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Aparcó en la cochera, apagó el contacto y se sentó en silencio a escuchar. Al cabo de un par de segundos lo oyó. El lateral de aluminio ahogaba el sonido, pero oyó un teléfono en el interior de la caravana. McCaleb contuvo la respiración y escuchó hasta que estuvo seguro. Expulsó el aire y sintió que el pulso se le aceleraba: los había encontrado.

Salió y se acercó a la puerta de la caravana; el teléfono había sonado al menos diez veces desde que había detenido el coche. Sabía que seguiría sonando hasta que entrara y contestase o hasta que alguien se aventurase a la cabina de la gasolinera y colgara el auricular.

La puerta estaba cerrada. Probó varias de las llaves que había sacado del pantalón de Crimmins hasta que logró abrir. Entró en la tranquila y cálida caravana y miró en torno a lo que parecía una pequeña sala de estar. Las sombras se habían corrido y estaba oscuro salvo por el brillo de la pantalla de un ordenador, que descansaba sobre una mesa contra la pared de la derecha. McCaleb encontró un interruptor en la pared que quedaba a la izquierda de la puerta. Lo encendió y la sala quedó iluminada.

Se parecía al garaje que había descubierto en Los Ángeles, lleno de ordenadores y otros equipos. Había una pequeña área destinada al descanso. Nada de eso tenía significado para McCaleb. Ya no le importaba. Había venido por sólo dos razones.

Subió a la caravana y llamó.

– ¿Graciela? ¿Raymond?

No oyó ninguna respuesta. Pensó en lo que Crimmins había dicho de que estaban en un agujero negro. Se volvió y miró por la puerta, sus ojos examinaron el desolado paisaje. Vio el cobertizo prefabricado y se encaminó hacia allí.

Con el pulpejo de la mano golpeó en la puerta cerrada con candado; el sonido reverberó en el interior, pero no obtuvo respuesta. Buscó a tientas hasta que sacó de nuevo las llaves y rápidamente puso la llavecita con el logo de Master Lock en el candado. Finalmente, logró abrir la puerta y se adentró en la oscuridad. El cobertizo estaba vacío y McCaleb sintió que algo se desgarraba en su interior.

Se volvió y se apoyó en la puerta, con la mirada baja. En su mente vio la imagen de Graciela y Raymond, abrazados en alguna parte, en la más completa oscuridad.

Fue entonces cuando lo vio. En el camino de caliza conchífera había una clara depresión que cruzaba las dos huellas de neumáticos de vehículo. Había una huella en el camino que conducía hasta la cresta. A McCaleb le daba la sensación de que no quedaba nada más hacia allí, sin embargo, alguien había caminado las veces necesarias para dejar una huella.

Sus largas zancadas se convirtieron en una decidida carrera mientras seguía la dirección de las huellas. Llegó a la cima y, en el descenso, vio los fundamentos de una estructura que no se había llegado a construir. Aminoró el paso hasta caminar de nuevo, preguntándose qué había encontrado mientras se aproximaba. Barras de hierro oxidado y tuberías sobresalían del hormigón. También vio tirados un viejo pico y una pala. Había un peldaño hasta el bloque de hormigón en el lugar reservado para una puerta, pero donde obviamente nunca se colocó. McCaleb subió y miró en torno a sí. No había ninguna puerta que condujera a un sótano, nada de lo que vio coincidía con las palabras de Crimmins.

Pegó una patada a una de las cañerías de cobre y miró hacia abajo por la tubería principal de diez centímetros de ancho, sobre la cual debería haberse instalado un lavabo.

Se volvió y sus ojos examinaron el bloque de hormigón. Al darse cuenta de que el escalón era la parte anterior de la estructura, se concentró en el suelo de atrás, buscando el lugar al que conducían las cañerías: una fosa séptica. Sus ojos inmediatamente localizaron una zona de polvo y roca que había sido recientemente removida. Agarró la pala y corrió.

Le llevó cinco minutos quitar el polvo y las rocas de la parte superior del tanque. Sabía que tenían aire; las cañerías que subían al hormigón se lo proporcionaban. No obstante, McCaleb trabajó como si se estuvieran ahogando debajo de él. Cuando finalmente abrió la tapa del tanque, del tamaño de la tapa de una alcantarilla, la luz agonizante del cielo se coló e iluminó sus caras. Estaban asustados, pero vivos. Mientras bajaba hacia ellos, McCaleb sintió que le quitaban un gran peso de encima.

Los ayudó a salir de la oscuridad, los ojos de ellos se entrecerraron a pesar de la débil luz del anochecer. Entonces los agarró con tanta fuerza que temió hacerles daño. Graciela, estaba llorando, su cuerpo temblaba junto al de él.

– Ya pasó -dijo-. Se ha terminado.

Ella echó la cabeza hacia atrás y lo miró a los ojos.

– Se ha terminado -repitió McCaleb-. No volverá a hacer daño a nadie nunca más.

46

La sentina era un agujero claustrofóbico lleno de los mareantes vapores del gasóleo. McCaleb llevaba una vieja camiseta enrollada en la cara, como un bandido, y aun así los humos llenaban sus pulmones. Había apretado tres de los nueve tornillos que sujetaban el filtro de combustible que tenía que cambiar. Estaba peleándose con el cuarto, torciendo el cuello en un vano intento de evitar que el sudor se introdujera en sus ojos, cuando oyó una voz de mujer.

– Hola, ¿hay alguien?

McCaleb dejó lo que estaba haciendo y se quitó la camiseta de la cara. Se arrastró hasta la escotilla abierta y salió. Jaye Winston estaba de pie en el muelle, esperándole.

– Jaye, ¿qué pasa? Sube a bordo.

– No, tengo que irme. Sólo quería parar para decirte que lo hemos encontrado. Voy camino a México.

McCaleb arqueó las cejas.

– Está muerto. Se suicidó.

– ¿De veras?

– Estamos tratando con la policía judicial de Baja California, así que no hay nada seguro hasta que lleguemos allí, pero encontraron el cadáver en un lugar llamado Playa Grande, en la costa. Se disparó en el corazón. Un chico que cuida caballos en la playa lo encontró. Eso fue hace dos días. Nosotros acabamos de enterarnos.

McCaleb vio a un hombre con camisa blanca y corbata paseando cerca de la verja de la pasarela. Supuso que era el compañero de Winston.

– ¿Están seguros de que era él?

– Eso dicen. La descripción coincide. Además encontraron una caravana lejos de la playa. Había ordenadores, fotos, todo tipo de material. Parece nuestro hombre. Además dejó una nota de despedida en el ordenador.

– ¿Qué decía?

– Bueno, es todo por fuentes indirectas, pero básicamente se responsabilizaba de sus actos y decía que merecía morir por eso. Era muy breve.

– ¿Encontraron un arma?

– Todavía no, pero hoy están peinando la playa con detectores de metales. Si la encuentran probablemente sea nuestra HK P7. La bala que le extrajeron en la autopsia era una Federal FMJ. Ya veremos si nos la ceden para compararla con las de nuestros casos.

McCaleb asintió.

– ¿Bueno cómo van a presentarlo?

– Es bastante sencillo. El tipo sabe que lo perseguimos, tiene un ataque de remordimientos, escribe la nota, baja a la playa y se dispara al corazón. La marea lo arrastró hasta las rocas y el cadáver se quedó encallado. Por eso no se lo llevó la corriente. Vamos a ir allí para echar un vistazo y recoger huellas. Probablemente no haya residuos de pólvora porque el cuerpo estaba en el agua. Pero una cosa es segura, no vamos a cerrar el caso hasta que estemos completamente seguros de que se trata de Crimmins.

– Sí, es una buena idea.

– Quiero asegurarme, porque no me parecía que esto fuera a acabar en suicidio, ¿me entiendes? -Lo miró fijamente.

– Bueno, nunca se sabe.

Ella asintió y por primera vez desvió la mirada. Observó que su compañero los estaba observando desde demasiado lejos para poder oírles.

– ¿Qué tal en Las Vegas, Terry?

McCaleb se sentó en la borda y dejó a su lado la llave inglesa con la que había estado trabajando.