Cuando estuvo listo, agarró el tirador de la puerta con la mano derecha. La izquierda hurgó en su espalda bajo la chaqueta y volvió a aparecer empuñando su pistola, que sostenía a la altura de los hombros, apuntando al cielo. De un solo movimiento se levantó y alzó la puerta, utilizando el impulso para subirla hasta más arriba de su cabeza.
Su mirada examinó con rapidez los oscuros límites del garaje, con la pistola apuntando en la dirección que seguían sus ojos. Las luces del coche iluminaban aproximadamente un tercio de la estancia. Vio un catre sin hacer y una pila de cajas de cartón apoyadas contra la pared de la izquierda. A la derecha distinguió la silueta de un escritorio y un archivador. Había un ordenador en la mesa, con el monitor aparentemente encendido encarado hacia la pared de atrás y proyectando en ella un brillo violeta. McCaleb se fijó en un tubo de metro y medio en el techo. En la penumbra, sus ojos trazaron el conducto de aluminio que corría por el techo desde la caja y bajaba por la pared hasta un interruptor situado junto al catre. Caminó de lado y le dio al interruptor sin mirarlo.
Un fluorescente parpadeó una vez, zumbó y luego iluminó el garaje con luz severa. McCaleb vio que no había nadie en el local ni armarios que comprobar. El espacio de aproximadamente seis metros por cuatro estaba repleto de una mezcolanza de mobiliario de oficina, equipamiento y los elementos básicos de una casa: una cama, una cajonera, un calefactor eléctrico, un hornillo de dos fuegos y una media nevera. No había fregadero ni cuarto de baño.
McCaleb retrocedió hasta el coche y metió la mano por la ventanilla abierta para apagar los faros. Luego volvió a colocarse la pistola en el cinturón, esta vez delante para tener un acceso más fácil. Finalmente, entró en el garaje.
Si el aire estaba en calma en el exterior, en el interior parecía estancado. McCaleb rodeó despacio la mesa de acero y miró el ordenador. El monitor estaba encendido y el salvapantallas activado. Números de distintos tamaños y colores flotaban de forma aleatoria sobre un mar de color verde púrpura. McCaleb miró la pantalla unos instantes y sintió que algo se tensaba en su interior, casi un tirón muscular. En su cabeza apareció por un instante la imagen de una sola manzana roja que rebotaba en un suelo sucio de linóleo. Un temblor subía la escalera de su columna.
– ¡Mierda! -murmuró.
Apartó la mirada de la pantalla, al reparar en que también en la mesa había una colección de libros entre unos sujetalibros de latón. La mayoría eran libros de referencia sobre el acceso y el uso de Internet. Había dos volúmenes que contenían direcciones de Internet y dos biografías de piratas informáticos famosos. También había tres libros sobre la investigación de la escena del crimen, un manual de investigación de homicidios, un libro sobre la investigación del FBI de un asesino en serie conocido como el Poeta y, finalmente, dos libros sobre hipnosis, el último acerca de un individuo llamado Horace Gomble. McCaleb conocía a Gomble. Había sido objeto de más de una investigación de la unidad de crímenes en serie del FBI. Gomble era un hipnotista del mundo del espectáculo de Las Vegas que había utilizado sus habilidades, junto con algunas drogas, para abusar de niñas en las ferias de todo el estado de Florida. Por lo que McCaleb sabía, seguía en prisión.
McCaleb se sentó en la silla gastada que quedaba frente al ordenador. Utilizando un bolígrafo de su bolsillo, abrió el cajón central del escritorio. No había gran cosa, sólo unos cuantos bolígrafos y la caja de un CD-ROM. Con el bolígrafo le dio la vuelta y vio que el título era Brain Scan. Leyó el paquete: el cedé ofrecía una visita guiada al cerebro humano con gráficos detallados y análisis de sus funciones.
Cerró el cajón y usó de nuevo el bolígrafo para abrir uno de los dos cajones laterales. En el primero sólo había una caja de galletas sin abrir. Lo cerró. Debajo había un archivador con carpetas verdes colgadas de dos rieles, y en su interior varias subcarpetas. Doblándose para verlo mejor, McCaleb leyó el nombre de la etiqueta del primer archivo.
GLORIA TORRES
Dejó caer el bolígrafo al suelo y en ese mismo instante decidió no recogerlo: ya no le importaba dejar huellas. Sacó el archivo y lo abrió sobre el escritorio. Contenía fotos de Gloria Torres vestida de maneras distintas y a diferentes horas del día. Raymond aparecía con ella en dos de las fotos. En una estaba con Graciela.
Había registros de vigilancia en el archivo. Descripciones detalladas de los movimientos de Gloria día a día. Lo miró por encima y vio repetidas anotaciones de su parada nocturna en el Sherman Market en su camino del trabajo a casa.
Cerró el archivo, lo dejó en el escritorio y sacó el siguiente. Podría haber adivinado el nombre escrito en la etiqueta antes de leerlo:
JAMES CORDELL
No se molestó en abrirlo. Sabía que contendría fotos y notas de vigilancia iguales a las del primero. Se agachó y vio el siguiente archivo. Era lo esperado:
DONALD KENYON
Tampoco en esta ocasión sacó el fichero. Con el dedo fue doblando las etiquetas del resto de las carpetas para poder leerlas. Mientras lo hacía, el corazón le temblaba en el pecho, como si de algún modo se hubiera soltado. Conocía los nombres de las etiquetas. Todos y cada uno de los nombres.
– Eres tú -susurró.
En su mente vio que las manzanas caían al suelo y rodaban en todas direcciones.
Cerró de golpe el archivador y el sonoro bang hizo eco en el suelo de hormigón y las paredes de acero, sobresaltándole como un disparo. Miró hacia la oscura noche y la puerta abierta y escuchó. No oyó nada, ni siquiera la música. Sólo silencio.
Sus ojos se movieron hasta el monitor del ordenador y examinó los números que bailaban en la pantalla. Sabía que habían dejado el ordenador encendido por un motivo. No porque Noone fuera a volver; McCaleb sabía que ya se había marchado hacía tiempo. No, lo había dejado encendido para él. Lo había estado esperando. En ese momento comprendió que Noone había coreografiado cada movimiento.
McCaleb pulsó la barra espadadora y el salvapantallas cedió su lugar a un cuadro de diálogo que solicitaba una contraseña. McCaleb no lo dudó. Tenía la sensación de que era un piano y alguien estaba tocando las notas. Escribió los números en un orden que conocía de carrerilla.
903472568
Pulsó la tecla Retorno y el ordenador se puso en marcha. En unos instantes, la contraseña fue aceptada y la pantalla mostró el administrador de programas, una pantalla blanca con varios iconos esparcidos. McCaleb los estudió con rapidez. La mayoría eran accesos directos a juegos. También había iconos para acceder a America Online y Word para Windows. El último símbolo que miró era un pequeño archivador, el icono del administrador de archivos del ordenador. En el administrador de archivos la lista de los ficheros se hallaba en una columna, en el lado izquierdo de la pantalla. Al elegir uno de los directorios y hacer doble clic con el ratón aparecía a la derecha la lista de los archivos contenidos en él.
McCaleb fue examinando los nombres de los archivos. La mayoría eran archivos de software necesarios para el funcionamiento de programas como el juego Las Vegas Casino y otros. Pero, finalmente, llegó a una carpeta llamada código. Al abrir el directorio varios títulos de documentos aparecieron en la parte derecha de la pantalla. Los leyó con rapidez y se dio cuenta de que correspondían a los nombres de las etiquetas del archivador.