– Quería ver al teniente Buskirk, ¿está?
– Está en una reunión en la oficina del valle. ¿Puedo ayudarle en algo?
Eso significaba que Buskirk se hallaba en Van Nuys, en la oficina de mando del valle de San Fernando. El plan de McCaleb de empezar por él se fue a pique. Podía esperarle o irse y volver más tarde. Pero ¿ir adónde? ¿A la biblioteca? Ni siquiera había una cafetería cerca. Decidió jugar sus cartas con Arrango y Walters. No quería detenerse.
– ¿Y Arrango y Walters de homicidios?
El detective miró una pizarra de plástico montada en la pared con los nombres en la parte izquierda y filas de casillas para marcar en las que ponía presente, ausente, así como libre o juzgados. No había señal alguna en las líneas correspondientes a Arrango y Walters.
– Déjeme ver -dijo el agente-. ¿Cuál es su nombre?
– Me llamo McCaleb, pero no me conocen. Dígales que es sobre el caso de Gloria Torres.
El agente volvió a su mesa y marcó un número de tres dígitos en el teléfono. Habló en un susurro. McCaleb comprendió que, por lo que a aquel policía concernía, él no tenía el porte. Medio minuto después el agente colgó y no se molestó en levantarse de nuevo.
– De la vuelta, y al final del pasillo es la primera puerta a la derecha.
McCaleb asintió, recogió la caja de dónuts del mostrador y siguió las instrucciones. Mientras se aproximaba, se puso el maletín de piel bajo el brazo para poder abrir, pero la puerta se abrió antes de que él llegara. Un hombre con camisa blanca y corbata lo esperaba de pie, con la pistola en una cartuchera que le colgaba del hombro derecho. Una mala señal, sin duda. Los detectives casi nunca utilizan sus armas, y los de homicidios menos todavía. Cuando McCaleb veía un detective de homicidios con una cartuchera de hombro en lugar de la más cómoda al cinto, sabía que iba a tocarle lidiar con un ego desmesurado. Casi suspiró de manera audible.
– ¿Señor McCaleb?
– El mismo.
– Soy Eddie Arrango, ¿en qué puedo ayudarle? Me han dicho que viene por el caso de Glory Torres.
Se estrecharon las manos después de que McCaleb torpemente se pasara los dónuts a la izquierda.
– Eso es.
Arrango era un individuo grande, más en horizontal que en vertical. Latino, con la cabeza poblada de pelo negro salpicado de gris. Corpulento, de unos cuarenta y cinco años, sin tripa que sobresaliera del cinturón: una descripción que cuadraba con la cartuchera de hombro. Ocupaba toda la puerta y no hizo el menor movimiento para invitar a pasar a su visitante.
– ¿Hay algún sitio donde podamos hablar de esto?
– ¿Hablar de qué?
– Voy a investigar el asesinato. -«Fin de la diplomacia», pensó McCaleb.
– Joder, ya estamos -dijo Arrango.
Meneó la cabeza enfadado, miró hacia atrás y luego de nuevo a McCaleb.
– De acuerdo -dijo-, acabemos con esto. Tiene diez minutos antes de que lo eche de aquí.
Se volvió y McCaleb lo siguió hasta una habitación repleta de escritorios y detectives. Algunos levantaron la cabeza de su trabajo para ver a McCaleb, el intruso, pero la mayoría ni se inmutaron. Arrango chascó los dedos para llamar la atención de un detective que ocupaba una de las mesas situadas junto a la pared opuesta. Estaba hablando por teléfono, pero al alzar la mirada reparó en la señal de Arrango, asintió y levantó un dedo. Arrango condujo a McCaleb a una sala de interrogatorios con una mesita apoyada contra la pared y tres sillas. Era más pequeña que una celda. Cerró la puerta.
– Siéntese. Mi compañero vendrá enseguida.
McCaleb eligió la silla que quedaba frente a la pared, lo cual significaba que Arrango ocuparía la de la derecha de McCaleb, si no quería verse obligado a apretarse por detrás de él para sentarse a su izquierda. McCaleb lo quería a la derecha. Era un detalle, pero siempre había formado parte de su rutina como agente poner al sujeto con el que estaba hablando a la derecha. Eso supone que tiene que mirarte desde la izquierda y utiliza la parte del cerebro que es menos crítica y sentenciosa. Un psicólogo les había proporcionado este dato durante una clase de técnicas de interrogación e hipnosis en Quantico. McCaleb no estaba seguro de que funcionara, pero le gustaba aprovechar todas las ventajas a su disposición. Y sabía que necesitaría alguna con Arrango.
– ¿Quiere un dónut? -preguntó mientras Arrango elegía la silla de la derecha.
– No, no quiero ninguno de sus dónuts, lo único que quiero es que se vaya por donde ha venido y se aparte de mi camino. Es cosa de la hermana, ¿no? Trabaja para la maldita hermana. Déjeme ver su carnet. No puedo creer que esté gastando su dinero en…
– No tengo licencia, si es a eso a lo que se refiere.
Arrango tamborileó sobre la mellada mesa, mientras meditaba la cuestión.
– Dios, aquí falta el aire, no deberíamos tener esto tan cerrado.
Arrango era un mal actor. Recitó su frase como si acabara de leerla en una pizarra colgada en la pared. Se levantó, ajustó el termostato que había junto a la puerta y volvió a sentarse. McCaleb sabía que acababa de conectar una cinta y una cámara ocultas tras la rejilla del aire acondicionado, situada sobre la puerta.
– En primer lugar, dice que está llevando a cabo una investigación sobre el asesinato de Gloria Torres, ¿es así?
– Bueno, ni siquiera he comenzado. Pensaba hablar con ustedes para empezar.
– Pero ¿trabaja para la hermana de la víctima?
– Graciela Rivers me pidió que siguiera el caso, sí.
– Y usted carece de licencia para trabajar como investigador privado en el estado de California, ¿cierto?
– Cierto.
La puerta se abrió y el hombre al que Arrango había hecho una señal previamente entró en la sala. Sin volverse a mirar a su compañero, Arrango levantó una mano con los dedos abiertos para pedirle que no interrumpiera. El hombre -McCaleb asumió que era Walters- se cruzó de brazos y se acercó a la pared próxima a la puerta.
– ¿Sabe usted, señor, que es un delito en este estado trabajar como investigador privado sin licencia? Podría arrestarlo ahora mismo.
– Es ilegal, por no decir que es poco ético, aceptar dinero para conducir una investigación sin la adecuada licencia. Sí, soy consciente de ello.
– Espere. Me está diciendo que está trabajando en esto gratis.
– Exactamente. Soy un amigo de la familia.
McCaleb empezaba a cansarse de la pantomima y deseaba comenzar con lo que le había llevado hasta ahí.
– Mire, podemos saltarnos todo este número, apagar la cinta y la cámara y limitarnos a hablar durante unos minutos. Además, su compañero está apoyado contra el micrófono. No está grabando nada.
Walters se alejó de un salto del termostato, justo en el momento en que Arrango se volvía para comprobar que McCaleb tenía razón.
– ¿Por qué no me lo has dicho? -le dijo Walters a su compañero.
– ¡Cállate!
– Quieren un dónut, señores -dijo McCaleb-. Estoy aquí para ayudar.
Arrango, todavía un poco nervioso, se volvió hacia McCaleb.
– ¿Cómo coño sabe lo de la cinta?
– Porque tienen el mismo montaje en todas las oficinas de detectives de la ciudad. Y yo he estado en casi todas. Trabajaba para el Buró. Por eso lo sé.
– ¿El FBI? -preguntó Walters.
– Soy un agente retirado del FBI. Graciela Rivers es una conocida. Ella me preguntó si podía ayudarla en esto, y yo le dije que sí.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Walters.
Obviamente se desayunaba tarde de todo por culpa del teléfono. McCaleb se levantó y le tendió la mano; Walters se la estrechó mientras McCaleb se presentaba. Dennis Walters era más joven que Arrango. Piel pálida, complexión atlética. Vestía con ropa holgada y suelta, lo cual sugería que su armario no se había actualizado desde que experimentara una drástica pérdida de peso. No llevaba a la vista cartuchera alguna: probablemente guardaba la pistola en su maletín hasta que salía a la calle. Era un policía más al estilo de McCaleb. Walters sabía que no era la pistola lo que hacía al hombre; su compañero, no.