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—No lo sé —contestó—. Tal vez.

—¿Qué puede decirnos al respecto? —preguntó Deborah.

—No puedo decirles nada porque no sé nada —dijo el hombre—, pero no me gusta y no quiero saber nada de ello. Hoy he de hacer cosas importantes. Dígale al policía que he de irme.

Y volvió a subir la ventanilla.

—Mierda —dijo Deborah, y me dirigió una mirada acusadora.

—Bien, yo no he hecho nada —me defendí.

—Mierda —repitió—. ¿Qué coño significa eso?

—Estoy completamente a oscuras —reconocí.

—Aja —dijo ella, con pinta de estar muy poco convencida, lo cual era un poco irónico. O sea, la gente siempre me cree cuando soy menos que sincero, y aquí había alguien de mi familia que se negaba a creer que estaba a oscuras por completo. Aparte del hecho de que el babalao había mostrado la misma reacción que el Pasajero… ¿Y qué podía deducir de ello?

Antes de poder seguir avanzando por aquella fascinante línea de pensamiento, me di cuenta de que Deborah me estaba mirando con una expresión cada vez más desagradable en la cara.

—¿Has encontrado las cabezas? —pregunté, con la intención de ser útil—. Podríamos saber algo más del ritual si supiéramos lo que hizo con las cabezas.

—No, no las hemos encontrado. No he encontrado nada, salvo un hermano que retiene información.

—Deborah, este permanente aire de desagradable suspicacia no es bueno para tus músculos faciales. Te saldrán arrugas en la frente.

—Puede que también me salga un asesino —replicó, y se dirigió hacia donde estaban los dos cuerpos carbonizados.

Como por lo visto ya no era útil, al menos para mi hermana, no me quedaba gran cosa por hacer en el lugar de los hechos. Tomé muestras de la sangre seca pegada alrededor de ambos cuellos y volví al laboratorio, con mucho tiempo para comer aunque fuera un poco tarde.

Pero ay, el pobre e intrépido Dexter debía llevar una diana pintada en la espalda, porque mis problemas apenas acababan de empezar. Justo cuando estaba despejando mi escritorio, preparado para zambullirme en el jovial tráfico asesino de la hora punta, Vince Masuoka entró como un rayo en mi despacho.

—Acabo de hablar con Manny —anunció—. Podrá recibirnos mañana por la mañana a las diez.

—Una noticia maravillosa —dije—. Lo único que podría mejorarla es saber quién es Manny y por qué va a recibirnos.

Vince compuso una expresión ofendida, una de las pocas expresiones sinceras que había visto en su cara. —Manny Borque —dijo—. El del catering.

—¿El de la MTV?

—Sí, exacto —confirmó Vince—. El tipo que ha ganado todos los premios, y que escribe en la revista Gourmet.

—Ah, sí —dije, para ganar tiempo con la esperanza de que algún brillante destello de imaginación me ayudara a esquivar aquel sino horrible—. El restaurador que gana premios.

—Dexter, este tipo es genial. Podría encargarse de toda la boda.

—Bien, Vince, eso es fantástico, pero…

—Escucha —prosiguió, con un tono autoritario que nunca le había oído antes—, dijiste que hablarías de esto con Rita y dejarías que decidiera ella.

—¿Eso dije?

—Sí, y no voy a permitir que arrojes por la borda una oportunidad tan maravillosa como ésta, sobre todo porque sé que a Rita le encantaría aprovecharla.

Yo ignoraba cómo podía estar tan seguro de eso. Al fin y al cabo, yo era el que se había prometido con esa mujer, y no tenía ni idea de qué tipo de restaurador la embelesaría. Pero pensé que aquel no era un buen momento para preguntarle cómo sabía lo que le encantaría o no a Rita. Aunque bien mirado, un hombre vestido como Carmen Miranda en Halloween quizá tuviera una intuición más aguda que la mía sobre los deseos culinarios más íntimos de mi prometida.

—Bien —concedí, después de decidir que dar largas era la mejor manera de escapar en aquel momento—, en ese caso, iré a casa y lo comentaré con Rita.

—Hazlo —dijo Vincent. Y no salió como una tromba, pero si hubiera tenido una puerta a mano para cerrarla con estrépito, lo habría hecho.

Terminé de ordenar las cosas y salí al tráfico vespertino. Camino de casa, un hombre de edad madura que conducía un todoterreno Toyota se colocó detrás de mí y empezó a tocar el claxon por algún motivo. Al cabo de cinco o seis manzanas, me adelantó y dio un leve volantazo para asustarme y obligarme a subir a la acera. Si bien admiré su carácter y me habría encantado complacerle, no me aparté de la calzada. Es inútil intentar encontrar un sentido al comportamiento de los conductores de Miami, mientras van enloquecidos de un lado a otro. Has de relajarte y gozar de la violencia. Esa parte, por supuesto, nunca representa ningún problema para mí. Así que sonreí y saludé, y el tipo pisó el acelerador y desapareció entre el tráfico a unos noventa kilómetros por hora por encima del límite de velocidad.

En circunstancias normales, considero el tumulto caótico de la vuelta a casa vespertina la forma perfecta de concluir el día. Ver tanta ira y ansias de matar me relaja, consigue que me sienta unido a mi ciudad natal y sus dinámicos habitantes. Pero esta noche me costaba sentirme de buen humor. Jamás pensé que fuera posible, ni por un momento, pero estaba preocupado.

Peor aún, no sabía el motivo de mi preocupación, sólo que el Oscuro Pasajero me había dedicado el silencio más impenetrable en la escena de un homicidio creativo. Esto nunca había pasado, y lo único que podía creer era que algo inusual, y quizá amenazador para Dexter, era la causa. Pero ¿qué? ¿Y cómo podía estar seguro, cuando en realidad no sabía nada del Pasajero, sólo que siempre me había ofrecido su punto de vista y comentarios joviales? Ya habíamos visto cuerpos quemados, y mucha cerámica, sin inmutarnos jamás. ¿Era la combinación? ¿O algo concreto de esos dos cadáveres? ¿O se trataba de una pura coincidencia, nada relacionado con lo que habíamos visto?

Cuanto más pensaba en ello, menos sabía, pero el tráfico remolineaba a mi alrededor con sus relajantes pautas homicidas, y cuando llegué a casa de Rita ya casi me había convencido de que no había nada de qué preocuparse.

Rita, Cody y Astor ya habían regresado de la escuela cuando llegué. Rita trabajaba mucho más cerca de casa que yo, y los niños iban a una actividad extraescolar en un parque próximo, de modo que todos llevaban esperando media hora como mínimo la oportunidad de echarme a patadas de mi paz espiritual ganada a pulso.

—Ha salido en las noticias —susurró Astor cuando abrí la puerta.

Cody asintió.

—Asqueroso —dijo, con su voz ronca y susurrante.

—¿Qué ha salido en las noticias? —pregunté, mientras intentaba abrirme paso entre ellos y entrar en la casa sin pisotearlos.

—¡Los quemaste! —susurró Astor, y Cody me miró con una absoluta carencia de expresión, que de alguna manera conseguía comunicar desaprobación.

—¿Que yo qué? ¿A quién…?

—Esas dos personas que encontraron en el colegio —dijo la niña—. No queremos aprender eso —añadió con énfasis, y Cody asintió de nuevo.

—¿En el…? ¿Te refieres a la universidad? Yo no…

—Una universidad es un colegio —dijo Astor, con la seguridad a prueba de bomba de una niña de diez años—. Y pensamos que quemar es asqueroso.

Empecé a comprender lo que habían visto en las noticias: un reportaje de la escena donde había pasado la mañana recogiendo muestras de sangre reseca de dos cuerpos carbonizados. Y no sé cómo, sólo porque sabían que había ido a jugar la otra noche, habían decidido que había pasado el rato de esa forma. Incluso sin la extraña retirada del Oscuro Pasajero, admití que era asqueroso, y consideré muy irritante que me creyeran capaz de algo así.

—Escuchad —dije con severidad—, eso no fue…