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McCaleb colgó. Supuso que había llamado para decir que estaba enferma. No podía culparla. No con las noticias que le había dado la noche anterior. Marcó el teléfono de su casa, pero al cabo de cinco timbrazos se puso el contestador. Después del bip, tartamudeó para dejar el mensaje.

– Eh, Graciela, soy yo, Terry, ¿estás ahí? -Esperó un momento y continuó-: Eh, yo sólo quería… Me dijeron que no estabas en el trabajo y, eh, yo quería saludarte y hay un par de preguntas que quería hacerte… cabos sueltos…, pero podría ayudarme a…, bueno, me tengo que ir y, probablemente, te llame más tarde. Eh, seguramente estaré en la carretera, así que no te molestes en devolver la llamada.

Lamentó no poder borrar el mensaje y empezar de nuevo. Se maldijo a sí mismo y colgó, luego se preguntó si su palabrota se habría grabado. Sacudió la cabeza, se levantó y salió de la sala.

44

Le llevó dos días encontrar el lugar que había dibujado Daniel Crimmins, en el papel de James Noone, durante la sesión de hipnosis. McCaleb empezó en Rosarita Beach y avanzó hacia el sur. Lo encontró entre La Fonda y Ensenada en un remoto tramo de la costa. Playa Grande era un pueblecito en una roca con dos gradas con vistas al mar. El pueblo consistía básicamente en un motel con seis pequeños bungalós separados, una tienda de cerámica, un pequeño restaurante, un mercado y una gasolinera. También había un establo donde alquilaban caballos para bajar a la playa. El núcleo urbano, si es que podía llamársele así, estaba al borde de un acantilado que se asomaba a la playa. Encima se alzaba un risco escalonado con algunas casitas dispersas y caravanas.

Lo que hizo que McCaleb se detuviera fue el establo: recordó la descripción de Crimmins de caballos en la playa. Bajó del Cherokee y descendió por el empinado sendero de afloramientos rocosos hasta una playa ancha y blanca, un enclave privado de casi dos kilómetros de largo y cerrado en ambos extremos por enormes rocas dentadas que se adentraban en el mar. Cerca del extremo sur, McCaleb divisó el saliente que Crimmins había descrito durante la sesión de hipnosis. McCaleb sabía que la mejor y más convincente manera de mentir era decir el máximo posible de verdad. Por eso él había tomado la descripción del lugar del mundo en el que se sentía más relajado como una descripción auténtica de un sitio que conocía. McCaleb había encontrado ese sitio.

Había llegado a Playa Grande a fuerza de deducción y mucho caminar. La descripción que Crimmins había ofrecido durante la sesión de hipnosis, obviamente, correspondía a la costa del Pacífico. Había afirmado que le gustaba bajar allí, y como McCaleb sabía que al sur de Los Ángeles no había ninguna playa californiana tan remota y con caballos, su destino era México. Y puesto que Crimmins había dicho que iba en coche, eso eliminaba Cabo y los otros puntos alejados de la península de Baja California. A McCaleb le llevó dos días recorrer el tramo de costa que quedaba, deteniéndose en cada pueblo y cada vez que veía un acantilado.

Crimmins tenía razón: era un lugar verdaderamente hermoso y apacible. La arena parecía azúcar y el embate del mar durante un millón de años había cavado un buen hueco en el risco, creando el saliente que semejaba una ola de roca a punto de romper sobre la playa.

McCaleb no vio a nadie en la playa, ni hacia un lado ni hacia el otro. Era día laborable y supuso que ese trecho de arena era muy poco popular salvo en los fines de semana. Por eso le había gustado a Crimmins.

En la playa había tres caballos. Daban vueltas en torno a un comedero vacío mientras esperaban clientes. No había ninguna necesidad de mantenerlos atados. La playa estaba completamente encajonada entre el mar y las rocas. La única vía de huida era el empinado sendero que conducía de regreso al establo.

McCaleb llevaba una gorra de béisbol y gafas oscuras para protegerse del sol de mediodía. Vestía pantalones largos y una gabardina. Embelesado por la belleza del lugar, se quedó en la playa hasta mucho después de determinar que Daniel Crimmins no estaba allí. Al cabo de un rato, un adolescente con pantalones cortos y un chaleco de algodón bajó por el sendero y se le acercó.

– ¿Quiere dar un paseo a caballo?

– No, gracias -contestó McCaleb en castellano.

Del bolsillo de su chaqueta, McCaleb sacó las fotos dobladas que Tony Banks había obtenido de las cintas de vídeo. Se las mostró al chico.

– ¿Lo has visto? Busco a este hombre.

– El chico miró las fotos y no hizo ninguna señal de haberlo entendido. Finalmente, sacudió la cabeza.

– No, no lo he visto.

El chico le dio la espalda y volvió a subir por el sendero. McCaleb se guardó las fotos en la americana y al cabo de unos minutos él también subió el empinado camino. Se detuvo dos veces, pero de todos modos el ascenso lo dejó exhausto.

McCaleb comió enchiladas de langosta en el restaurante por el equivalente a cinco dólares. Mostró las fotos varias veces más, pero sin resultado. Después de comer, caminó hasta la gasolinera y utilizó un teléfono público para comprobar los mensajes del contestador de su barco. No había ninguno. Entonces llamó a Graciela, por cuarta vez desde que saliera de Los Ángeles, y de nuevo saltó el contestador. Esta vez no dejó mensaje. Si no hacía caso de sus llamadas probablemente era porque no quería volver a hablar con él.

McCaleb se registró con nombre falso en el motel Playa Grande y pagó en efectivo. También mostró las fotos al hombre que había tras el mostrador de recepción y obtuvo otra respuesta negativa.

Su bungaló ofrecía una vista parcial de la playa y un amplio panorama del Pacífico. Miró, pero sólo vio caballos. Se quitó la gabardina y decidió echar una siesta. Había pasado dos días duros conduciendo por malas carreteras, caminando por la arena y subiendo empinados senderos.

Antes de acostarse, abrió el talego sobre la cama, puso el cepillo de dientes y el dentífrico en el cuarto de baño y luego ordenó los viales de plástico que contenían sus medicinas y la caja de termómetros de un solo uso en la mesilla de noche. Sacó la Sig-Sauer de la bolsa y la dejó también sobre la mesa. Siempre constituía un riesgo marginal pasar armas al país vecino. Pero en la frontera, como esperaba, los aburridos federales mexicanos se limitaron a hacerle una señal con la mano para que pasase.

Cuando se tumbó para dormir con la cabeza entre dos almohadas con olor a humedad decidió que volvería a intentarlo en la playa al anochecer. Crimmins había descrito la puesta de sol durante la sesión de hipnosis. Quizás entonces estaría en la playa. Si no, McCaleb empezaría a buscarlo en el disperso barrio que quedaba encima del pueblo. McCaleb confiaba encontrarlo. No le cabía la menor duda de que había llegado al lugar que Crimmins había descrito.

Soñó en colores por primera vez en meses. Montaba un caballo desbocado, un enorme Appaloosa del color de la arena húmeda que avanzaba por la playa. Lo perseguían pero su inestable montura le impedía volverse para ver quién iba detrás. Sólo sabía que no podía detenerse, que si lo hacía corría peligro. En su galopar, el animal levantaba grandes terrones de arena con los cascos.

La rítmica cadencia del galope fue reemplazada por el latido de su propio corazón. McCaleb se despertó y trató de calmarse. Al cabo de un momento decidió tomarse la temperatura.

Cuando se incorporó y puso los pies en la alfombra, sus ojos comprobaron la mesilla, formaba parte de un hábito adquirido. Buscaba el reloj que estaba en la mesilla de su cama, en el barco. Pero no había reloj allí. Apartó la mirada y entonces sus ojos volvieron a fijarse en la mesa y se dio cuenta de que la pistola había desaparecido.

McCaleb se levantó con rapidez y miró por la habitación, con una inquietante sensación de extrañeza. Sabía que había puesto la pistola en la mesa antes de dormirse. Alguien había estado en la habitación mientras dormía. Crimmins, sin duda. Crimmins había entrado en la habitación.