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Estoy seguro de que se había anotado innumerables puntos en el tablero ético, con independencia de quien llevara la cuenta, pero la verdad era que su tiempo libre no le había hecho ningún bien en lo tocante al Departamento, y peor aún, el pobre y solitario Dexter había sentido en lo más hondo la falta de atención inmerecida de su único pariente vivo.

Así que era una buena noticia el hecho de que hubieran asignado a Deborah al caso, y estaba hablando al otro lado del sendero con su jefe, el capitán Matthews. Sin duda le estaba proveyendo de municiones para su inminente guerra contra la prensa, que se negaba a hacerle la fotografía del perfil bueno.

De hecho, las furgonetas de la prensa ya estaban llegando y desplegando sus efectivos para tomar fotos de la zona. Un par de sabuesos locales estaban aferrando con solemnidad sus micrófonos y recitaban frases contritas sobre la tragedia de dos vidas segadas con tanta brutalidad. Como siempre, me sentí muy agradecido de vivir en una sociedad libre, en la que la prensa tenía el sacrosanto derecho de exhibir imágenes de personas muertas en el telediario de la noche.

El capitán Matthews se acarició con cuidado su perfecto peinado con el pulpejo de la mano, dio una palmadita a Deborah en el hombro y se dispuso a hablar con la prensa. Y yo me encaminé hacia mi hermana.

Se quedó donde había estado hablando con Matthews, con la vista clavada en su espalda mientras hablaba con Rick Sangre, uno de los verdaderos gurús del periodismo que rendía culto al «si hay sangre, vale la pena contarlo».

—Bien, hermanita —la saludé—. Bienvenida al mundo real.

Ella negó con la cabeza.

—Hurra —dijo.

—¿Cómo va Kyle? —le pregunté, pues mi entrenamiento me indicaba que eso era lo correcto.

—¿Físicamente? —me preguntó—. Está bien, pero se siente inútil. Y esos capullos de Washington no le dejan volver al trabajo.

Me resultaba difícil calibrar la capacidad de Chutsky para volver al trabajo, pues nadie había definido con exactitud qué trabajo hacía. Sabía que estaba vagamente relacionado con algo del Gobierno, y que se trataba de algo clandestino, pero no sabía más que eso.

—Bien —dije, mientras buscaba el tópico adecuado—. Estoy seguro de que necesita un poco de tiempo.

—Sí —repuso ella—. Yo también. —Miró hacia el lugar donde estaban tendidos los dos cadáveres carbonizados—. De todos modos, esto me irá bien para distraerme un poco.

—Se rumorea que crees que podría tratarse de santería —dije, y mi hermana volvió al instante la cabeza hacia mí.

—¿Y tú no lo crees? —preguntó.

—Bien, podría ser —dije.

—¿Pero? —inquirió con brusquedad.

—Ningún «pero» —contesté.

—Maldita sea, Dexter —dijo ella—. ¿Qué sabes de esto?

Era una buena pregunta. En ocasiones, había ofrecido opiniones acertadas sobre algunos de los asesinatos más horripilantes en los que habíamos trabajado. Me había granjeado una pequeña reputación por mi intuición sobre la forma en que pensaban y trabajaban los psicóticos homicidas pervertidos, algo de lo más natural porque, sin que nadie lo supiera, excepto Deborah, yo también era un psicópata homicida pervertido.

Pero aunque ella había descubierto sólo en fecha muy reciente mi verdadera naturaleza, no había tenido reparos en aprovecharse de ello para que la ayudara en su trabajo. Me daba igual. Encantado de ayudarla. ¿Para qué está la familia, si no? Y me importaba un bledo que mis colegas monstruos pagaran su deuda con la sociedad en la silla eléctrica, a menos que fuera alguien que hubiera reservado para mis inocentes placeres, por supuesto.

Pero en este caso, no tenía nada que decir a Deborah. De hecho, había confiado en que ella pudiera proporcionarme alguna información, algo capaz de explicar el acto de desaparición tan peculiar y poco habitual del Oscuro Pasajero. Claro que no era el tipo de cosa que me gustaba contarle a Deborah, pero dijera lo que dijera sobre aquella doble ofrenda, no daría crédito a mis palabras. Estaría convencida de que contaba con información y una perspectiva que me impelían a callar. Lo único más suspicaz que un hermano es un hermano policía.

Por supuesto, ella estaba convencida de que yo me estaba callando algo.

—Vamos, Dexter —me animó—. Escúpelo. Dime qué sabes de esto.

—Querida hermanita, estoy absolutamente a oscuras —dije.

—Chorradas —me espetó, por lo visto sin captar la ironía—. Estás callando algo. —Jamás haría eso —dije—. ¿Mentiría a mi única hermana?

Ella me fulminó con la mirada.

—¿No es santería?

—No tengo ni idea —contesté, en el tono más tranquilizador posible—. Parece un buen punto de partida, pero…

—Lo sabía —dijo con brusquedad—. ¿Pero qué?

—Bien —empecé. La verdad es que se me acababa de ocurrir, y tal vez no significara nada, pero ya había empezado la frase, así que continué—. ¿Has oído hablar alguna vez de un santero que utilice cerámica? ¿Y toros…? ¿No tienen algo relacionado con las cabezas de chivo?

Me miró fijamente durante un minuto, y después sacudió la cabeza. —¿Eso es todo? ¿No tienes nada más?

—Ya te lo he dicho, Debs. No tengo nada. Era una simple idea, algo que se me ocurrió de repente.

—Bien —dijo ella—. Si me estás diciendo la verdad…

—Pues claro que sí —protesté.

—En ese caso, lo que tienes es menos que un huevo huero —dijo, y desvió la vista hacia el lugar donde el capitán Matthews continuaba contestando preguntas con su solemne y varonil mandíbula proyectada hacia delante—. Lo cual es todavía menos que la mierda de caballo que tengo yo —concluyó.

Nunca había oído que la mierda de caballo fuera menos que un huevo huero, pero siempre es bueno aprender algo nuevo. No obstante, aquella sorprendente revelación no lograba contestar a la verdadera pregunta: ¿por qué había corrido a esconderse el Oscuro Pasajero? En el curso de mi carrera y mi afición he visto cosas que la mayoría de la gente es incapaz de imaginar, a menos que hayan visto varias películas de esas que te echan en las autoescuelas por conducir borracho. Y en todos los casos en que me había encontrado, por espeluznantes que fueran, mi compañero en la sombra siempre aportaba algún comentario preciso sobre el procedimiento empleado, aunque sólo fuera un bostezo.

Pero ahora, enfrentado a algo tan poco siniestro como dos cadáveres carbonizados y unos vulgares objetos de cerámica, el Oscuro Pasajero optaba por largarse como una araña asustada y me dejaba sin su consejo. Una sensación nueva para mí, y descubrí que no me gustaba nada.

De todos modos, ¿qué debía hacer? No conocía a nadie con quien pudiera hablar de algo como el Oscuro Pasajero. Al menos, si quería continuar en libertad, como así era. Por lo que yo sabía, no había expertos en el tema aparte de mí. Pero ¿qué sabía yo en realidad sobre mi compañero de fatigas? ¿El hecho de compartir el espacio con él desde hacía tanto tiempo me convertía en un especialista en la materia? Su reacción, aquella inesperada huida al sótano, me estaba poniendo muy nervioso, como si me descubriera paseando por la oficina sin pantalones. En el fondo, no tenía ni idea de qué era o de dónde venía el Oscuro Pasajero, y nunca me había parecido muy importante.