– El primer dedo tiene una pequeña cicatriz, aquí, en el nudillo. ¿Ve la decoloración?
McCaleb se acercó más a la imagen de la mano derecha del buen samaritano.
– Espere un segundo -dijo Banks. Abrió un cajón de la consola y sacó una lupa de fotógrafo, de las que se utilizan para examinar y ampliar negativos en una mesa de luz-. Pruebe con esto.
McCaleb puso la lupa sobre el nudillo en cuestión y miró a través de la lente. Distinguió un remolino de tejido cicatrizado en el nudillo. Aunque el conjunto de la imagen estaba distorsionado y borroso, identificó la cicatriz como casi en la forma de un signo de interrogación.
– Muy bien -dijo-. Veamos la otra.
Dio un paso hacia la izquierda y usó la lupa para localizar el mismo nudillo en la mano derecha de Noone. La posición y el ángulo de la mano eran distintos, pero la cicatriz estaba allí. McCaleb se mantuvo tranquilo y examinó la imagen hasta asegurarse. Entonces cerró los ojos un momento. Estaba claro: el hombre que aparecía en las dos pantallas era el mismo.
– ¿Está ahí? -preguntó Banks.
McCaleb le pasó la lupa.
– Está ahí. ¿Podría obtener copias impresas de las dos pantallas?
Banks estaba mirando la segunda pantalla.
– Aquí está, sí señor -dijo-. Y sí puedo imprimirlo. Déjeme que ponga las imágenes en un disco y las llevaré al laboratorio. Tardaré unos minutos.
– Gracias.
– Espero que le ayude.
– Mucho más de lo que cree.
– ¿Qué es lo que hace el tipo de todos modos? ¿Se disfraza de mexicano y hace buenas acciones?
– No exactamente. Algún día se lo explicaré todo.
Banks lo dejó estar y se puso a trabajar con la consola, transfiriendo las imágenes a un disco de ordenador. Retrocedió las cintas y copió también las imágenes de las cabezas.
– Vuelvo en unos minutos -dijo mientras se levantaba-. A no ser que se tenga que calentar la máquina.
– Oiga, ¿hay un teléfono por aquí que pueda usar mientras le espero?
– En el cajón de la izquierda. Pulse el nueve primero.
McCaleb llamó al número de la casa de Winston y se puso el contestador. Al oír su voz vaciló antes de dejar el mensaje, consciente de las consecuencias que podría tener para Winston que se probase alguna vez que había colaborado con el sospechoso de una investigación de asesinato. Una cinta con su voz podría hacerlo. Pero decidió que el descubrimiento que acababa de hacer en la última hora justificaba el riesgo. No quería llamar a Winston al busca, porque no quería esperar a que ella lo llamara. Tenía que moverse. Urdió un rápido plan y dejó un mensaje después de un bip.
– Jaye, soy yo. Te lo explicaré todo cuando nos veamos, pero confía en mí de momento. Sé quién es el asesino. Es Noone, Jaye, James Noone. Voy a su casa ahora, la dirección está en el expediente. Reúnete conmigo allí si puedes. Te lo entregaré a ti.
Colgó y llamó al busca. Entonces marcó el teléfono de la casa de ella y colgó. Con un poco de suerte, pensó, Winston pronto escucharía el mensaje y se dirigiría a la casa de Noone para ayudarle.
McCaleb se puso el maletín en el regazo y abrió la cremallera del bolsillo central. Las dos pistolas estaban allí, su propia Sig-Sauer P-228 y la HK P7 que James Noone había dejado bajo su barco. McCaleb sacó su propia arma. Comprobó el mecanismo y se embutió la pistola en la cintura del pantalón, en los riñones. Se cubrió con la chaqueta.
40
Cuando fue interrogado en la noche del asesinato de James Cordell, James Noone había proporcionado a los agentes una misma dirección para su domicilio y lugar de trabajo. Hasta que McCaleb llegó allí, la dirección en Atoll Avenue, en North Hollywood, era inclasificable como apartamento u oficina. Esa zona del valle de San Fernando era una mezcla de área residencial, comercial e incluso industrial.
McCaleb avanzó despacio hacia el norte por la 101, de nuevo hacia el paso de Cahuenga, y finalmente ganó algo de velocidad al tomar la 134 en dirección norte. Salió en Victory y condujo hacia el oeste hasta que encontró Atoll Avenue. El barrio era decididamente industrial. Olió una panificadora y pasó un patio vallado donde se apilaban losas de granito irregular que apuntaban hacia el cielo. Había almacenes sin nombres, un mayorista de productos químicos para piscinas y un centro de reciclaje de residuos industriales. Justo donde Atoll terminaba en un ramal de ferrocarril en el que las malas hierbas crecían entre los raíles, McCaleb apagó el motor del Taurus junto a un sendero de entrada bordeado a ambos lados por una larga fila de pequeños almacenes con una sola puerta de garaje. Cada unidad era un pequeño negocio distinto o un local de depósito. Algunos ostentaban el nombre de la empresa pintado sobre puertas correderas de aluminio, otros carecían de identificación, porque o bien estaban por alquilar o eran utilizados anónimamente para almacenaje. McCaleb detuvo el vehículo en frente de una puerta oxidada en la que constaba la dirección que James Noone había proporcionado a los agentes tres meses antes. No había más marcas en la puerta que la dirección. McCaleb apagó el motor y salió.
Era una noche negra, sin luna ni estrellas. La hilera de almacenes estaba a oscuras, salvo por un único foco a la entrada de la calle. McCaleb miró en torno a sí. Oyó el sonido lejano de la música (cantaba Jimi Hendrix: Let me stand next to your fire). Y seis almacenes calle abajo la puerta de uno de los garajes había sido bajada desigualmente hasta quedar atascada. El hueco, de casi un metro, ofrecía una vista del interior del almacén, como una sonrisa torcida, más negra que el cielo.
Examinó la unidad de Noone, agachándose para estudiar la línea en la que la puerta del garaje se juntaba con el pavimento de hormigón. No estaba seguro, pero le pareció que una luz tenue emanaba del almacén. Se acercó y logró abrir el candado que unía una argolla metálica fijada a la puerta con otra idéntica incrustada en el hormigón.
Se levantó y golpeó la puerta con la mano abierta. El sonido fue fuerte y oyó el eco que producía en el interior. Dio un paso atrás y miró otra vez en torno a sí. Salvo el sonido de la música, todo era silencio. El aire estaba en calma. El viento nocturno no se había abierto paso entre las filas de garajes.
McCaleb volvió al coche, lo puso en marcha y retrocedió hasta dejarlo en un ángulo en que las luces enfocaban, al menos parcialmente, el garaje de Noone. Apagó el motor, pero dejó los faros encendidos; salió y fue a la parte de atrás del coche. Después de abrir el maletero, vio el gato, que no había sido usado nunca. Sacó la manivela y se acercó a la puerta del garaje. Miró a ambos lados de la calle una vez más y entonces se agachó ante el candado.
Como agente del FBI, McCaleb nunca había participado en un allanamiento de morada ilegal. Sabía que éstos eran casi rutinarios, pero de algún modo se las había apañado para soslayar el dilema moral. En esta ocasión, mientras colocaba la barra de hierro en la argolla del candado no sentía dilema alguno. Ya no llevaba placa y, por encima de eso, se trataba de una cuestión personal. Noone era un asesino y, peor todavía, había tratado de colgarle el muerto a él. McCaleb no pensó dos veces en los derechos que protegían a Noone de un registro o incautación ilegal.
Agarrando la barra de hierro por el extremo para hacer palanca, poco a poco fue haciendo fuerza en el sentido de las agujas del reloj. El cierre resistía, pero la argolla de acero sujeta a la puerta, crujía bajo la presión y por fin los puntos de soldadura cedieron.
McCaleb se levantó, miró en torno a sí y escuchó. Nada. Sólo Hendrix en una versión del All along the watchtower de Bob Dylan. Volvió rápidamente al Taurus y dejó la palanca del gato junto a la rueda de recambio. Levantó de nuevo la esterilla del maletero y lo cerró.
Mientras rodeaba el coche, se puso en cuclillas junto a una de las ruedas delanteras y pasó dos dedos por la llanta, a fin de recoger una buena cantidad de polvo negro formado por las pastillas de fricción. Caminó hasta la puerta del garaje y, agachándose junto al cerrojo, esparció el carbón sobre los puntos de soldadura para que pareciese que la argolla se había desprendido de la puerta tiempo atrás y que los puntos habían quedado expuestos a los elementos. Entonces se limpió el resto del polvo de los dedos en uno de sus calcetines negros.