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A toda prisa revisó la gabardina y el talego y no echó en falta nada más. Examinó de nuevo la habitación y sus ojos repararon en una caña de pescar que habían dejado en una esquina, junto a la puerta. Fue a agarrarla. Era el mismo modelo de caña y carrete que había comprado para Raymond. Al darle la vuelta para estudiarla con más atención vio que habían grabado las iniciales RT en el mango de corcho. Raymond había marcado su caña. O alguien lo había hecho por él. En cualquier caso el mensaje estaba claro: Crimmins tenía a Raymond.

McCaleb se había espabilado de golpe y sentía en el pecho un dolor causado por el pánico. Cerró los puños en las mangas de la gabardina mientras se la ponía y salió del bungaló después de examinar la puerta y no hallar señal de que la cerradura hubiera sido forzada. Fue rápidamente a la oficina del motel; la campana sonó con estrépito en el momento de abrir. El hombre que le había cobrado se levantó de la silla con una sonrisa forzada en el rostro. Iba a decir algo cuando McCaleb, en un decidido movimiento, se inclinó sobre el mostrador y agarró al hombre por la camisa. Lo atrajo hacia sí hasta que su cuerpo estuvo contra el mostrador y el borde de fórmica se clavó en su voluminosa tripa. McCaleb se agachó hasta que estuvo a la altura de la cara del hombre.

– ¿Dónde está?

– ¿Qué?

– El hombre al que le dio la llave de mi habitación. ¿Dónde está?

– No hablo…

McCaleb apretó con más fuerza al hombre contra el mostrador y le puso el antebrazo en el cuello. Sentía que sus fuerzas le abandonaban, pero seguía apretando.

– ¿No me venga con que no habla mi idioma? ¿Dónde está?

El hombre gimió y farfulló una respuesta:

– No lo sé. Por favor, no sé dónde está.

– ¿Estaba solo cuando llegó aquí?

– Sí, solo.

– ¿Dónde vive?

– No lo sé. Por favor. Me dijo que era su hermano y quería sorprenderle. Yo le di la llave.

McCaleb lo soltó y lo empujó con tanta fuerza que el hombre se cayó hacia atrás hasta la silla. Levantó las manos implorante y McCaleb se dio cuenta de que lo había asustado de verdad.

– Por favor.

– ¿Por favor qué?

– Por favor, no quiero problemas.

– Es demasiado tarde. ¿Cómo sabía que yo estaba aquí?

– Yo lo llamé. Me pagó. Vino ayer y me dijo que usted vendría. Me dio el número de teléfono. Me pagó.

– ¿Y cómo supo que era yo?

– Me dio una foto.

– Muy bien, démela. El número y la foto.

Sin dudarlo, el hombre fue a abrir el cajón que tenía delante, pero McCaleb le agarró la muñeca con rapidez y lo apartó sin contemplaciones. Abrió el cajón él mismo y fijó la mirada en la fotografía que había encima de un montón de papeles. Era una foto de McCaleb caminando por el espigón, cerca del puerto, con Graciela y Raymond. McCaleb sintió que se ponía colorado al tiempo que la ira enviaba sangre caliente a los músculos tensos de su mandíbula. Sostuvo la foto y la estudió. Había un número de teléfono escrito en la parte de atrás.

– Por favor -dijo el hombre del motel-. Le daré el dinero. Cien dólares. No quiero problemas.

El hombre estaba rebuscando en el bolsillo de su camisa.

– No -dijo McCaleb-, quédeselos. Se los ha ganado.

Abrió la puerta de un golpe; el cordel del que colgaba el timbre se rompió y éste rebotó en la esquina del despacho.

McCaleb atravesó el aparcamiento de gravilla y fue hasta el teléfono de la gasolinera. Marcó el número escrito detrás de la foto y escuchó una serie de clics en la línea mientras la llamada era transferida a al menos dos circuitos de desvío. McCaleb se maldijo a sí mismo. El número no iba a servirle para conseguir una dirección, ni aunque obtuviera el apoyo de alguna autoridad local.

Finalmente, la llamada entró en el último circuito y empezó a sonar. McCaleb contuvo la respiración y aguardó, pero no contestó nadie ni saltó ningún contestador. Después de doce timbrazos colgó de golpe el teléfono, pero el auricular rebotó en el gancho y empezó a balancearse erráticamente al extremo del cable. McCaleb se quedó paralizado por la ira y la impotencia, con el ligero sonido del teléfono que seguía sonando desde abajo.

Tardó un buen rato en darse cuenta de que estaba mirando a través de la cabina telefónica al aparcamiento del motel. Al lado de su Cherokee había un polvoriento Caprice blanco con matrícula de California.

Rápidamente, salió de la cabina, cruzó el aparcamiento hasta el sendero y descendió a la playa. El sendero se abría paso entre afloramientos rocosos y no ofrecía vista de la playa. McCaleb no vio la arena hasta que llegó abajo e hizo el último giro a la izquierda.

Caminó directo hacia la orilla, mirando en ambos sentidos, pero la playa estaba vacía. Incluso los caballos habían sido devueltos al establo. Sus ojos por fin se fijaron en la zona en penumbra que había bajo el saliente rocoso. Se dirigió hacia allí.

Bajo el saliente, el sonido de las olas se amplificaba con tal magnitud que parecía el rugido de un estadio. El hecho de haberse desplazado desde la luz brillante de la playa abierta hasta las oscuras sombras cegó temporalmente a McCaleb. Se detuvo, cerró los ojos con fuerza y los volvió a abrir. Cuando recuperaba el foco, vio la silueta de la roca dentada que le rodeaba. Entonces, Crimmins salió de lo más profundo del enclave. Empuñaba la Sig-Sauer en su mano derecha, con el cañón apuntado hacia McCaleb.

– No quiero herirte -dijo-. Pero sabes que lo haré si me obligas.

Hablaba en voz alta para hacerse oír por encima del estruendo y el eco de las olas.

– ¿Dónde está, Crimmins? ¿Dónde está Raymond?

– ¿No querrás decir dónde están ellos?

McCaleb ya lo había supuesto, pero la confirmación del terror que Graciela y Raymond estaban sintiendo en ese momento -si es que seguían vivos- le hirió en lo más hondo. Dio un paso hacia Crimmins, pero se detuvo cuando éste levantó el arma para apuntarle al pecho.

– Tranquilo. Mantengamos la calma. Están sanos y salvos, agente McCaleb. No te preocupes por eso, de hecho, su seguridad está en tus manos, no en las mías.

McCaleb hizo un rápido estudio de Crimmins. Tenía pelo negro y bigote. Se estaba dejando barba o bien necesitaba afeitarse. Llevaba botas con puntera, vaqueros negros y una camisa tejana con dos bolsillos y un dibujo bordado en el pecho. Su aspecto lo colocaba en un punto intermedio entre el buen samaritano y James Noone.

– ¿Qué quieres? -preguntó McCaleb.

Crimmins no hizo caso de la pregunta. Hablaba con voz calma, confiado en que tenía la mejor baza.

– Sabía que si alguien venía serías tú. Tenía que tomar precauciones.

– He dicho que qué quieres. ¿Me quieres a mí?

Crimmins miró con nostalgia más allá de McCaleb y negó con la cabeza. McCaleb examinó el arma. Vio que el seguro estaba quitado, pero el arma no estaba amartillada. Era imposible saber si Crimmins tenía una bala en la recámara.

– Es mi última puesta de sol aquí. Voy a tener que dejar este sitio.

Miró de nuevo a McCaleb, sonriendo, como invitándole a compadecerle.

– Lo has hecho mucho mejor de lo que había previsto.

– No fui yo. Fuiste tú, Crimmins. Tú la cagaste. Dejaste las huellas para ellos. Me hablaste de este lugar.

Crimmins torció el gesto y asintió, reconociendo los fallos. Se produjo un largo silencio.

– Sé por qué has venido aquí -dijo por fin.

McCaleb no contestó.

– Desprecias el regalo que te he hecho.

McCaleb sintió la bilis del odio creciendo y quemándole la garganta. Permaneció en silencio.

– Eres un hombre vengativo -dijo Crimmins-. Pensaba que te había explicado lo fugaz que es el cumplimiento de la venganza.

– ¿Es eso lo que has aprendido matando a toda esa gente? Apuesto a que cuando cierras los ojos por la noche tu padre sigue ahí, no importa a cuánta gente mates. Él no se va ir nunca, ¿verdad? ¿Qué te hizo, Crimmins, para joderte tanto?