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– ¿Qué? Dime. Necesito algo ahora.

– Bueno, sólo estabas pensando en quién obtuvo los órganos que quedaron disponibles después de la muerte de Gloria Torres, ¿no?

– Sí. A Cordell y Kenyon no los cosecharon.

– Lo sé. No estoy hablando de eso. Pero siempre hay una lista de espera, ¿no?

– Sí, siempre. Yo esperé casi dos años por culpa de ese grupo sanguíneo.

– Bueno, quizás alguien sólo quería subir en la lista.

– ¿Subir?

– Ya sabes, estaban como tú, esperando, y sabían que la espera sería larga. Quizás una espera fatal. ¿No te dijeron a ti que con tu grupo sanguíneo no podía saberse cuándo podía haber un corazón disponible?

– Sí, me dijeron que no me hiciera muchas ilusiones.

– Bueno, entonces quizá nuestro hombre sigue esperando, pero al matar a Gloria Torres ha subido un peldaño en la lista. Ha aumentado sus oportunidades.

McCaleb consideró esta posibilidad, y de repente recordó que Bonnie Fox le había dicho que había otro paciente en el pabellón en la misma situación en la que había estado McCaleb. Se preguntó si se refería a exactamente la misma situación, esperando un corazón que fuera del tipo AB con CMV negativo. Recordó al chico que había visto en la cama de hospital. ¿Podría ser el paciente al que se refería Fox?

McCaleb pensó en lo que un padre sería capaz de hacer para salvar a su hijo. ¿Sería posible?

– Tiene sentido -dijo; una nueva descarga de adrenalina había puesto fin a la monotonía de su voz-. Lo que estás diciendo es que quizá hay alguien que sigue esperando.

– Eso es. Y voy a ir a la AOSSO con la orden para obtener todas las listas de espera y los registros de los donantes de sangre. Será interesante ver qué responden.

McCaleb asintió, pero su cabeza ya iba con ventaja.

– Espera un momento, espera un momento -dijo-. Es demasiado complicado.

– ¿El qué?

– Todo. Si alguien quería subir un peldaño en la lista por qué matar a los donantes. Por qué no matar directamente a la gente de la lista.

– Hubiera sido demasiado obvio. Si dos o tres personas de una lista que necesitan un trasplante de corazón o riñón son asesinadas, es probable que levantara sospechas en alguna parte. Pero matando a los donantes es más oscuro. Nadie lo advirtió hasta que llegaste tú.

– Supongo -dijo McCaleb, todavía no muy convencido-. Entonces, si tienes razón, eso podría significar que el asesino va a volver a actuar. Has de buscar en la lista de los donantes del grupo AB. Hay que avisarlos, protegerlos. -Esta posibilidad recuperó su entusiasmo. Lo sentía en sus venas.

– Lo sé -dijo Winston-. Cuando consiga la orden, tendré que decir a Nevins y Uhlig, a todos, lo que estoy haciendo. Por eso tienes que entregarte, Terry. Es la única manera. Tienes que venir con un abogado y exponer todo esto, has de correr ese riesgo. Nevins y Uhlig son gente lista. Verán dónde se han equivocado.

McCaleb no respondió. Entendía la lógica de lo que ella decía, pero dudaba en aceptar porque eso suponía poner su destino en manos ajenas. Prefería confiar en él.

– ¿Tienes un abogado, Terry?

– No, no tengo ningún abogado. ¿Para qué iba a querer un abogado? No he hecho nada malo.

Se arrepintió de lo que acababa de decir. Había oído a un sinfín de individuos culpables hacer esa misma afirmación antes. Y probablemente Winston también.

– Me refería a si conoces a algún abogado que pueda ayudarte -dijo ella-. Si no, yo puedo recomendarte algunos. Michael Haller Jr. sería una buena opción.

– Conozco abogados si llega el caso de que los necesite. Tengo que pensar en esto.

– Bueno, llámame. Puedo llevarte yo, asegurarme de que todo se maneja correctamente.

La mente de McCaleb vagó sin rumbo y se vio en el interior de una celda de la prisión del condado. Había estado encerrado en interrogatorios como agente del FBI. Sabía lo ruidosas y peligrosas que eran las prisiones. Sabía que, inocente o no, nunca se rendiría a eso.

– Terry, ¿estás ahí?

– Sí, perdón. Estaba pensando en algo. ¿Cómo puedo localizarte para arreglar esto?

– Te daré el número del busca y el de mi casa. Estaré aquí hasta eso de las seis, después me voy a casa. Llámame donde quieras y a la hora que quieras.

Ella le dio los números y McCaleb los anotó en su bloc. Luego apartó el bloc y sacudió la cabeza.

– No puedo creerlo. Estoy aquí sentado pensando en entregarme por algo que no he hecho.

– Ya lo sé. Pero la verdad es un arma poderosa. Se arreglará. Asegúrate de llamarme, Terry. Cuando te decidas.

– Te llamaré.

Colgó.

39

La recepcionista de Bonnie Fox, la de cara de pocos amigos, le dijo a McCaleb que la doctora estaba en cirugía de trasplantes toda la tarde y que probablemente no estaría localizable durante dos o tres horas más. McCaleb casi maldijo su suerte en voz alta, pero en lugar de hacerlo dejó el teléfono de Graciela y le pidió a la simpática que tomara nota: necesitaba que Fox lo llamase lo antes posible, no importaba la hora que fuera. Estaba a punto de colgar cuando pensó en algo.

– ¿Quién se queda el corazón?

– ¿Qué?

– Ha dicho que estaba en el quirófano. ¿Con qué paciente? ¿El chico?

– Lo siento, no estoy autorizada a hablar de otros pacientes con usted -dijo la simpática.

– Muy bien -dijo él-. No olvide decirle que me llame.

McCaleb pasó los siguientes quince minutos paseando entre la sala y la cocina, esperando de una manera poco realista que el teléfono sonara y oír la voz de Fox.

Al final se las compuso para arrinconar su ansiedad en un lado de su cerebro y empezó a pensar en los principales problemas que se le venían encima. McCaleb sabía que tenía que comenzar a tomar decisiones, la principal de las cuales era determinar si debía buscar un abogado. Sabía que Winston tenía razón; lo más inteligente era buscar protección legal. Pero McCaleb no se resignaba a llamar a Michael Haller Jr. o a cualquier otro, a renunciar a sus propias habilidades para confiarse en las de otro.

En la sala de estar, no había documentos sobre la mesita de café. A medida que iba pasando las páginas, las había ido devolviendo al maletín hasta que lo único que quedó en la mesita fue la pila de cintas de vídeo.

Desesperado por la necesidad de pensar en otra cosa, que no fuera en qué era exactamente lo que Fox le había dicho acerca del otro paciente, cogió la cinta de encima de la pila y se acercó al televisor. Puso la cinta de vídeo sin fijarse en cuál era. No importaba. Sólo quería pensar en otra cosa durante un rato.

Pero en cuanto se dejó caer de nuevo en el sofá se olvidó inmediatamente de la cinta que se estaba reproduciendo. Michael Haller Jr., pensó. Sí, sería un buen abogado. No tan bueno como su padre, el legendario Mickey Haller. Sin embargo, la leyenda había muerto hacía tiempo y Junior había tomado su lugar como uno de los más destacados y exitosos abogados defensores de Los Ángeles. Junior lo sacaría de ese atolladero, McCaleb lo sabía. Pero, por supuesto, eso sería después de que el bombardeo de los medios de comunicación destrozara su reputación, él perdiera sus ahorros y tuviera que vender el Following Sea. E incluso cuando todo concluyese y quedara libre, seguiría llevando consigo el estigma de la sospecha.

Para siempre.

McCaleb entrecerró los ojos y se preguntó qué era lo que mostraba la televisión. La cámara estaba centrada en las piernas y los pies de alguien subido a una mesa. Entonces reconoció sus botas y situó lo que estaba viendo: la sesión de hipnosis. La cámara estaba grabando cuando McCaleb se había subido a la mesa para retirar algunos fluorescentes. James Noone aparecía en pantalla y se estiraba para alcanzar uno de los tubos que él le tendía.