Выбрать главу

– Ya veremos. ¿Quién te paró? ¿Los dos federales?

– No otros dos tipos, eran policías, no federales. Al menos eso me dijeron, pero no me dijeron cómo se llamaban.

– Uno era grandote, latino, con un palillo en la boca.

– Premio. Es él.

Arrango. McCaleb sintió una pequeña satisfacción al meterle un gol al capullo pomposo.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Buddy.

McCaleb había pensado en ello mientras esperaban. Y sabía que tenía que ponerse a trabajar con la lista de receptores de trasplantes. Tenía que ponerse enseguida. Pero antes quería asegurarse de que lo tenía todo en orden. Con el tiempo había llegado a considerar las investigaciones como algo similar a las escaleras extensibles de los bomberos. Cuanto más se extendía más se tambaleaba en su extremo. No se podía descuidar la base, el inicio de la investigación. Cada detalle perdido que pudiera ser concretado debía colocarse en su sitio exacto. Y por eso pensaba que tenía que completar el cronograma. Tenía que contestar a las preguntas que él mismo había planteado antes de seguir subiendo peldaños. Su filosofía y también su instinto le empujaban a hacerlo: una corazonada le decía que entre las contradicciones encontraría la verdad.

– A Hollywood -le dijo a Lockridge.

– ¿A ese sitio de los vídeos?

– Eso es. Primero vamos a Hollywood y luego al valle de San Fernando.

Lockridge continuó unas cuantas manzanas hacia Melrose Boulevard antes de doblar al este en dirección a Hollywood.

– Muy bien, te escucho -dijo McCaleb-. ¿De qué estabas hablando al teléfono, cuando me decías que no iban a encontrar lo que buscaban?

– Mira en el cesto de la ropa, tío.

– ¿Por qué?

– Echa un vistazo.

Lockridge miró a McCaleb y le hizo un ademán en dirección al asiento trasero. McCaleb se quitó el cinturón de seguridad y se volvió hacia atrás. Al hacerlo se fijó en los coches que le seguían. Había mucho tráfico, pero ningún vehículo que despertara sospechas.

Bajó la vista hacia el cesto. Estaba lleno de ropa interior y calcetines. Una buena idea de Buddy. Eso hacía menos probable que Nevins o cualquier otro mirase en el cesto cuando lo parasen.

– Esto está limpio, ¿no?

– Claro. Está debajo de todo.

McCaleb se arrodilló sobre el asiento y se inclinó. Vació las prendas sucias y oyó el sonido sordo de algo más pesado que la ropa al golpear el asiento. Apartó un par de calzoncillos y vio una bolsa de plástico con cierre hermético que contenía una pistola.

En silencio, McCaleb volvió a sentarse con la bolsa que contenía la pistola en la mano. Alisó el plástico que se había puesto amarillento por dentro a causa del aceite del arma, de este modo pudo verla mejor. Sintió que una gota de sudor se formaba en su espalda. En la bolsa había una HK P7 y no necesitaba ningún informe balístico para saber que se trataba de la HK P7 con la que habían matado a Kenyon, luego a Cordell y luego a Torres y Kang. Se dobló para mirar más de cerca y vio que el número de serie había sido borrado con ácido. Sería imposible determinar la procedencia de la pistola.

Un temblor se apoderó de las manos de McCaleb mientras sostenía el arma de los crímenes. Su cuerpo se desplomó contra la puerta y sus sentimientos saltaron de la angustia de saber la historia del objeto que en ese momento sostenía a la desesperación de pensar en el aprieto en el que se hallaba. Alguien había tendido una trampa a McCaleb y con toda seguridad no habría podido salir de ella si Buddy Lockridge no hubiese encontrado la pistola cuando se sumergió en las oscuras aguas bajo el Following Sea.

– Jesús -susurró McCaleb.

– Impresionante, ¿no?

– ¿Dónde estaba exactamente?

– En una bolsa de inmersión que colgaba dos metros por debajo de la popa. Estaba atada en una de las anillas. Sabiendo que estaba ahí, se podía subir con un arpón. Pero había que saber que estaba ahí. De lo contrario no la habrías visto desde arriba.

– ¿La gente que estaba haciendo el registro se ha sumergido hoy?

– Sí, un buzo. Se sumergió, pero para entonces yo ya había comprobado la zona como tú me pediste. Le gané de mano.

McCaleb asintió y puso la pistola en el suelo entre sus pies. Mirando hacia abajo, plegó los brazos en torno al pecho como para protegerse del frío. Le había ido de un pelo. Y pese a que estaba sentado junto al hombre que por el momento le había salvado, le invadió una sobrecogedora sensación de aislamiento. Se sentía completamente solo. Y percibió la parpadeante llegada de algo de lo que hasta entonces sólo había leído: el síndrome de huye o lucha. Notaba una urgencia casi violenta de olvidarse de todo y correr. Simplemente cortar la cuerda y salir corriendo lo más lejos posible de todo aquello.

– Estoy en un buen lío, Buddy -dijo.

– Lo suponía -contestó su chófer.

34

McCaleb ya se había serenado y había tomado una determinación cuando llegaron a Video GraFX Consultants. Por el camino había examinado la posibilidad de huir y la había descartado rápidamente. Luchar era su única opción. Sabía que estaba encadenado por su corazón: huir era morir, porque necesitaba la cuidadosamente dispuesta terapia farmacológica para prevenir el rechazo del nuevo órgano. Huir también suponía abandonar a Graciela y a Raymond. Y sentía que hacerlo marchitaría su corazón a la misma velocidad.

Lockridge lo dejó en la puerta y esperó en la zona roja. La puerta estaba cerrada, pero Tony Banks le había dicho que tocase el timbre si llegaba después de la hora del cierre. McCaleb pulsó el timbre dos veces antes de que Banks abriera la puerta. Llevaba un sobre en la mano y se lo tendió a McCaleb.

– ¿Está todo?

– La cinta y las copias. Todo está bastante claro.

McCaleb cogió el paquete.

– ¿Qué le debo, Tony?

– Nada. Es un placer ayudarle.

McCaleb asintió y estaba a punto de regresar al coche, pero se detuvo y miró a Banks.

– Tengo que decirle algo. Ya no trabajo para el FBI, Tony. Le pido disculpas si le he inducido a error, pero…

– Ya sé que no trabaja más para el FBI.

– ¿Sí?

– Cuando el sábado no contestó mi mensaje lo llamé a su antigua oficina. El número estaba en la carta que me envió, la que está en la pared. Llamé y me dijeron que no trabajaba allí desde hacía unos dos años.

McCaleb estudió a Banks, valorando al joven en su justa medida por primera vez, y entonces sostuvo el paquete en alto.

– ¿Entonces por qué me da esto?

– Porque va tras el hombre de la cinta.

McCaleb asintió.

– Buena suerte. Espero que lo encuentre.

Banks cerró la puerta con llave. McCaleb le dio las gracias, pero la puerta ya estaba cerrada.

El Sherman Market estaba vacío salvo por un par de niñas que no terminaban de decidir qué caramelo les apetecía más y un hombre joven tras el mostrador. McCaleb había albergado la esperanza de ver a la misma anciana de su primera visita, la viuda de Chan Ho Kang. Hablaba despacio y con claridad al joven, con la esperanza de que entendiese el inglés mejor que la mujer.

– Estoy buscando a la mujer que trabaja aquí durante el día.

El hombre -en realidad un adolescente- miró a McCaleb con resentimiento.

– No tiene que hablarme como si fuera algún tipo de retrasado mental -dijo-. Hablo inglés. Nací aquí.

– Oh -dijo McCaleb desconcertado por su propia torpeza-. Lo siento. Es que a la mujer que estaba aquí antes le costaba entenderme.

– Es mi madre. Vivió los treinta primeros años de su vida en Corea, hablando en coreano. Inténtelo alguna vez. ¿Por qué no se va a Corea y trata de hacerse entender dentro de veinte años?

– Mira, lo siento.

McCaleb levantó las manos con las palmas abiertas. La cosa no iba bien, así que volvió a intentarlo.

– ¿Eres el hijo de Chan Ho Kang?

El chico asintió.

– ¿Quién es usted?

– Mi nombre es Terry McCaleb. Siento la pérdida de su padre.

– ¿Qué quiere?

– Estoy trabajando para la familia de la mujer que fue asesinada aquí.

– ¿Qué clase de trabajo?

– Estoy tratando de encontrar al asesino.

– Mi madre no sabe nada, déjela en paz. Ya ha pasado bastante.

– En realidad, lo único que quiero es ver su reloj. Cuando estuve aquí el otro día me di cuenta de que llevaba el reloj que tenía tu padre esa noche.

El joven miró a McCaleb sin comprender, luego apartó la mirada y se fijó en las niñas que estaban ante los caramelos.

– Vamos, niñas, que es para hoy.

McCaleb miró a las niñas. No parecían contentas de que les apremiasen en una decisión tan importante.

– ¿Qué ocurre con el reloj?

McCaleb volvió a mirar al joven.

– Bueno, es un poco complicado. Hay cosas que no cuadran en los informes de la policía. Trato de entender por qué. Y para hacerlo necesito conocer la hora exacta en que el asesino entró aquí.

El chico señaló la cámara de vídeo situada en lo alto de la pared que había tras el mostrador.

– La policía me dio una copia de la cinta. En la cinta se ve el reloj de tu padre. He mejorado la imagen. Si tu madre no ha vuelto a poner en hora el reloj desde… que empezó a llevarlo, entonces hay una forma de obtener la hora que necesito.

– No le hace falta el reloj. La hora está en la cinta. Me acaba de decir que tiene la cinta.

– La policía dice que la hora del vídeo está mal. Eso es lo que trato de averiguar. ¿Llamarás a tu madre por mí?

En ese momento las niñas se acercaron al mostrador. El joven no contestó a McCaleb mientras tomaba el dinero y les daba el cambio en silencio. Las vio salir antes de mirar de nuevo a McCaleb.

– No le entiendo. Lo que me dice no tiene ningún sentido para mí.

McCaleb suspiró.

– Estoy tratando de ayudarte. ¿Quieres que detengamos al hombre que asesinó a tu padre?

– Por supuesto, pero… ¿qué tiene que ver toda esta historia del reloj?

– Puedo explicártelo todo si tienes media hora, pero…

– No tengo que ir a ninguna parte.

McCaleb lo miró un momento y se convenció de que la única forma de conseguir algo era explicarle todo. Le dijo que esperase un momento mientras iba a buscar la foto.