– Sí.
La nota de esperanza contenida en esa única palabra le llegó al corazón.
– Bueno, esto es lo que pienso. Mis, eh, mis habilidades, como creo que las llamó, no son las más adecuadas para esta clase de crimen. Por lo que me contó de su hermana, estamos hablando de una coincidencia con un móvil económico. Un atraco. Así que es distinto de, sabe, de la clase de casos en los que trabajé en el FBI, los asesinatos en serie.
– Entiendo. -La esperanza se desvanecía.
– No, no estoy diciéndole que no voy a, ya sabe, que no estoy interesado. Le llamo porque voy a ir a ver a la policía mañana y preguntar acerca de esto. Pero…
– Gracias.
– … no sé cuánto éxito voy a tener. Eso es lo que intento decirle. No quiero que se haga muchas ilusiones. Estas cosas… No sé.
– Comprendo. Gracias por estar dispuesto a hacerlo. Nadie…
– Bueno, haré lo que pueda -dijo, cortándola. No quería que le agradeciera demasiado-. No sé qué clase de ayuda o cooperación obtendré de la policía de Los Ángeles, pero haré lo que esté en mi mano. Al menos le debo eso a su hermana. Intentarlo.
Graciela Rivers se mantuvo en silencio y él le dijo que precisaba información adicional acerca de su hermana, así como los nombres de los detectives del Departamento de Policía de Los Ángeles a cargo del caso. Hablaron durante diez minutos y cuando escribió todos los datos que requería en una libreta, un silencio incómodo se instaló en la línea telefónica.
– Bueno -dijo él por fin-, creo que esto es todo. La llamaré si tengo otras preguntas o si surge algo más.
– Gracias otra vez.
– Algo me dice que soy yo quien debería darle las gracias. Me alegro de poder ayudarla. Sólo espero que sirva.
– Seguro. Usted lleva su corazón. Ella le guiará.
– Sí -respondió McCaleb vacilante, sin acabar de entender qué quería decir ni por qué él se mostraba de acuerdo-. La llamaré cuando pueda.
Colgó y se quedó mirando el teléfono durante unos instantes, pensando en la última frase que había pronunciado Graciela Rivers. Luego desdobló una vez más el recorte del Times con su foto y examinó sus ojos durante un buen rato.
Por fin, dobló el artículo y lo escondió bajó unos papeles del escritorio. Levantó la mirada hacia la niña de los aparatos y al cabo de unos segundos hizo un gesto de asentimiento. Apagó la luz.
4
En su época en el FBI, sus compañeros llamaban el «tango» a la parte del trabajo que implicaba actuar con diplomacia con la policía local. Se trataba de una cuestión de ego y de territorialidad. Un perro no se mea en el patio de otro perro. No sin permiso.
No había ni un solo detective de homicidios en activo que anduviese escaso de ego. Constituía un requisito laboral. Para cumplir con el trabajo era preciso estar convencido de que se estaba preparado y de que uno era mejor, más listo, más fuerte, más genial y más capacitado que el adversario. Uno debía estar seguro de que iba a ganar. Y si tenía alguna duda al respecto, más le valía dar marcha atrás y trabajar en robos o ir a patrullar o dedicarse a cualquier otra cosa.
El problema residía en que el amor propio de los detectives de homicidios no conocía limites, hasta el extremo de que extendían la opinión que les merecían sus adversarios a aquellos que querían ayudarles, en especial a los agentes del FBI. Ningún policía de homicidios en un caso estancado deseaba que le dijeran que quizás otra persona -en particular un federal de Quantico- podría ayudarle o hacerlo mejor. McCaleb sabía por experiencia que cuando un policía finalmente se rendía y ponía el caso en la nevera, en su fuero interno no quería que nadie lo retomara y probara su error resolviéndolo. Como agente del FBI, a McCaleb casi nunca le había pedido consejo el detective al frente de una investigación. Siempre era idea de sus superiores, que no se preocupaban por el amor propio ni por los sentimientos heridos, sino por resolver casos y mejorar las estadísticas. Por eso llamaban al FBI, y McCaleb venía y tenía que bailar con el detective asignado al caso. Algunas veces se trataba de una suave danza de compañeros bien coordinados, pero por lo general era un tango portuario entre hombres. Había pisotones y los egos salían magullados. McCaleb había sospechado en más de una ocasión que el detective con el que estaba trabajando se guardaba información o se regocijaba secretamente de que él no consiguiera identificar a un sospechoso o cerrar un caso. Formaba parte de la mezquina lucha por la territorialidad del mundo de las fuerzas del orden. A menudo la víctima o la familia de la víctima no eran tomados en consideración, no formaban parte del plato. Eran el postre. Y a veces no había postre.
McCaleb estaba casi seguro de que le iba a tocar bailar un tango en el Departamento de Policía de Los Ángeles. No importaba que aparentemente hubieran llegado a un callejón sin salida en la investigación de Gloria Torres y que él pudiera ayudarles. Se trataba de una cuestión de territorialidad y, para empeorar la situación, él ya no formaba parte del FBI. Iba desnudo, sin ninguna placa. Todo lo que llevaba consigo cuando se presentó en la División de West Valley a las siete y media de la mañana del martes era un maletín de piel y una caja de dónuts. Iba a tener que bailar el tango sin música.
McCaleb había elegido la hora de llegada teniendo en cuenta que la mayoría de los detectives empezaban temprano para acabar antes su jornada. Era el momento en que contaba con más posibilidades de encontrar en su oficina a los dos detectives asignados al caso de Gloria Torres. Graciela le había facilitado los nombres: Arrango y Walters. McCaleb no los conocía, pero sí a su superior, el teniente Dan Buskirk, con quien había trabajado unos años antes en el caso del Asesino del Código. No obstante, su relación era superficial y McCaleb desconocía la opinión que Buskirk tenía de él. Aun así decidió que sería mejor seguir el protocolo y empezar con Buskirk para luego, con un poco de suerte, llegar a Arrango y Walters.
La División de West Valley se hallaba en Owensmouth Street, en Reseda. Un lugar extraño para una comisaría. La mayoría de las comisarías del Departamento de Policía de Los Ángeles se situaban en las áreas más conflictivas, donde la actuación policial era más necesaria. Todas tenían muros de hormigón a la entrada para protegerse de posibles disparos efectuados desde un vehículo. Sin embargo, la de West Valley era diferente. No había barreras. La comisaría se hallaba en una bucólica zona residencial de clase media, entre una biblioteca y un parque público, y con mucho sitio para aparcar en la acera de enfrente. Al otro lado de la calle había una fila de casas de una sola planta, características del valle de San Fernando.
Después de que el taxi lo dejara en la puerta, McCaleb entró en el vestíbulo principal, saludó a uno de los oficiales uniformados de detrás del mostrador y se dirigió al pasillo que conducía hacia la izquierda, sin titubear. Sabía que llevaba a la oficina de los detectives, porque la mayoría de las comisarías de la ciudad estaban distribuidas de la misma manera.
McCaleb se sintió animado al ver que el agente uniformado no lo detenía. Quizá fue por los dónuts, pero lo tomó como una prueba de que aún conservaba el porte: el confiado caminar de un hombre con placa y pistola. El no llevaba ni una cosa ni la otra.
Al entrar en la sala de la brigada de detectives se encontró con otro mostrador. Se apoyó en él y se inclinó para mirar a la izquierda por la ventana de cristal del pequeño despacho que sabía pertenecía al teniente. Estaba vacío.
– ¿Puedo ayudarle?
Se enderezó y miró al joven detective que se había acercado al mostrador desde una mesa próxima. Probablemente era un novato al que le habían asignado atender el mostrador. Por lo general esa tarea se encomendaba a voluntarios de edad avanzada del vecindario o a policías incapacitados por una herida o una medida disciplinaria.