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Crimmins apretó la culata de la pistola con más fuerza y McCaleb percibió la tensión en su mandíbula.

– No se trata de eso -respondió enfadado-. Se trata de ti. Quiero que vivas. Quiero vivir. Nada habrá merecido la pena si mueres. ¿No te das cuenta? No sientes el vínculo que nos une. Estamos juntos ahora, somos hermanos.

– Estás loco, Crimmins.

– Esté loco o no, no es culpa mía.

– No tengo tiempo para tus excusas. ¿Qué quieres?

– Quiero que me des las gracias por estar vivo. Quiero que me dejes solo. Quiero tiempo. Necesito tiempo para trasladarme y encontrar otro lugar. Has de dármelo ahora.

– ¿Cómo sé que los tienes? Esa caña de pescar no significa nada.

– Me conoces, y sabes que los tengo.

Esperó y McCaleb no dijo nada.

– Estaba allí cuando llamaste para implorarle a su contestador, para rogarle que saliera contigo como un colegial patético.

McCaleb sintió que la vergüenza nublaba su ira.

– ¿Dónde están? -gritó.

– Están cerca.

– Mentira. ¿Cómo los pasaste por la frontera?

Crimmins sonrió e hizo un gesto con la pistola.

– De la misma forma que tú pasaste la pistola. Nadie pregunta nada cuando uno va hacia el sur. Le di a elegir a tu Graciela. Le dije que ella y el niño podían ir delante si se portaban bien, y que si no irían en el maletero. Ella fue sensata.

– Será mejor que no les hayas hecho daño.

McCaleb se dio cuenta de lo desesperado que había sonado y lamentó haberlo dicho.

– Lo que les pase depende de ti.

– ¿Qué quieres?

– Yo me voy ahora. Y tú no me sigues. No intentas seguirme. Te metes en el coche y vuelves a tu barco. Te quedas al lado del teléfono y yo te llamaré de cuando en cuando para asegurarme de que no me estás siguiendo. Cuando sepa que estoy a salvo, dejaré libres a la mujer y al niño.

McCaleb negó con la cabeza. Sabía que era una mentira. Matar a Graciela y a Raymond sería el último suplicio que, con alegría y sin culpa, iba a regalarle. La victoria postrera. No importaba lo que ocurriese después, no podía dejar que Crimmins saliera vivo de la playa. Había viajado a México por una razón y era el momento de actuar.

Crimmins parecía adivinar sus pensamientos y sonrió.

– No hay alternativa, agente McCaleb. Me voy de aquí o ellos mueren solos en un agujero negro. Si me matas nadie los encontrará. No a tiempo. El hambre, la oscuridad… es algo horrible. Además, te olvidas de algo.

Levantó la pistola otra vez y esperó un momento a que McCaleb replicara, pero no lo hizo.

– Espero que pienses en mí a menudo -dijo Crimmins-. Como yo pensaré en ti. -Empezó a caminar hacia la luz.

– Crimmins -dijo McCaleb.

Crimmins se volvió y sus ojos bajaron a la pistola que había aparecido en la mano de McCaleb. McCaleb dio dos pasos hacia él y levantó el cañón de la P7 hasta al altura del pecho de Crimmins.

– Tendrías que haber registrado el talego.

Crimmins respondió levantando la Sig-Sauer y apuntando a McCaleb.

– Tu pistola está vacía, Crimmins.

McCaleb vio que la duda centelleaba en los ojos de su adversario. Se disipó en un instante, pero McCaleb la había percibido. Sabía que Crimmins no había revisado el arma. No sabía que, aunque el cargador estaba lleno, no había ninguna bala en la recámara.

– Pero ésta no.

Los dos hombres sostenían los cañones de sus armas a la altura del corazón del otro. Crimmins miró la P7 y luego a los ojos de McCaleb. Miró con intensidad, como si tratara de leer algo en ellos. En ese momento, McCaleb pensó en la foto del artículo del Times. Los ojos penetrantes que no mostraban misericordia. Supo entonces que tenía de nuevo esa mirada.

Crimmins apretó el gatillo de la Sig-Sauer. El percutor golpeó la recámara vacía. McCaleb disparó la P7 y vio que Crimmins se tambaleaba hacia atrás y caía plano en la arena sobre su espalda, con los brazos separados y la boca abierta por la sorpresa.

McCaleb se acercó a él y rápidamente le arrebató la Sig-Sauer. Luego usó su camisa para limpiar la P7 y la dejó en la arena, justo fuera del alcance del moribundo.

McCaleb se arrodilló y se inclinó sobre Crimmins, con cuidado de no mancharse de sangre.

– Crimmins, no sé si creo en Dios, pero oiré tu confesión. Dime dónde están. Ayúdame a salvarles. Acaba haciendo algo bueno.

– Jódete -dijo Crimmins con energía, con la boca llena de sangre-. Morirán por tu culpa.

Levantó una mano y señaló con el dedo a McCaleb. Luego la dejó caer sobre la arena y pareció agotado por su arrebato. Movió los labios otra vez, pero McCaleb no pudo oírle. Se dobló más cerca.

– ¿Qué has dicho?

– Yo te salvé. Te di la vida.

Entonces McCaleb se levantó, se sacudió la arena de los pantalones y miró a Crimmins. Sus ojos se cerraban y su boca se movía mientras tomaba con dificultad sus últimos alientos. Los ojos de ambos conectaron.

– Te equivocas -dijo McCaleb-. Te cambié por mí. Me salvé yo mismo.

45

McCaleb condujo por caminos de grava en el risco que dominaba Playa Grande. Examinó cada casa y caravana por las que pasó, en busca del detalle revelador de una caja telefónica o una parabólica de microondas. Llevaba todas las ventanas del Cherokee abiertas, y cada vez que llegaba ante una propiedad que coincidía con su patrón de búsqueda aparcaba el coche cerca, apagaba el motor y escuchaba.

No había muchas fincas conectadas con el exterior mediante teléfono o radio. McCaleb supuso que la gente que había elegido vivir en un paraje tan remoto lo había hecho porque no quería ese tipo de conexión. Eran extranjeros y ermitaños, gente deseosa de cortar amarras con el resto del mundo. Crimmins había elegido ese lugar por otra razón.

Dos veces salió gente de sus casas para preguntarle a McCaleb qué quería. Él les mostró las fotos y obtuvo respuestas negativas. Se disculpó por la intrusión y siguió su camino.

Cuando el sol estaba próximo al horizonte, empezó a desesperarse. Sabía que sin la luz del día su búsqueda sería insostenible. Tendría que detenerse en cada casa o aguardar a la mañana siguiente. Eso implicaba que, en alguna parte, Graciela y Raymond tendrían que pasar la noche solos, sin comida ni luz, probablemente sin calefacción, asustados, atados o cautivos de algún modo.

Aceleró su marcha y recorrió a toda prisa un parque de caravanas, deteniéndose sólo una vez para mostrar las fotos a una anciana sentada enfrente del avancé de una caravana decrépita. Ella negó con la cabeza al ver las fotos y McCaleb continuó su camino.

Finalmente, cuando el sol ya se había puesto pero el cielo aún mantenía la última luz del día, pasó un camino de caliza conchífera que remontaba un pequeño risco para luego perderse de vista. Había una verja que lo cerraba y un cartel prohibía el paso en inglés y en castellano. McCaleb examinó la verja unos instantes y advirtió que sólo estaba amarrada con un pequeño trozo de alambre en el cierre. Salió, quitó el alambre y empujó la verja.

Una vez en lo alto de la subida, McCaleb vio que el camino conducía a una caravana situada en otra pendiente. El nerviosismo de la anticipación palpitó en su pecho cuando divisó una pequeña antena parabólica sobre el tejado plano. Al acercarse, vio que no había ningún vehículo aparcado bajo la cochera de aluminio. También descubrió un pequeño cobertizo en la parte de atrás de la propiedad, junto a una vieja valla. En lo alto de varios de los palos que formaban la cerca había botellas y tarros, como si estuvieran dispuestos para la práctica del tiro.

El sonido de los neumáticos del Cherokee sobre la caliza conchífera eliminaba cualquier posibilidad de una aproximación silenciosa. También robó a McCaleb la oportunidad de escuchar hasta que detuvo el coche.