McCaleb estaba mirando los extractos de la tarjeta de crédito cuando percibió que el barco se hundía levemente. Levantó la cabeza y vio que Graciela subía por la popa: una agradable sorpresa.
– Graciela -dijo al tiempo que salía a recibirla-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– ¿No recibiste mi mensaje?
– No, yo… uf, no he escuchado el contestador.
– Bueno, te había llamado para avisarte de que venía. He escrito algunas cosas sobre Glory, como me pediste.
McCaleb estuvo a punto de quejarse ante la perspectiva de revisar más papeles, pero optó por decirle que le agradecía que lo hubiera tenido listo tan pronto.
Advirtió que ella llevaba una bolsa en bandolera. Se la agarró.
– ¿Qué hay en la bolsa? No habrás escrito tanto, ¿no?
Ella lo miró y sonrió.
– Son mis cosas. Estaba pensando en quedarme a dormir otra vez.
McCaleb se estremeció, aunque sabía que el hecho de que se quedara a dormir no significaba necesariamente que fueran a compartir el mismo lecho.
– ¿Dónde está Raymond?
– Con la señora Otero. También lo llevará al colegio mañana. Me he tomado el día libre.
– ¿Cómo es eso?
– Así podré ser tu chófer.
– Ya tengo alguien que me lleva. No hace falta que te tomes…
– Ya lo sé, pero quiero hacerlo. Además, te he concertado una cita en el Times con el jefe de Glory. Y quiero acompañarte.
– Muy bien, el trabajo es tuyo.
Ella sonrió y McCaleb la condujo hasta el salón.
Después de que McCaleb bajara la bolsa al camarote, abriera una botella de tinto y le sirviera una copa, se sentó con ella en la popa y empezó a explicarle los nuevos acontecimientos relacionados con el caso. Cuando le habló de Kenyon, los ojos de Graciela se abrieron de par en par. Se resistía a aceptar la idea de que existía una conexión entre su hermana y el estafador asesinado.
– No se te ocurre nada, ¿verdad?
– No, no tengo ni idea de cómo ellos pudieron… -No terminó la frase.
McCaleb sacudió la cabeza y se arrellanó en la silla del despacho. Ella abrió el bolso y sacó la libreta en la que había detallado las actividades de su hermana. Aunque ninguna anotación le pareció significativa a McCaleb en una primera lectura, le dijo a Graciela que la información podría ser útil en un futuro, puesto que el caso continuaba evolucionando.
– Es sorprendente cuánto ha cambiado todo -dijo él-. Hace una semana la investigación estaba estancada. Ahora cabe la posibilidad de que la motivación sea patológica o incluso que esté implicado un asesino profesional. El azar pasa ahora al tercer lugar.
Graciela bebió un trago de vino antes de hablar.
– Eso lo complica todo, ¿verdad? -dijo con un hilo de voz.
– No, sólo significa que nos estamos aproximando. Hay que abrirse a todas las posibilidades y examinarlas antes de descartarlas… Lo único que quiere decir todo esto es que estamos más cerca.
Después de contemplar la puesta de sol, Graciela condujo hasta un restaurante italiano de Belmont Shores, en Long Beach. A McCaleb le gustó la comida y disfrutaron de la intimidad de uno de los tres reservados con asientos circulares. Durante la cena, McCaleb había tratado de cambiar de tema, notando que Graciela seguía deprimida por el cariz que había tomado la investigación. Le contó algunos chistes malos que recordaba de sus días en el FBI, pero apenas logró arrancarle una sonrisa.
– Debía ser duro cuando te dedicabas a esto -dijo ella mientras apartaba el plato de ñoquis a medio terminar-. Tratar con esa clase de gente todo el tiempo tenía que ser… -No terminó.
Él se limitó a asentir con la cabeza. No creía que tuvieran que volver sobre ese tema otra vez.
– ¿Crees que alguna vez lo superarás?
– ¿El trabajo?
– No, lo que te hizo. Como la historia que me contaste. La Poza del Diablo. Todo lo que te pasó. ¿Podrás superarlo?
Él pensó un momento. Sentía que había muchas cosas en juego en su respuesta. Graciela estaba cuestionándole acerca de la fe e iba a tomar una decisión. McCaleb sabía que era importante que su respuesta fuese sincera, pero también debía ser la adecuada. Por sí mismo, tenía que ser sincero.
– Graciela, lo único que puedo decirte es que espero poder superarlo. Quiero restituirme. A qué, no estoy seguro. Pero he estado vacío durante mucho tiempo y quiero llenarme. Siento que es una idea demasiado extraña para expresarla con palabras, pero ésta ahí. Quiero que lo sepas. No sé si responde a lo que necesitabas saber sobre mí. Pero espero y deseo tener lo que creo que tú tienes.
No estaba seguro de estar explicándose. Se deslizó por el asiento hasta que estuvo a su lado. Se inclinó y la besó en la mejilla, cerca de la oreja. Luego, protegido por el mantel de cuadros rojos, puso su mano en la rodilla de ella y la subió lentamente por el muslo. Era una caricia propia de un amante, pero estaba desesperado por aferrarse a ella. No quería perderla y le faltaba confianza en sus propias palabras. Tenía que tocarla de algún modo.
– ¿Podemos irnos? -preguntó ella.
Él la miró un momento.
– ¿Adónde?
– Al barco.
Él asintió.
De vuelta en el barco, Graciela lo condujo al camarote y le hizo el amor sin vacilaciones. Mientras se movían a un ritmo lento, McCaleb sentía que su corazón golpeaba con tanta fuerza en su pecho que el latido parecía hacer eco en sus sienes, una sensación palpitante que lo alentaba. Estaba seguro de que ella también la sentía, bombeando contra su propio pecho, la cadencia de la vida.
Al final, le recorrió un estremecimiento y hundió su cara en el cuello de ella. Una risa breve, cortante, como un grito ahogado, escapó de su garganta y confió en que ella lo tomase por una tos o un intento de tomar aire. Suavemente, descargó el peso de su cuerpo sobre ella y hundió la cara en la delicada onda de cabello que ella tenía sobre la oreja. La mano de Graciela descendió por su espalda, para luego volver a subir y detenerse, suave y cálida, en su cuello.
– ¿Qué es tan gracioso? -susurró ella.
– Nada… Me siento feliz, nada más.
Terry apretó con más fuerza su cara contra Graciela y le habló al oído. Su nariz se llenó del perfume de ella, y al mismo tiempo su corazón y su cabeza se colmaron de esperanza.
– Tú eres la que me va a sacar del pozo -dijo-. Eres mi oportunidad.
Ella levantó los brazos, le rodeó el cuello y lo atrajo hacia sí. No dijo ni una palabra.
McCaleb se despertó en plena noche. Había estado soñando que buceaba y no tenía necesidad de salir a la superficie a tomar aire.
Estaba tendido boca arriba, rodeando con el brazo la espalda desnuda de Graciela. Sentía el calor del contacto. Pensó en incorporarse para mirar el reloj, pero no quería romper el hilo invisible de su roce. Estaba cerrando los ojos para recuperar el sueño, cuando lo despertó el inconfundible sonido de la puerta corredera al ser abierta lentamente. Entonces cayó en la cuenta de que algo -un sonido- lo había despertado. Sintió una fría punzada en el corazón y se puso alerta. Había alguien en el barco.
El ruso, pensó. Bolotov lo había encontrado y había venido a cumplir su amenaza. Sin embargo, pronto desechó la posibilidad y recuperó su instintiva convicción de que el ruso no sería tan estúpido.
Rodó hasta el borde de la cama y alcanzó el inalámbrico del suelo. Pulsó la tecla de marcado rápido del número de teléfono del barco de Buddy Lockridge y esperó respuesta. Quería que Lockridge mirara el Following Sea y preguntarle si todo estaba en orden. Por un instante pensó en Donald Kenyon y en cómo alguien lo había obligado a caminar hasta la puerta de su propia casa y lo había matado con una bala de fragmentación. Y se dio cuenta de que quienquiera que estuviese allí, seguramente no contaba con la presencia de Graciela en el barco. De repente, supo que no importaba lo que sucediese en los próximos minutos, el intruso no debía llegar a ella.