El sargento Doakes.
Nunca le había caído bien a Doakes. Daba la impresión de ser el único policía de todo el cuerpo que sospechaba que yo podía ser lo que era en realidad. Siempre había pensado que era capaz de ver a través de mi disfraz porque él era como yo, un asesino despiadado. Había intentado, sin lograrlo, demostrar que yo era culpable de casi todo, y ese fracaso también había provocado que no le tuviera simpatía.
La última vez que había visto a Doakes, los paramédicos le estaban subiendo a una ambulancia. Estaba inconsciente, en parte como resultado del shock y el dolor de haber perdido la lengua, los pies y las manos por obra de un cirujano aficionado de gran talento, convencido de que Doakes le había perjudicado. Era cierto que yo había plantado la semilla de esa idea en el buen doctor, pero al menos también había tenido la decencia de convencer a Doakes de que se ciñera al plan ideado para cazar al monstruo inhumano. Además, casi había logrado salvar a Doakes, aun a riesgo de perder mi vida y algunos miembros preciosos e irreemplazables. No había conseguido poner a punto el rescate audaz y puntual que Doakes esperaba, pero lo había intentado, y no era culpa mía que estuviera más muerto que vivo cuando se lo llevaron.
No me parecía que fuera pedir demasiado un pequeño agradecimiento por el gran peligro al que me había expuesto para salvarle. No necesitaba flores, ni medallas, ni siquiera una caja de bombones, sino algo así como una palmada en la espalda y un «Gracias, amigo» murmurado. Le costaría decir algo coherente sin lengua, por supuesto, y la palmada en la espalda con una de sus nuevas manos metálicas tal vez resultaría dolorosa, pero al menos podría probar. ¿Acaso era esto pedir demasiado?
Sí, por lo visto. Doakes me miraba como si fuera el perro más hambriento del mundo y yo el último filete. Yo pensaba que antes me miraba con veneno suficiente para acabar con toda la lista de especies en peligro de extinción. Pero eso había sido la carcajada de un niño travieso en un día soleado, en comparación con la forma en que me estaba mirando ahora. Y ya sabía lo que había provocado el carraspeo del Oscuro Pasajero: el olor de un depredador conocido. Sentí la lenta flexión de unas alas interiores que cobraban vida y se alzaban en desafío a los ojos de Doakes. Detrás de aquellos ojos oscuros, su monstruo interior rugía y escupía al mío. Estuvimos así durante un largo rato, en apariencia sólo mirándonos, y en el fondo dos sombras depredadoras desafiándose.
Alguien estaba hablando, pero el mundo se había reducido a Doakes y yo, y a las dos sombras negras interiores que lanzaban su grito de batalla, y ninguno de los dos había oído ni una palabra, sólo un zumbido irritante al fondo.
La voz de Deborah cortó la niebla.
—Sargento Doakes —dijo, con voz algo forzada. Por fin, Doakes se volvió hacia ella y el hechizo se rompió. Y como me sentía algo engreído a causa del poder (¡albricias!) del Pasajero, así como por la insignificante victoria de que Doakes hubiera sido el primero en apartar la vista, me fundí con el papel pintado y di un paso atrás para examinar los restos de mi antigua y poderosa diosa de la venganza.
El sargento Doakes todavía ostentaba el récord del Departamento en comparecer ante la prensa, pero daba la impresión de que iba a tardar una temporada en defender dicho récord. Estaba demacrado y, a excepción del fuego que brillaba en sus ojos, parecía casi débil. Se erguía con rigidez sobre sus dos pies protésicos, con los brazos caídos a los costados, y esos objetos de plata centelleantes, que parecían llaves inglesas, sobresaliendo de cada muñeca.
Oía respirar a los demás presentes, pero aparte de eso reinaba el silencio. Todo el mundo estaba mirando la cosa que antes había sido el sargento Doakes, y él miraba a Deborah, quien se humedeció los labios, mientras intentaba pensar en algo coherente que decir.
—Tome asiento, Doakes —dijo por fin—. Hum. ¿Le pongo al día?
Doakes la miró durante un largo rato. Después, dio media vuelta con torpeza, me fulminó con la mirada y salió de la sala. Sus pasos extraños y medidos resonaron en el pasillo hasta enmudecer.
En general, a los policías no les gusta dar a entender que alguna vez se han sentido impresionados o intimidados, así que transcurrieron varios segundos hasta que alguien se arriesgara a delatar una emoción indeseable respirando de nuevo. Por supuesto, fue Deborah quien rompió por fin aquel silencio anormal.
—Muy bien —dijo, y de repente todo el mundo empezó a carraspear y a removerse en su silla.
—Las cabezas no flotan —insistió con tozudez Camilla Figg, y volvimos a donde estábamos antes de la repentina semiaparición del sargento Doakes. Continuaron parloteando unos diez minutos más, luchando contra el crimen a base de discutir quién debía ocuparse del papeleo, cuando la puerta que tenía al lado se abrió y volvimos a ser interrumpidos groseramente.
—Siento interrumpir —dijo el capitán Matthews—. Tengo una…, er…, noticia estupenda, creo. —Nos miró con el ceño fruncido, y hasta yo podría haberle indicado que no era la cara más adecuada para dar noticias estupendas—. Es, hum, ejem. El sargento Doakes ha vuelto, y está, hum… Es importante que comprendan que ha sufrido graves, hum, lesiones. Le quedan sólo dos años para cobrar la pensión completa, de modo que los abogados, hum… Hemos pensado, dadas las circunstancias, hum… —Se calló y paseó la vista a su alrededor—. ¿Ya se lo han dicho?
—El sargento Doakes acaba de marcharse —dijo Deborah.
—Oh —dijo Matthews—. Bien, pues… —Se encogió de hombros—. Estupendo. De acuerdo, pues. Les dejaré continuar la reunión. ¿Alguna novedad?
—Ningún progreso todavía, capitán —dijo Deborah.
—Bien, estoy seguro de que habrán terminado con esto antes de que la prensa… Quiero decir, sin más dilación.
—Sí, señor —dijo Debs.
—De acuerdo, pues —repitió el capitán. Paseó una vez más la mirada por la sala, se irguió en toda su estatura y salió.
—Las cabezas no flotan — repitió alguien, y una pequeña oleada de carcajadas recorrió la sala.
—Jesús —dijo Deborah—. ¿Podemos concentrarnos en esto, por favor? Tenemos dos cuerpos entre manos.
Y más que vendrán, pensé. El Oscuro Pasajero se removió un poco, como en un esfuerzo valiente por no huir, pero eso fue todo, y ya no volví a pensar en ello.
9
Yo no sueño. Es decir, estoy seguro de que en algún momento de mi descanso nocturno normal desfilarán imágenes y fragmentos de chorradas a través de mi inconsciente. Al fin y al cabo, me han dicho que le pasa a todo el mundo. Pero nunca recuerdo los sueños, si es que los tengo, y me han dicho que eso no le pasa a nadie. Por lo tanto, deduzco que no sueño.
Así que significó una especie de sorpresa descubrirme aquella noche, acunado en los brazos de Rita, gritando algo que no conseguía oír. Sólo percibí el eco de mi voz estrangulada que volvía a mí desde la oscuridad algodonosa, y la mano fría de Rita sobre mi frente.
—No pasa nada, cariño —murmuró—, no te dejaré.
—Muchas gracias —dije con voz ronca. Carraspeé y me incorporé.
—Has tenido una pesadilla —me dijo. —¿De veras? ¿De qué iba?
No recordaba nada, salvo mis gritos y una vaga sensación de peligro, y que estaba solo por completo.
—No lo sé —dijo Rita—. Estabas gritando: «¡Vuelve! No me dejes solo». —Carraspeó—. Dexter… Sé que estás un poco tenso por lo de la boda…
—En absoluto —contesté.
—Pero quiero que sepas que nunca te abandonaré. —Tomó mi mano de nuevo—. Conmigo es para siempre, mi amor. No te soltaré. —Apoyó la cabeza en mi hombro—. No te preocupes. Nunca te abandonaré, Dexter.