Lo que Graciela comentaba carecía de sentido para McCaleb.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó.
Ella miró su reloj y se levantó de un salto.
– Voy a cambiarme y salimos corriendo. Te lo explicaré por el camino.
Graciela desapareció por el pasillo y McCaleb oyó que se cerraba la puerta de un dormitorio.
29
Llegaron al Holy Cross poco antes de mediodía. Graciela aparcó en el estacionamiento delantero y accedió al hospital por la entrada general de admisiones. No quería pasar por la sala de urgencias, porque era allí donde trabajaba. De camino le había explicado a McCaleb que desde la muerte de Gloria se había tomado bastantes días personales para estar con Raymond, pero la paciencia de sus superiores se estaba agotando. No le parecía sensato tomarse el día y exhibirse cruzando la sala de urgencias. Además, lo que se disponían a hacer podía costarle un despido, así que cuanta menos gente la viera mejor.
Una vez en el hospital, Graciela, su uniforme de enfermera y su cara familiar los llevaron adonde necesitaban llegar. Ella era como un embajador ante el cual se alzaban todas las barreras. Nadie los detuvo, nadie preguntó nada. Tomaron un ascensor para subir al cuarto piso; pasaban unos minutos de las doce.
Graciela le había contado a McCaleb su plan en el coche. Suponía que dispondrían de un cuarto de hora para hacer lo que tenían que hacer. Ése era el tope: el tiempo que tardaría el coordinador de los suministros de sangre en bajar a la cafetería del hospital, pedir su comida y subir de nuevo al laboratorio de patología. El coordinador tenía una hora libre para comer, pero la rutina en ese trabajo era comer en el despacho, porque no contaban con personal para cubrir esa hora. Se trataba de un puesto de enfermera, pero como no implicaba el cuidado a pacientes, nadie ocupaba el lugar de quien se iba a comer.
Como Graciela había supuesto, cuando llegaron al laboratorio de patología a las doce y cinco encontraron la mesa del coordinador de suministros de sangre vacía. McCaleb sintió que se le aceleraba el pulso al ver las tostadoras volando por la pantalla del ordenador que había sobre la mesa. Sin embargo, ésta se hallaba en un laboratorio grande y abierto. A unos tres metros, había otra mesa ante la cual se sentaba una mujer vestida con uniforme de enfermera. Graciela se mostraba cómoda con la situación.
– Hola, Patrice, ¿qué hay de nuevo? -dijo con alegría.
La mujer levantó la cabeza de los archivos con los que estaba trabajando y sonrió a Graciela. Miró un momento a McCaleb, pero enseguida volvió a fijarse en su compañera.
– Graciela -dijo ella, alargando las sílabas y tratando de pronunciar el nombre en castellano, como los presentadores de las noticias en televisión-. No hay nada nuevo, niña. ¿Y tú?
– Nada. ¿Quién es el coordinador y dónde está?
– Es Patty Kirk durante unos días. Ha bajado a buscar un sándwich hace un par de minutos.
– Humm -dijo Graciela como si se le acabara de ocurrir-. Voy a hacer una conexión rápida.
Rodeó el mostrador y se situó ante el teclado.
– Tenemos un paciente en urgencias con sangre rara. Me da la sensación de que va a necesitar toda la que tenemos y quería ver qué hay por aquí.
– Podías haber llamado. Ya te lo hubiera mirado yo.
– Ya lo sé, pero le estoy enseñando a mi amigo, Terry, cómo trabajamos aquí. Terry, ella es Patrice. Patrice, Terry. Va a entrar en medicina en la UCLA. Estoy tratando de convencerlo de que no lo haga.
Patrice miró a McCaleb y sonrió de nuevo, luego lo evaluó con la mirada. Él sabía en qué estaba pensando la enfermera.
– Ya sé que es un poco tarde -dijo-. Creo que tiene que ver con la crisis de la mediana edad.
– Eso debería decirlo yo. Buena suerte con la residencia. He visto chicos de veinticinco años salir como si tuvieran cincuenta.
– Ya lo sé. Estoy preparado.
Se sonrieron mutuamente y la conversación terminó por fin. Patrice volvió a sus archivos y McCaleb miró a Graciela, que estaba sentada ante el ordenador. Las tostadoras habían desaparecido y la pantalla había despertado. McCaleb vio un formulario.
– Puedes pasar -dijo ella-. Patrice no te va a morder.
Patrice se rió, pero no dijo nada. McCaleb rodeó el mostrador y se colocó tras la silla de Graciela. Graciela lo miró y le hizo un guiño, consciente de que McCaleb estaba bloqueando la visión de Patrice. Él le devolvió el guiño y sonrió. La serenidad de Graciela era impresionante. Miró el reloj y bajó el brazo para que ella pudiera ver que eran las doce y siete minutos. Ella centró su atención en el ordenador.
– Estamos buscando sangre AB, ¿sí? Entonces lo que hacemos es conectarnos aquí con la AOSSO, o sea la Agencia de Obtención y Solicitud de Sangre y Órganos. Es el banco de sangre más importante con el que tratamos. La mayoría de los hospitales de la región lo hacen.
– Sí.
Ella pasó el dedo bajo un papelito enganchado al monitor, encima de la pantalla. Había un número de seis dígitos; McCaleb comprendió que era la clave de acceso. Graciela ya le había explicado que la seguridad del sistema AOSSO era mínima. El código de acceso al ordenador se cambiaba cada mes. Pero el puesto de coordinador de los suministros de sangre era rotatorio. Además la rotación se veía a menudo perturbada, porque cuando una enfermera tenía un resfriado, un virus o alguna otra enfermedad que no le impedía trabajar, pero sí el contacto con los pacientes, era asignada al puesto. Dado el elevado número de personas que trabajaban allí, el código de la AOSSO simplemente se pegaba en el monitor cada mes cuando era cambiado. En los ocho años que llevaba como enfermera, Graciela había trabajado en otros dos hospitales de Los Ángeles, y había comprobado que la práctica era la misma. Probablemente, el sistema de seguridad de la AOSSO era burlado en todos los centros sanitarios.
Graciela escribió el código numérico seguido de la orden del módem y McCaleb oyó que el ordenador marcaba y luego se conectaba a la computadora de la AOSSO.
– Conectando con el servidor -dijo Graciela.
McCaleb miró el reloj. Disponían como mucho de ocho minutos. Vieron varias pantallas de bienvenida antes de encontrarse con la lista de control e identificación. Graciela escribió rápidamente la información solicitada y continuó describiendo lo que hacía.
– Ahora vamos a la página de solicitud de sangre. Escribimos lo que necesitamos y luego… abracadabra… esperamos. -Puso las manos ante la pantalla y movió los dedos como una bruja.
– Graciela, ¿cómo está Raymond? -preguntó Patrice desde detrás.
McCaleb se volvió a mirarla, pero Patrice seguía trabajando dándoles la espalda.
– Está bien -contestó Graciela-. Todavía me rompe el corazón, pero está bien.
– Eso es bueno. Tienes que volver a traerlo.
– Lo haré, pero tiene colegio. Quizás en las vacaciones de primavera.
La pantalla empezó a listar un detalle de la disponibilidad de sangre AB y del hospital o banco de sangre en la que se almacenaba cada bolsa. AOSSO, además de ser un banco de sangre en sí mismo, actuaba como agencia coordinadora para bancos y hospitales más pequeños de toda la costa oeste.
– Muy bien -dijo Graciela-. Vemos que hay bastante sangre disponible. El médico quiere tener al menos seis unidades disponibles por si nuestro paciente con la herida en el pecho necesita más cirugía. Así que hacemos clic en la ventana de pedido y solicitamos seis. La reserva sólo dura veinticuatro horas. Si mañana a esta hora no se ha actualizado, la sangre queda disponible.
– Entendido -dijo McCaleb, actuando como el estudiante que se suponía que era.