Al salir, McCaleb señaló a Graciela la dirección de las puertas que conducían al aparcamiento.
– Tú, ve por ahí.
– ¿Por qué? ¿Adónde vas?
– Voy a tomar un taxi de vuelta al barco.
– Bueno, ¿qué vas a hacer? Quiero ir contigo.
La separó a un lado de la ajetreada área de espera del ascensor.
– Tienes que volver a casa con Raymond y a tu trabajo. De hecho, Raymond es tu trabajo. Este es mi trabajo. Esto es lo que me pediste que hiciera.
– Ya lo sé, pero quiero ayudar.
– Estás ayudando, pero has de volver con Raymond. Voy a salir por urgencias. Allí siempre hay taxis.
Ella frunció el ceño. La expresión de Graciela le decía a McCaleb que ella sabía que tenía razón, pero no le sentaba bien. McCaleb sacó del bolsillo de la chaqueta la fotocopia de las listas que había hecho en el consultorio de Fox.
– Toma esto. Si me ocurre algo, dale esta copia a Jaye Winston, de la oficina del sheriff.
– ¿Qué quieres decir con que si te ocurre algo?
Su voz sonó alarmada y McCaleb lamentó inmediatamente haber elegido esas palabras. La llevó a un pequeño hueco donde había teléfonos de pago. Nadie estaba usando los teléfonos y eso les proporcionaba cierta intimidad. Puso el maletín en el suelo entre sus pies y se inclinó hacia delante para que sus ojos estuvieran cerca de los de ella.
– No te preocupes, no va a pasar nada -dijo-. Es sólo que todo el trabajo que he hecho desde el día que viniste al barco nos ha conducido hasta aquí. A los nombres que hay en ese papel. Sólo digo que es mejor que los dos tengamos una copia, eso es todo.
– ¿Crees de verdad que el nombre del asesino está aquí?
– No lo sé, eso es lo que necesito pensar y en lo que tengo que trabajar cuando llegue al barco.
– Yo puedo ayudarte.
– Sé que puedes, Graciela. Ya lo has hecho. Pero ahora tienes que apartarte un poco y estar con Raymond. No te preocupes. Te mantendré al tanto de todo por teléfono. Recuerda que trabajo para ti.
Ella trató de sonreír.
– No. Lo único que tuve que hacer fue hablarte de Glory y después tu corazón te ha dicho lo que tienes que hacer.
– Puede ser.
– ¿Qué te parece si te llevo hasta el barco?
– Ni hablar. Pillarías el tráfico de la hora punta y te pasarías dos horas conduciendo. Ve ahora que puedes. Ve con Raymond.
Ella asintió por fin. Todavía inclinado sobre el rostro de ella, McCaleb la agarró por los hombros y suavemente la atrajo hacia sí y la besó.
– ¿Graciela?
– ¿Qué?
– Hay algo más.
– ¿Qué?
– Quiero que pienses en esto, que pienses en si tengo razón. Yo también necesito pensarlo.
– ¿A qué te refieres?
– Si tengo razón, si alguien mató a Glory por algo que llevaba en su interior, entonces de algún modo también la mataron por mí. Yo también llevo una parte de ella. Si eso es cierto, entonces nosotros…
No terminó la frase y ella no dijo nada durante un rato. Sus ojos estaban fijos en el pecho de McCaleb.
– Ya lo sé -dijo por fin-, pero tú no hiciste nada. Tú no eres la causa de esto.
– Bueno, quiero que lo pienses y que estés segura.
Ella asintió.
– Es la manera que tiene Dios de hacer algo bueno a partir de algo malo.
McCaleb apoyó su frente en la de ella y no dijo nada.
– Sé lo que me contaste y conozco esa historia acerca de Aubrey-Lynn. Razón de más para creer. Me gustaría que lo intentaras.
Él la abrazó.
– Lo intentaré -le susurró al oído.
Un hombre con una gruesa maleta entró en el hueco y se acercó a uno de los teléfonos. Los miró y reaccionó al fijarse en el uniforme de Graciela. Obviamente pensaba que era una enfermera del Cedars envuelta en algún tipo de conducta poco profesional. A McCaleb le estropeó el momento. Deshizo el abrazo y miró a Graciela a la cara.
– Ten cuidado y saluda a Raymond de mi parte. Dile que quiero volver a ir a pescar.
Ella sonrió y asintió.
– Tú también ten cuidado. Y llámame.
– Lo haré.
Ella se inclinó y le dio un beso rápido, luego salió en dirección al garaje. McCaleb miró al hombre del teléfono y se alejó en dirección contraria.
33
No había taxis esperando en la puerta de la sala de urgencias. McCaleb decidió cambiar de plan. No había comido nada desde el desayuno y empezaba a sentirse debilitado por el hambre. Notaba el dolor pulsante de una leve migraña en la base del cráneo y sabía que si no cargaba gasolina el dolor no tardaría en extenderse por toda la cabeza. Decidió llamar a Buddy Lockridge para que pasase a buscarlo y luego cruzar la calle y comerse un sándwich de pavo y ensalada de repollo, zanahoria y cebolla en el Jerry’s Famous Deli mientras esperaba. Cuanto más pensaba en los sándwiches que preparaban allí más hambre le entraba. Cuando llegase Buddy podían ir a Video GraFX Consultants, en Hollywood y recoger la cinta y la copia impresa que Tony Banks había obtenido.
Retrocedió hasta los teléfonos de la sala de urgencias. Había una joven en uno de los aparatos, hablándole de alguien a quien aparentemente estaban tratando en urgencias. McCaleb se fijó en que tenía un aro en una ventanilla de la nariz y otro en el labio inferior, ambos conectados con una cadena de imperdibles.
– No me conoce a mí, ni conoce a Danny -gemía-. Está totalmente fuera de sí y van a llamar a la pasma.
Distraído momentáneamente por los imperdibles y por qué sucedería si la mujer bostezaba, McCaleb estiró el cable de su auricular y trató de aislarse de ella. Estaba a punto de renunciar a Lockridge después de seis timbrazos -en un barco como el Double-Down había que esperar más de cuatro tonos- cuando Buddy contestó.
– Hola, Buddy, ¿listo para trabajar?
– ¿Terry?
Antes de que McCaleb pudiera responder, la voz de Lockridge se redujo a un susurro.
– Tío, ¿dónde estás?
– En el Cedars, necesito que pases a buscarme. ¿Qué ocurre?
– Bueno, iré a buscarte, pero no creo que quieras volver aquí.
– Escúchame, Buddy. Ahórrate las adivinanzas y di me exactamente qué está ocurriendo.
– No estoy seguro, tío, pero tu barco está lleno de gente.
– ¿Qué gente?
– Bueno, están los dos de traje que estuvieron ayer aquí.
Nevins y Uhlig.
– ¿Están dentro del barco?
– Sí, dentro. También han quitado el plástico de tu Cherokee y tienen una grúa allí. Me parece que se lo van a llevar. He ido a ver qué pasaba y casi me tiran al suelo. Me han enseñado las placas y una orden de registro y me han dicho que me perdiera. No han estado nada amables. Están registrando el barco.
– ¡Mierda!
El exabrupto de McCaleb atrajo la atención de la mujer llorosa. Le dio la espalda.
– Buddy, ¿dónde estás, arriba o abajo?
– Abajo.
– ¿Ves mi barco ahora mismo?
– Claro. Estoy mirando por la ventana de la cocina.
– ¿Cuánta gente ves?
– Bueno, hay algunos dentro. Pero en total creo que hay cuatro o cinco. Y un par más en el Cherokee.
– ¿Hay una mujer?
– Sí.
McCaleb describió a Jaye Winston lo mejor que pudo y Lockridge confirmó que en el barco había una mujer que coincidía con la descripción.
– Ahora está en el salón. Cuando la he mirado antes parecía estar observando.
McCaleb asintió. En su mente bullían distintas posibilidades acerca de lo que estaba ocurriendo. Lo mirara como lo mirase todo cuadraba del mismo modo. El hecho de que Nevins y Uhlig supieran que tenía documentos del FBI no habría generado semejante operativo: una orden de registro y un equipo completo. Sólo cabía otra posibilidad. Se había convertido en un sospechoso oficial. Asumiendo esto, pensó en cómo Nevins y Uhlig conducirían un registro en busca de pruebas.