Si bien carezco de experiencia en materia de sueños, estaba muy seguro de que mi inconsciente no estaba terriblemente preocupado por la posibilidad de que Rita me abandonara. O sea, ni se me había ocurrido que pudiera hacerlo, lo cual no era una señal de confianza por mi parte. No había pensado en ello, así de sencillo. La verdad era que no tenía ni la más remota idea de por qué quería vivir conmigo, de modo que un hipotético abandono era igual de misterioso.
No, era algo de mi inconsciente. Si lloraba de dolor por la amenaza de ser abandonado, sabía muy bien qué temía perder: el Oscuro Pasajero. Mi amigo del alma, mi compañero fiel en el viaje a través de las penas y los placeres afilados de la vida. Ese era el miedo que enmascaraba el sueño: perder aquello que significaba una gran parte de mí, que me había definido durante toda mi vida.
Cuando se escondió durante la escena del crimen de la universidad, me había producido una honda impresión, más de lo que imaginé en aquel momento. La repentina y aterradora aparición del sesenta y cinco por ciento del sargento Doakes aportó la sensación de peligro, y el resto era fácil. Mi inconsciente había suministrado un sueño sobre el tema. Muy claro: Psicología 101, un caso de manual, nada de qué preocuparse.
Entonces, ¿por qué seguía preocupado?
Porque el Pasajero nunca se había escondido, y yo aún no sabía por qué había elegido ese momento. ¿Tendría razón Rita acerca de la tensión provocada por la boda inminente? ¿O había algo en los dos cadáveres decapitados junto al lago de la universidad que asustaba al Pasajero?
No lo sabía, y como daba la impresión de que las ideas de Rita acerca de consolarme habían adoptado un giro más activo, no parecía que fuera a averiguarlo pronto.
—Ven aquí, nene —susurró Rita.
Al fin y al cabo, no hay donde huir en una cama de matrimonio, ¿verdad?
La mañana siguiente encontró a Deborah obsesionada con hallar las cabezas desaparecidas de los dos cuerpos de la universidad. De alguna manera, se había filtrado a la prensa que el Departamento estaba interesado en encontrar un par de cráneos extraviados. Estábamos en Miami, y yo había pensado que una cabeza desaparecida recibiría menos atención que un embotellamiento de tráfico en la I-95, pero el hecho de que eran dos, y de que al parecer pertenecían a dos mujeres jóvenes, había creado un gran revuelo. El capitán Matthews era un hombre que conocía el valor de ser mencionado en la prensa, pero ni siquiera él estaba complacido con la nota de histeria añadida a lo ocurrido.
De modo que desde las alturas se desencadenó una gran presión sobre todos nosotros. Desde el capitán hasta Deborah, que no perdió tiempo en transmitirla a los demás. Vince Masuoka estaba convencido de que podría proporcionar a Deborah la clave de todo el asunto si descubría qué secta religiosa estrambótica era la responsable. Eso le condujo a asomar la cabeza por mi puerta aquella mañana y, sin previo aviso, me dedicó su mejor sonrisa falsa.
—Candomblé —anunció, con firmeza y claridad.
—Qué vergüenza —dije—. No es el momento de utilizar ese tipo de lenguaje.
—Ja —porfió, con su terrible risa artificial—. Sí que lo es, estoy seguro. Candomblé es como la santería, pero en brasileño.
—Vince, no tengo razones para dudar de ti. Mi pregunta es: ¿de qué demonios estás hablando?
Avanzó dos pasos con afectación, como si su cuerpo quisiera despegar y no pudiera contenerlo.
—Hacen algo con cabezas de animales en algunos de sus rituales —dijo—. Sale en Internet.
—Vaya —dije—. ¿Sale en Internet que este rollo brasileño asa humanos a la barbacoa, les corta la cabeza y las sustituye por cabezas de toro de cerámica?
Vince se desanimó un poco.
—No —admitió, y enarcó una ceja esperanzado—. Pero utilizan animales.
—¿Cómo los utilizan, Vince? —le pregunté.
—Bien —respondió, y paseó la vista a su alrededor, como si buscara otro tema de conversación—. A veces ofrecen una parte a los dioses, y se comen el resto.
—Vince —dije—, ¿estás insinuando que alguien se comió las cabezas desaparecidas?
—No —contestó, al tiempo que adoptaba una actitud hosca, casi como habrían hecho Cody y Astor—. Pero podría ser.
—Sería desagradable, ¿no?
—De acuerdo —aceptó, cada vez más malhumorado—. Sólo intento ayudar.
Y se marchó, sin ni siquiera una sonrisita falsa.
Pero el caos no había hecho más que empezar. Tal como había indicado mi involuntario viaje al país de los sueños, ya estaba sometido a bastante presión sin una hermana alborotada, pero al cabo de pocos minutos, mi pequeño oasis de paz saltó en pedazos de nuevo, esta vez por culpa de Deborah, quien entró en tromba en mi despacho, como perseguida por abejas asesinas.
—Vamonos —rugió.
—¿Adónde? —inquirí, una pregunta muy razonable, pensé, pero fue como si le hubiera pedido que se afeitara la cabeza y se la pintara de azul.
—¡Ponte en marcha y vámonos! —me ordenó, así que la seguí hasta el aparcamiento y entré en su coche.
—Juro por Dios —bramó, mientras se abría paso entre el tráfico— que nunca había visto a Matthews tan cabreado. ¡Y ahora es por mi culpa! —Golpeó el claxon para subrayar sus palabras y adelantó a una furgoneta que llevaba pintado PALMVIEW ASSISTED LIVING en el costado—. Todo porque algún capullo filtró lo de las cabezas a la prensa.
—Bien, Debs —dije, con toda la calma que pude reunir—, estoy seguro de que las cabezas aparecerán.
—Ya puedes jurarlo —aseveró, y esquivó por poco a un hombre gordo en bicicleta, cargado con enormes sacos llenos de chatarra—. Porque voy a descubrir a qué culto pertenece el muy hijo de puta, y después crucificaré al bastardo.
Dejé de intentar calmarla. Al parecer, mi querida hermana demente, al igual que Vince, se había aferrado a la idea de que localizar la religión alternativa apropiada revelaría la identidad del criminal.
—Bueno, de acuerdo —dije—. ¿Y dónde vamos a hacer eso?
Entró en Biscayne Boulevard, ocupó una plaza de aparcamiento junto al bordillo sin contestar y bajó del coche. Me encontré siguiéndola pacientemente hasta el Centro de Mejora Interior, un centro de información sobre todas esas cosas tan útiles que incluyen las palabras «holista», «de hierbas» o «aura».
El centro era un edificio pequeño y destartalado situado en una zona de Biscayne Boulevard que, por lo visto, había sido destinado por decreto a convertirse en reserva de prostitutas y traficantes de crack. Había enormes barrotes en los escaparates y más en la puerta, que estaba cerrada con llave. Deborah la golpeó y, al cabo de un rato, emitió un zumbido irritante. Empujó, y al final consiguió abrirla.
Entramos. Una nube asfixiante de incienso se derramó sobre mí, y adiviné que mi mejora interior había empezado con una revisión completa de mis pulmones. A través del humo conseguí distinguir un gran lienzo amarillo de seda colgado de una pared, que anunciaba TODOS SOMOS UNO. No decía uno de qué. Un disco sonaba de fondo, el sonido de alguien que parecía estar combatiendo una sobredosis de tranquilizantes a base de agitar de vez en cuando unas campanillas. Una cascada murmuraba al fondo, y estoy seguro de que, de haberlo tenido, mi espíritu habría alzado el vuelo. Como no tenía, consideré el conjunto un poco irritante.
Pero no habíamos ido en busca de placer, por supuesto, ni siquiera de mejora interior. Y la sargento Hermana no pensaba irse por las ramas, por supuesto. Se precipitó hacia el mostrador, donde se hallaba una mujer de edad madura con un vestido largo hasta los pies, teñido con el sistema batik, que parecía hecho de papel crepé antiguo. Su pelo gris formaba una masa desordenada sobre su cabeza, y tenía el ceño fruncido. Debía de ser un fruncimiento beatífico de iluminación espiritual.