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– Le conozco -dijo, señalando a McCaleb con el dedo-. Usted es el hombre de los asesinos en serie.

– ¿De qué estás hablando? -intervino Arrango.

– Ya sabes, los perfiles psicológicos. La unidad de crímenes en serie. Es el que mandaron aquí permanentemente porque la mayoría de los chiflados están en Los Ángeles. Trabajó en el caso del Estrangulador de Sunset Strip y, ¿qué más?, en el del Asesino del Código, aquel tipo de los cementerios y unos cuantos más. -Volvió a fijar su atención en McCaleb-. ¿No es así?

McCaleb asintió. Walters chascó los dedos.

– ¿No he leído algo sobre usted recientemente? ¿Algo en el Times?

McCaleb asintió una vez más.

– En la columna «Qué fue de…» de hace dos domingos.

– Sí, eso es. Le hicieron un trasplante de corazón, ¿no?

McCaleb asintió, sabía que la familiaridad alimentaba la comodidad. Al final llegarían al objeto de su visita. Walters permaneció de pie detrás de Arrango, pero McCaleb advirtió que su mirada se fijaba en la caja de la mesa.

– ¿Quiere un dónut, detective? Me fastidia que se echen a perder. No he desayunado, pero no voy a comerme uno yo solo.

– ¿No le importa? -dijo Walters.

Al acercarse y abrir la caja, miró con ansiedad a su compañero. La cara de Arrango era una roca. Walters eligió un dónut de azúcar. McCaleb optó por uno de canela azucarada, y entonces Arrango, a regañadientes, cogió uno con azúcar en polvo. Comieron en silencio durante unos minutos antes de que McCaleb sacara unas servilletas de papel que se había llevado de Winchell’s. Las dejó en la mesa y cada uno tomó la suya.

– Así que la pensión del FBI es tan baja que tiene que aceptar trabajo como investigador privado, ¿eh? -dijo Walters con la boca llena.

– No soy investigador privado. La hermana es una conocida. Como he dicho no cobro.

– ¿Una conocida? -intervino Arrango-. Es la segunda vez que lo dice. ¿De qué la conoce usted exactamente?

– Vivo en un barco, en el muelle. La conocí un día en el puerto deportivo, le gustan los barcos. Ella se enteró de lo que yo hacía para el FBI y me pidió que echara un vistazo en esto. ¿Cuál es el problema?

McCaleb no sabía a ciencia cierta por qué ocultaba la verdad hasta el punto de mentir, pero Arrango le había caído mal y no deseaba revelar su verdadera conexión con Gloria Torres y Graciela Rivers.

– Bueno, mire -dijo Arrango-. Yo no sé lo que le ha contado de esto, pero se trata de un atraco a una tienda, señor del FBI. No se trata ni de Charlie Manson, ni de Ted Bundy ni del jodido Jeffrey Dahmer. No hay que ser astrofísico. Es un desgraciado con un pasamontañas y una pistola, y la adecuada relación entre cerebro y cojones para usar las dos cosas y ganarse unos cuantos dólares. No es lo que está acostumbrado a ver, eso es lo que quiero decir.

– Ya lo sé -dijo McCaleb-, pero le prometí a ella que lo intentaría. ¿Cuánto tiempo ha pasado, dos meses? Pensaba que quizá no les importaría disponer de un par de ojos frescos para mirar algo en lo que ya no pueden invertir mucho tiempo.

Walters mordió el anzuelo.

– A nuestro equipo le han caído cuatro investigaciones desde entonces y Eddie ha estado en juzgados las últimas dos semanas, en Van Nuys -dijo-. Por lo que respecta a Torres, el caso está…

– Todavía abierto -intervino Arrango cortando a su compañero.

McCaleb paseó la mirada de Walters a Arrango.

– Claro, seguro.

– Y tenemos la norma de no invitar a aficionados a participar en los casos abiertos.

– ¿Aficionados?

– No tiene placa ni licencia, eso para mí significa aficionado.

McCaleb dejó pasar el insulto. Suponía que Arrango estaba tomándole la medida. Continuó a lo suyo.

– Ésa es una de esas reglas que sacan a relucir cuando les conviene -dijo-. Pero los tres sabemos que puedo ayudar. No estoy aquí para poner a nadie en evidencia. En absoluto. Cualquier cosa que averigüe, serán los primeros en saberlo. Sospechosos, pistas, lo que sea. Sólo pido un poco de colaboración, eso es todo.

– ¿Qué clase de colaboración exactamente? -preguntó Arrango-. Como ha dicho mi compañero, que habla mucho, estamos bastante ocupados.

– Háganme una copia del expediente y de cualquier vídeo que haya. En cierto modo las escenas del crimen eran mi especialidad, podría ayudar en eso. Sólo háganme copia de lo que tengan y yo me apartaré de su camino.

– Está diciendo que cree que la hemos cagado, que la respuesta está en el expediente, lista para revelársele porque es un federal y los federales son mucho más listos que nosotros.

McCaleb se rió y negó con la cabeza. Empezaba a pensar que debería haber evaluado sus pérdidas y haber salido en cuanto vio la cartuchera del macho. Lo intentó otra vez.

– No, no es eso lo que estoy diciendo. No sé si se les pasó algo por alto o no. He trabajado muchas veces con este departamento. Si tuviera que apostar, apostaría que no se les ha escapado nada. Lo único que digo es que le prometí a Graciela Rivers que echaría un vistazo. Déjenme preguntar algo, ¿les ha llamado muchas veces?

– ¿La hermana? Demasiadas. Una semana sí y otra también y cada vez le digo lo mismo, que no hay sospechosos ni pistas.

– Esperan a que ocurra algo, ¿no? Que le dé nueva vida.

– Quizá.

– Bueno, al menos ésta puede ser la forma de que se la quiten de encima. Si veo lo que tienen y vuelvo para decirle que se ha hecho todo lo posible, quizá les deje en paz. A mí me creerá, porque me conoce.

Ninguno de los dos policías dijo nada.

– ¿Qué pueden perder? -les recordó McCaleb.

– Tenemos que obtener autorización del teniente para cualquier tipo de colaboración -dijo Arrango-. No podemos entregar copias de expedientes sin su autorización. De hecho, la ha cagado, debería haber empezado por él. Ya sabe cómo es el juego. No ha seguido el protocolo.

– Eso lo entiendo. He preguntado por él al llegar aquí, pero me han dicho que estaba en Van Nuys.

– Sí, bueno, no debería tardar -dijo Arrango consultando su reloj-. Sabe qué, ¿dice que es bueno con las escenas del crimen?

– Sí. Si tienen una cinta, me gustaría echarle un vistazo.

Arrango miró a Walters y le guiñó un ojo; luego volvió a mirar a McCaleb.

– Tenemos algo mejor que una cinta de la escena del crimen. Tenemos el crimen. -Se levantó-. Vamos, tráigase esos dónuts.

5

La sala de la brigada estaba llena de escritorios, sin apenas separación entre ellos. Arrango sacó una cinta de vídeo de un cajón y salió seguido por Walters y McCaleb. Recorrieron el pasillo y se dirigieron hacia la oficina del detective jefe Buskirk, que continuaba vacía. McCaleb dejó los dónuts en el mostrador y entró con los dos policías.

Había un mueble de acero con ruedas pegado a una esquina de la sala. Era la distribución propia de las aulas o de las salas donde se pasaba lista y se distribuían las tareas. Arrango abrió las dos puertas y dejó al descubierto una televisión y un reproductor de vídeo. Encendió el equipo y metió la cinta.

– Bueno, mire esto y díganos algo que no sepamos ya -le dijo a McCaleb sin mirarle siquiera-. Entonces quizá le echemos una mano con el teniente.

McCaleb se acomodó justo enfrente de la pantalla. Arrango puso en marcha el vídeo y pronto apareció una imagen en blanco y negro. McCaleb se encontró ante la grabación de una cámara de vigilancia instalada en lo alto de una tienda. El encuadre se centraba en la zona de delante del mostrador, que tenía una cubierta de vidrio y estaba lleno de cigarrillos, cámaras descartables, pilas y elementos similares. En la parte inferior de la imagen se leía la fecha y la hora.