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– Eh…, bueno, al final no fui a ninguna parte. Decidí que si no me ponía con esto no iba a arreglarlo nunca. Desconecté el teléfono y trabajé en el barco. Creo que por fin está listo para navegar.

– Bien. Espero que pesques mucho.

– Lo haré. Pásate un día y te llevaré a pescar un marlín.

– Te tomo la palabra. -Winston echó otro vistazo al puerto-. Bueno, será mejor que me vaya. El camino es largo y ya llevamos bastante retraso.

– Buena suerte.

– Gracias.

Winston hizo amago de irse, pero luego dudó y volvió a mirarle.

– He visto tu Cherokee en el aparcamiento. Deberías lavarlo, Terry. Tiene un montón de polvo.

Ambos sostuvieron la mirada durante un largo instante y el silencioso mensaje quedó claro.

– Lo haré -dijo finalmente McCaleb-. Gracias.

47

El Following Sea surcaba las suaves olas en dirección sur, hacia la isla de Catalina. En el puente, McCaleb estaba apoyado al timón. Había bajado el parabrisas de proa y el aire helado que subía desde la superficie le golpeaba de lleno, curtiéndole la piel bajo las ropas. La isla se alzaba entre la niebla como una enorme catedral de piedra en el horizonte. Ya empezaban a verse las edificaciones de la periferia, algunos de los barcos más grandes de Avalon y el tejado circular de terracota del casino, la estructura emblemática de la ciudad.

Se volvió para mirar hacia atrás. El continente sólo se intuía por la nube de contaminación que colgaba sobre él como una señal de aviso: «¡Aléjese de aquí!» Se sentía feliz de haberse librado de eso.

Pensó en Crimmins un momento. No se arrepentía de su modo de actuar en México. De esta manera nadie preguntaría sobre sus motivos y sus opciones. Pero estaba protegiendo algo más que a sí mismo. Graciela y Raymond habían pasado treinta y seis horas con Crimmins. Aunque no les había lastimado físicamente, necesitaban tiempo para recuperarse y superar la terrible experiencia. McCaleb no veía en qué forma los policías y las preguntas podían ayudar a que lo consiguieran. Graciela se había mostrado conforme.

Desde el puente miró la cubierta y observó a los dos secretamente. Raymond estaba en la silla, sujetando con sus manitas el equipo de pesca. Graciela estaba de pie a su lado, agarrada a la silla. A McCaleb le hubiera gustado poner un marlín en la caña para el chico. Pero no estaba preocupado. Habría tiempo de sobra para pescar.

Graciela pareció percibir su mirada y alzó la cabeza hacia él. Compartieron una sonrisa íntima. McCaleb sentía que su corazón se detenía cuando ella lo miraba de ese modo. Se sentía tan feliz que le dolía.

La travesía en barco era una prueba. No sólo para el barco, sino también para ellos dos. Así lo había calificado ella. Una prueba para ver si podían vencer el obstáculo que se interponía entre ambos, el doloroso conocimiento de lo que había sucedido y lo que él había hecho, de por qué él estaba allí y otros no. Sobre todo Gloria. Ya verían si podían superar eso, o al menos dejarlo de lado y pensar en ello sólo cuando fuera necesario.

Era todo lo que McCaleb había soñado. No pedía otra cosa que una oportunidad. El hecho de tenerla a su alcance le hacía sentir que su fe en ella era correspondida. Por primera vez en mucho tiempo creía que la vida tenía sentido.

Miró de nuevo hacia delante y verificó el rumbo. Vio el campanario en la colina y a su lado el tejado de la casa en la que había vivido el escritor y deportista Zane Grey. Era una ciudad hermosa y estaba impaciente por estar de regreso allí y mostrársela a ellos.

Robó otra mirada hacia la popa. Graciela se había recogido el pelo y McCaleb contempló la hermosa forma de su cuello. Había sentido algo casi parecido a la fe en los últimos días y no sabía adónde le conduciría. Estaba confundido, pero no preocupado. Sabía que no importaba demasiado. Depositaba su fe en Graciela Rivers. Al mirar hacia abajo no le cupo ninguna duda de que estaba mirando la piedra sobre la que edificaría su hogar.

Agradecimientos

Deuda de sangre es una obra de ficción, pero está inspirada en conversaciones con mi amigo Terry Hansen, a quien le trasplantaron un corazón el día de San Valentín de 1993. Le agradezco su franqueza para discutir los cambios emocionales y físicos que semejante acontecimiento supuso en su vida.

También quisiera dar las gracias a todos aquellos que me ofrecieron sus consejos y su experiencia durante la redacción de esta novela. Particularmente, quisiera dar las gracias a Linda y Callie por soportarme; William Gaida, agente retirado del Departamento de Policía de Los Ángeles por explicarme el arte de un interrogatorio mediante hipnosis; y a Jim Carter por mostrarme los barcos y el puerto deportivo de Cabrillo Marina. También quiero dar las gracias a Gene Riehl, agente retirado del FBI, Scott Anderson, zar de los ordenadores, Larry Sulkis, primer artillero y Scott Eyman, el genio de la escritura que me convenció para que no saltara al vacío después de descartar 240 páginas (a propósito) y tener que empezar de nuevo.

El libro y el autor se han beneficiado inmensamente de las opiniones de quienes lo han leído en sus diferentes fases. Entre ellos: Mary Connelly Lavelle, Susan Connelly y Jane Connelly Davis, Joel Gotler, Brian Lipson, Philip Spitzer, Ed Thomas, Bill Gerber, Melissa Rooker y Clint Eastwood. (Mi agradecimiento especial a Joel por los riffs de armónica.) Mi editor, Michael Pietsch, realizó el trabajo magistral que le caracteriza al tomar un enorme manuscrito y sacar lo mejor de él.

Por último, una vez más gracias a los libreros que me ayudan a contar historias.

Michael Connelly

Los Ángeles

Michael Connelly

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