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—¿Puedo ayudarles? —preguntó, con una voz grave que parecía sugerir que no teníamos remedio.

Deborah exhibió la placa. Antes de que pudiera decir algo, la mujer se la arrebató.

—Muy bien, sargento Morgan —dijo la mujer, al tiempo que arrojaba la placa sobre el mostrador—. Parece auténtica.

—¿No habría podido leer su aura para saberlo? —sugerí. Ninguna de las dos pareció dispuesta a conceder al comentario el mérito que merecía, de modo que me encogí de hombros y escuché, mientras Deborah iniciaba su agotador interrogatorio.

—Me gustaría hacerle unas preguntas —dijo, al tiempo que se inclinaba hacia delante para recoger su placa.

—¿Sobre qué? —preguntó la mujer. Frunció el ceño todavía más, y Deborah la imitó. Dio la impresión de que se iban a enzarzar en una buena pelea de fruncimientos, cuya ganadora recibiría gratis un tratamiento con Botox para inmovilizar su rostro en una expresión amenazadora permanente.

—Se han producido algunos asesinatos —continuó Deborah, y la mujer se encogió de hombros.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo? —preguntó.

Aplaudí su razonamiento, pero al fin y al cabo, tenía que apoyar a mi equipo de vez en cuando.

—Es porque todos somos uno —dije—. Es la base de todo el trabajo policial.

Volvió su expresión ceñuda hacia mí y parpadeó de una manera muy agresiva.

—¿Quién coño es usted? —preguntó—. Enséñeme su placa.

—Soy su guardaespaldas —contesté—. Por si un mal karma la ataca.

La mujer resopló, pero al menos no me disparó.

—Los policías de esta ciudad nadan en mal karma —dijo—. Estuve en la manifestación contra el ALCA{Área de Libre Comercio de las Américas. (N. del T.)} y sé que ustedes son así.

—Es posible —concedió Deborah—, pero el otro bando es todavía peor, de modo que ¿podría contestar a algunas preguntas?

La mujer miró de nuevo a Deborah, todavía ceñuda, y se encogió de hombros.

—De acuerdo, supongo —aceptó—, pero no sé en qué puedo ayudarla. Le advierto que llamaré a mi abogado si se pasa un pelo.

—Estupendo —dijo Deborah—. Estamos buscando una pista sobre alguien que pudiera estar relacionado con algún grupo religioso alternativo que utilice toros.

Por un momento pensé que la mujer iba a sonreír, pero se contuvo justo a tiempo.

—¿Toros? Jesús, ¿quién no utiliza toros? Se remonta a Sumeria, a Creta, a todos esos lugares que fueron cuna de la civilización. Montones de pueblos han adorado a los toros. O sea, aparte de las pollas grandes, son muy poderosos.

Si la mujer pensaba que iba a poner en apuros a Deborah, no sabía tanto sobre los policías de Miami como creía. Mi hermana ni siquiera pestañeó.

—¿Conoce algún grupo concreto de la ciudad? —preguntó.

—No sé —repuso la mujer—. ¿Qué clase de grupo?

—¿Candomblé? —dije, agradecido por un momento a Vince por enseñarme la palabra—. ¿Palo Mayombe? ¿O Wicca?

—Para el rollo hispano, tendrán que ir a Eleggua, en la calle Ocho. De eso no sé. Vendemos algunos artículos de Wicca, pero no voy a hablar de ello sin una orden judicial. En cualquier caso, no adoran a los toros. —Resopló—. Se pasean desnudos por los Everglades, esperando la llegada de su poder.

—¿Hay alguien más? —insistió Deborah.

La mujer sacudió la cabeza.

—No sé. Conozco a casi todos los grupos de la ciudad, y no se me ocurre nada por el estilo. —Se encogió de hombros—. Tal vez los druidas, se acerca una de sus festividades de primavera. Hacían sacrificios humanos.

Deborah frunció todavía más el ceño.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó.

Esta vez la mujer sí sonrió, sólo un poco, con las comisuras.

—Hará unos dos mil años. Ha llegado un poco tarde para eso, Sherlock.

—¿Se le ocurre otra cosa que pueda sernos de utilidad? —preguntó Deborah.

La mujer negó con la cabeza.

—No. Es posible que ande suelto un psicópata que haya leído a Aleister Crowley y viva en una granja de productos lácteos. ¿Cómo voy a saberlo?

Deborah la miró un momento, como intentando decidir si había sido lo bastante ofensiva para detenerla, y después decidió que no.

—Gracias por su tiempo —dijo, y dejó su tarjeta sobre el mostrador—. Si se le ocurre algo que pueda sernos de utilidad, haga el favor de llamar.

—Sí, claro —contestó la mujer, sin ni siquiera echar un vistazo a la tarjeta. Deborah la miró, y después salió. La mujer me dirigió una mirada y sonrió.

—Me gustan mucho las verduras —comenté. Después, dediqué a la mujer el signo de la paz y seguí a mi hermana.

—Ha sido un idea estúpida —dijo Deborah, mientras volvíamos al coche a toda prisa.

—Oh, yo no diría eso —contesté. Y era verdad, yo no diría eso. Había sido una idea muy estúpida, por supuesto, pero admitirlo habría sido invitar a Deborah a uno de sus brutales golpes en el brazo—. Al menos, hemos eliminado algunas posibilidades.

—Claro —dijo en tono amargo—. Ahora sabemos que no debió de ser una banda de maricones desnudos, a menos que lo hicieran hace dos mil años.

Tenía razón, pero considero el deber de mi vida ayudar a quienes me rodean a mantener una actitud positiva.

—Aun así, hemos progresado —insistí—. ¿Vamos a investigar el local de la calle Ocho? Seré tu traductor.

Pese a ser nativa de Miami, Debs había insistido en estudiar, francés en el colegio, y apenas sabía pedir la comida en español.

Negó con la cabeza.

—Será una pérdida de tiempo —dijo—. Le diré a Ángel que haga preguntas, pero no servirá de nada.

Y tenía razón. Ángel volvió aquella tarde con una vela muy bonita que llevaba una oración a san Judas en español, pero aparte de eso, el viaje a la calle Ocho fue una pérdida de tiempo, tal como Deborah había pronosticado.

No nos quedaba nada, salvo dos cadáveres sin cabeza y un mal presentimiento.

Eso estaba a punto de cambiar.

10

El día siguiente transcurrió sin pena ni gloria, y no obtuvimos ninguna pista nueva sobre los dos asesinatos de la universidad. Y como la vida es un asunto grotesco y retorcido, Deborah me culpaba de nuestra falta de progresos. Aún seguía convencida de que yo poseía poderes mágicos y los había utilizado para llegar hasta el oscuro corazón de los asesinatos, y le estaba ocultando información vital por mezquinas razones personales.

Muy halagador, pero nada más lejos de la verdad. Lo único que sabía del caso es que algo había asustado al Oscuro Pasajero, y yo no quería que volviera a suceder. Decidí mantenerme apartado del caso. Como casi no exigía análisis de sangre, eso me habría resultado fácil en un universo lógico y coherente.

Pero, ay, no vivimos en un lugar semejante. Nuestro universo está gobernado por un azar caprichoso, habitado por gente que se ríe de la lógica. En aquel momento, el jefe era mi hermana. A la mañana siguiente, me acorraló en mi cubículo y me arrastró a comer con su novio, Kyle Chutsky. En realidad, no tenía nada en contra de Chutsky, aparte de su actitud permanente de saber la verdad completa sobre todas las cosas. Dejando de lado esa característica, era tan agradable y cordial como cualquier asesino despiadado, y habría sido hipócrita por mi parte poner reparos a su personalidad basándome en estas premisas. Como daba la impresión de que hacía feliz a mi hermana, tampoco me oponía por otros motivos.

Así que fui a comer, porque en primer lugar se trataba de mi hermana, y en segundo, la poderosa máquina que es mi cuerpo necesita combustible casi de manera constante.

El combustible que más anhela es un bocadillo medianoche, por lo general con acompañamiento de plátanos fritos y un batido de leche de mamey. No sé por qué este sencillo y abundante manjar pulsa una nota tan trascendental en las cuerdas de mi ser, pero no existe nada igual. Preparado de la manera adecuada, me lleva lo más cerca posible del éxtasis. Y en ningún sitio lo preparan mejor que en el Café Relámpago, un local cercano a la comisaría, donde los Morgan han comido desde tiempo inmemorial. Era tan bueno que ni siquiera el perpetuo malhumor de Deborah era capaz de estropearlo.