentra físicamente activo transcurridas tan sólo ocho semanas desde el trasplante. Afirma que sólo en ocasiones piensa en las investigaciones de absoluta taquicardia que le ocuparon en el pasado.

La lista de casos del antiguo agente se lee como un Quién es Quién de un macabro Paseo de la Fama. Entre los casos en los que trabajó en Los Ángeles destacan las investigaciones del Merodeador Nocturno y el Poeta, y desempeñó un papel protagonista en la persecución del Asesino del Código, el Estrangulador de Sunset Strip y Luther Hatch, que fue conocido tras su detención como el Hombre del Cementerio, por las visitas a las tumbas de sus víctimas.

McCaleb ha trabajado durante muchos años elaborando perfiles psicológicos en la unidad de Quantico. Se especializó en casos de la Costa Oeste y viajó con frecuencia a Los Ángeles para colaborar con la policía local en diversas investigaciones. Finalmente, los supervisores de la unidad decidieron establecer una oficina aquí y McCaleb regresó a su Los Ángeles natal para trabajar en la oficina de campo del FBI en Westwood. El traslado lo acercó a muchas investigaciones en las cuales se requirió la ayuda de los federales.

No todos los casos se resolvieron con éxito y al final el estrés pasó factura. McCaleb sufrió un ataque cardiaco mientras trabajaba a altas horas en la oficina de campo local, donde fue encontrado por un conserje nocturno que sin duda le salvó la vida. Los médicos determinaron que McCaleb sufría una avanzada cardiomiopatía -un debilitamiento del músculo cardiaco- y lo pusieron en la lista de espera para un trasplante. Entre tanto, el FBI le concedió el retiro por incapacidad laboral.

McCaleb cambió su busca del FBI por uno del hospital y éste sonó el 9 de febrero: había un corazón compatible. Después de una operación de seis horas en el Centro Médico Cedars-Sinai, el corazón del donante latía en el pecho de McCaleb.

McCaleb no está seguro de qué hará con su nueva vida aparte de ir a pescar. Ha recibido ofertas de antiguos agentes y detectives de la policía para unirse a ellos en calidad de investigador privado o consejero de seguridad. No obstante, de momento su objetivo es restaurar el Following Sea, un pesquero deportivo de veintidós años que heredó de su padre. La embarcación, que estuvo deteriorándose durante seis años, cuenta ahora con la atención a jornada completa de McCaleb.

«Por el momento me satisface tomarme las cosas con calma -dice-. No me preocupo demasiado por lo que vendrá.»

Tiene pocas quejas, pero como todos los investigadores retirados y los pescadores se lamenta de los que escaparon.

«Desearía haber resuelto todos lo casos -asegura-. Odiaba que alguien culpable saliera impune. Todavía lo odio.»

Por un instante, McCaleb examinó la imagen que acompañaba el texto. Se trataba de un antiguo retrato que la prensa había utilizado en innumerables ocasiones durante su época en el FBI. Sus ojos miraban con descaro a la cámara.

Cuando Keisha Russell vino a hacer el reportaje acompañada por un fotógrafo, McCaleb no permitió que éste obtuviera una imagen más reciente. Les dijo que usaran una de las antiguas; no quería que nadie viera su aspecto actual.

Tampoco es que se notara nada a simple vista, a no ser que se quitara la camiseta. Pesaba trece kilos menos, pero no era eso lo que deseaba ocultar, sino los ojos. Había perdido aquella mirada que le caracterizaba, tan penetrante y dura como las balas, y no quería que nadie lo supiera.

Dobló el recorte de periódico y lo dejó a un lado. Tamborileó la mesa durante unos segundos mientras se amargaba de la vida; luego miró el pinchapapeles de aluminio situado junto al teléfono. El número de Graciela Rivers estaba garabateado a lápiz en un trozo de papel, encima de la pila de notas.

Cuando era agente, McCaleb atesoraba siempre una inagotable reserva de rabia contra los hombres que perseguía. Había visto lo que habían hecho y quería que pagaran por las horribles manifestaciones de sus fantasías. Las deudas de sangre debían ser pagadas con sangre. Por ese motivo los agentes de la unidad de asesinos en serie del FBI llamaban a lo que hacían «trabajo de sangre». No había otra forma de describirlo. De hecho, cada vez que alguien no pagaba, cada vez que alguien escapaba, él lo sentía como una cuchillada.

Y lo que le había sucedido a Gloria Torres le dolía como una cuchillada. Él estaba vivo porque el mal se la había llevado a ella. Graciela le había contado la historia. Gloria había muerto por la única razón de hallarse en el camino entre alguien y la caja registradora. Era una simple, estúpida y espantosa razón para morir. Eso, de algún modo, dejaba a McCaleb en deuda. Con ella y con su hijo, y también con Graciela e incluso consigo mismo.

Levantó el auricular y marcó el número garabateado en el papel. Era tarde, pero no deseaba esperar y tampoco creía que ella lo quisiera. La mujer contestó en un susurro al primer timbrazo.

– ¿Señorita Rivers?

– Sí.

– Soy Terry McCaleb. Vino a verme en…

– Sí.

– ¿La llamo en mal momento?

– No.

– Bueno, mire, quería decirle que yo, eh, he estado pensando y le prometí que la llamaría cualquiera que fuera mi decisión.