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Se dieron la mano y sonrieron. McCaleb le preguntó que tal estaba y ella le dijo que bien. McCaleb vio mentalmente que las tostadoras finalmente volvían a volar por la pantalla.

Patty Kirk miró a Graciela y sacudió la cabeza.

– Janie te va a matar si te descubre. Ella pensaba que volvía a tratarse de algo relacionado con Raymond. Me debes una buena por esto, niña.

– Ya lo sé, ya lo sé. Pero no se lo cuentes, ¿vale? Todos están furiosos conmigo allí abajo. Ella es la única amiga que me queda.

Se despidieron y McCaleb y Graciela entraron en el ascensor. Cuando Patty Kirk se hubo alejado, Graciela preguntó si la habían entretenido lo suficiente.

– Depende de la configuración del salvapantallas. Probablemente, sí. Vámonos de aquí.

De nuevo en el Rabbit, Graciela salió del estacionamiento del hospital y tomó la autopista 405 en dirección sur.

– ¿Y ahora adónde? -preguntó.

– No estoy seguro. Hemos de acceder a la AOSSO de algún modo. Necesitamos la lista de receptores. Pero dudo de que podamos presentarnos allí y nos la den. ¿Dónde está la AOSSO de todos modos?

– En West Los Ángeles, cerca del aeropuerto. Pero tienes razón, por mucho que vayamos allí no nos van a dar la lista. El sistema se basa en la confidencialidad. Yo sólo pude encontrarte porque alguien me habló del artículo del diario.

– Sí. -Ya había descartado la posibilidad de ir a la AOSSO. Su mente trabajaba deprisa y finalmente se le había ocurrido una idea. Estaban llegando a la entrada de la autopista-. Vamos al otro lado de la colina. Al Cedars. Creo que conozco a alguien que nos ayudará.

30

Primero fueron a la consulta de Bonnie Fox en la torre oeste del Cedars. La sala de espera estaba vacía y la recepcionista de Fox, una mujer que nunca sonreía llamada Gladys, confirmó que la doctora no estaba.

– Está en el ala norte y no espero que vuelva hoy -dijo Gladys con el ceño fruncido-. ¿Ha venido a buscar su historial?

– No, todavía no.

McCaleb le dio las gracias y salieron. La traducción de lo que Gladys le había dicho era que Fox estaba haciendo la ronda en la sexta planta de la torre norte: el hospital. Tomaron la pasarela del tercer piso hacia el norte y luego el ascensor a la sexta planta: cardiología y sala de trasplantes. McCaleb estaba cansándose de cargar con el pesado maletín.

McCaleb había estado en la sexta planta las suficientes veces como para no sentirse fuera de lugar. Graciela, aún con el uniforme puesto, llamaba todavía menos la atención. McCaleb la condujo por el pasillo situado a la izquierda de los ascensores hacia donde se hallaban las habitaciones de quienes esperaban trasplante o estaban en proceso de recuperación, así como la sala de enfermeras. Había muchas probabilidades de encontrarse con Fox por allí.

Mientras recorrían el pasillo, McCaleb miró a través de las puertas abiertas. No vio a Fox, pero sí las frágiles siluetas de pacientes en cama, la mayoría hombres de edad avanzada. Eran las habitaciones de quienes esperaban conectados a máquinas, su hora se acercaba y sus oportunidades disminuían a medida que los latidos de sus corazones perdían fuerza. Al pasar por delante de una habitación, McCaleb vio al joven al que ya había visto antes. Estaba sentado en la cama mirando la tele. Las vías y tubos serpenteaban bajo la bata de hospital hasta las máquinas y los monitores. Después de comprobar que Fox no estaba en la habitación, McCaleb apartó rápidamente la mirada. Con los más jóvenes era más difícil de entender, más difícil de aceptar. Sus órganos, tan jóvenes, sin embargo les habían fallado: una lección de la vida terrible y fatal que tenían que aprender sin haber hecho nada malo. Por un momento, en la mente de McCaleb se proyectó una imagen de los Everglades, la reunión de investigadores en aerodeslizadores en la Poza del Diablo, el agujero negro que se había tragado su fe en la existencia de una razón buena y válida para todo.

Tuvieron suerte. Al doblar hacia la sala de enfermeras, McCaleb vio a Bonnie Fox inclinándose sobre el mostrador y sacando el historial de un paciente de una estantería. Al incorporarse, se volvió y los vio.

– ¿Terry?

– Hola, doctora.

– ¿Qué pasa? ¿Estás…?

– No, no, estoy bien. -Levantó las manos para pedir calma.

– Entonces ¿qué haces aquí? Tu historial está en mi consulta.

En ese momento pareció reparar en Graciela y claramente no la reconoció, lo cual se sumó a la confusión que ya se reflejaba en su rostro.

– No estoy aquí por el historial -dijo McCaleb-. ¿Hay una habitación vacía que podamos utilizar durante unos minutos? Tenemos que hablar contigo.

– Terry, estoy visitando a mis pacientes. No está bien que vengas aquí y esperes que yo…

– Es importante, doctora. Muy importante. Dame cinco minutos y estoy seguro de que estarás de acuerdo. Si no, iré a recoger mi historial y saldremos de aquí.

Fox sacudió la cabeza, molesta, y se volvió a mirar a una de las enfermeras.

– Anne, ¿qué tenemos libre?

Una de las enfermeras se inclinó hacia la izquierda y pasó el dedo por una tablilla con sujetapapeles.

– Diez, dieciocho, treinta y seis, elija.

– Usaré la dieciocho porque está cerca del señor Koslow. Si llama dile que estaré con él en cinco minutos. -Miró a McCaleb con severidad mientras pronunciaba las dos últimas palabras.

Caminando deprisa, siguieron a Fox hasta la habitación 618. McCaleb entró el último y cerró la puerta. Dejó el pesado maletín en el suelo. Fox se apoyó en la cama vacía, puso el historial a su lado y se cruzó de brazos. McCaleb sintió que la ira de ella crecía y que se dirigía contra él.

– Tienes cinco minutos. ¿No me vas a presentar?

– Es Graciela Rivers -dijo McCaleb-. Te he hablado de ella.

Fox contempló a Graciela con mirada implacable.

– Usted es la que lo metió en esto -dijo ella-. Sabe que a mí no me va a escuchar, pero es usted enfermera y debería saber lo que hace. Mírelo. Su color, las bolsas en los ojos. Hace una semana estaba bien. ¡Estaba perfectamente, maldita sea! Ya he sacado su historial de mi despacho, para que vea la confianza que tenía en él. Ahora… -Señaló a McCaleb para poner el aspecto de su paciente como prueba de lo que decía.

– Sólo hice lo que creía que tenía que hacer -dijo Graciela-. Tenía que pedirle…

– Fue decisión mía -la interrumpió McCaleb-. Todo ha sido decisión mía.

Fox desestimó las explicaciones con un enojado movimiento de cabeza. Se apartó de la cama y le pidió a McCaleb que se sentara.

– Quítate la camisa y siéntate. Empieza a hablar. Sólo te quedan cuatro minutos.

– No voy a quitarme la camisa, doctora. Quiero que escuches lo que tengo que decirte, no cuántas veces late mi corazón.

– Muy bien. Habla. Quieres apartarme de los pacientes a los que necesito ver, pues muy bien. Habla. -Golpeó con los nudillos la carpeta que había sobre la cama-. El señor Koslow, está en el mismo barco en el que tú estabas hace dos meses. Trato de mantenerlo con vida mientras esperamos un corazón que quizá llegue. Luego tengo un chico de trece años que…

– ¿Vas a dejarme que te explique por qué estamos aquí o no?

– No puedo evitarlo. Estoy tan furiosa contigo…

– Bueno, escúchame y quizá te sentirás de otra manera.

– Creo que es imposible.

– ¿Puedo hablar o no?

Fox levantó las manos en señal de rendición, frunció los labios y le hizo un gesto con la cabeza. Finalmente, McCaleb empezó su relato. Se tomó diez minutos para resumir la investigación, pero daba igual. A los cinco minutos, Fox estaba tan petrificada que no percibía el paso del tiempo. Le dejó concluir su relato sin interrumpirle ni una sola vez.