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—Rita —dije.

Se volvió hacia mí con los ojos abiertos de par en par y llenos de miedo.

—Pero ¿qué quieren? —preguntó, como si yo pudiera aclarárselo. Y tal vez habría podido, en circunstancias normales, cuando «normal» definía toda la parte anterior de mi vida, cuando mi Pasajero me hacía compañía y susurraba terribles secretos. Pero tal como estaban las cosas, sólo sabía que querían entrar y no sabía por qué.

Tampoco sabía lo que querían, pero no parecía tan importante en aquel momento como el hecho de que deseaban algo, de eso no cabía duda, y pensaban que nosotros lo teníamos.

—Vamos —dije—. Todo el mundo fuera de aquí. —Rita se volvió a mirarme, pero Cody no se movió. —Moveos —ordené, y Astor tomó a Rita de la mano y salió a toda prisa. Yo apoyé una mano sobre el hombro de Cody y le empujé hacia su madre, al tiempo que le quitaba el desatascador y me volvía hacia la ventana.

El ruido continuaba, unos arañazos que sonaban como si alguien quisiera destrozar el cristal con sus garras. Sin darme cuenta de lo que hacía, golpeé la ventana con la cabeza de goma del desatascador.

El ruido paró.

Durante un largo rato no se oyó otro sonido que mi respiración, rápida y entrecortada. Y después, no muy lejos, oí una sirena de la policía que rasgaba el silencio. Salí del cuarto de baño sin apartar la vista de la ventana.

Rita estaba sentada en la cama, con Cody a un lado y Astor al otro. Los niños parecían muy serenos, pero Rita estaba al borde de la histeria.

—No pasa nada —dije—. La policía está a punto de llegar.

—¿Será la sargento Debbie? —me preguntó Astor, y añadió esperanzada—: ¿Crees que disparará contra alguien?

—La sargento Debbie está en la cama, dormida —dije. La sirena casi había llegado, y con un chirriar de neumáticos paró delante de nuestra casa y recorrió toda la escala musical hasta enmudecer de mala gana—. Ya están aquí —les dije. Rita saltó de la cama y cogió de la mano a los niños.

Los tres me siguieron, y cuando llegamos a la puerta de la calle ya estaban llamando, cortés pero firmemente. De todos modos, como la vida nos enseña cautela, pregunté:

—¿Quién es?

—La policía —dijo una severa voz masculina—. Alguien informó de un posible robo con escalo.

Sonaba auténtico, pero sólo para asegurarme dejé la cadena puesta cuando abrí la puerta y me asomé. Había dos policías uniformados, uno que miraba la puerta y otro que examinaba el patio y la calle.

Cerré la puerta, quité la cadena y volví a abrirla.

—Entre, agente —dije. El nombre de su placa ponía Ramírez, y me di cuenta de que le conocía, pero no entró en la casa. Se limitó a mirar mi mano.

—¿Qué clase de emergencia tenemos entre manos, jefe? —preguntó, al tiempo que indicaba mi mano con un cabeceo. Miré y me di cuenta de que aún sujetaba el desatascador.

—Oh —dije. Dejé el desatascador detrás de la puerta, en el paragüero—. Lo siento. Defensa propia.

—Aja —dijo Ramírez—. Supongo que dependería de lo que llevara el otro. —Entró en la casa y llamó a su compañero—. Echa un vistazo por el patio, Williams.

—Voy —contestó éste, un hombre nervudo de unos cuarenta años. Se encaminó hacia el patio y desapareció por la esquina de la casa.

Ramírez se paró en el centro de la sala, mientras miraba a Rita y a los niños.

—Bien, ¿cuál es la historia? —preguntó, y antes de que yo pudiera contestar, me miró fijamente—. ¿Nos conocemos? —Dexter Morgan —dije—. Trabajo en Forense.

—De acuerdo —dijo—. ¿Qué ha pasado aquí, Dexter?

Se lo conté.

28

Los policías se quedaron con nosotros unos cuarenta minutos. Miraron en el patio y el vecindario, pero no encontraron nada, cosa que no pareció sorprenderles, ni a mí, para ser sincero. Cuando terminaron, Rita les obsequió con café y unas galletas de harina de avena que había hecho.

Ramírez estaba seguro de que habían sido un par de crios con ganas de provocarnos alguna reacción, cosa que, de ser cierto, habían logrado. Williams se esforzó por tranquilizarnos, nos dijo que había sido una broma pesada y que ya había terminado, y cuando estaban a punto de marcharse, Ramírez añadió que pasarían por delante algunas veces durante el resto de la noche. Pero pese a estas palabras tranquilizadoras, Rita se quedó sentada a la mesa de la cocina con una taza de café el resto de la noche, incapaz de volver a dormir. Por mi parte, di vueltas durante más de tres minutos, hasta zambullirme en el país de los sueños.

Y mientras descendía por la larga montaña negra hasta el sueño, la música empezó de nuevo. Y noté una gran sensación de alegría, y luego calor en mi cara…

Sin saber cómo me encontré en el pasillo, mientras Rita me sacudía y gritaba mi nombre.

—Despierta, Dexter —decía—. Dexter.

—¿Qué ha pasado? —pregunté.

—Estabas caminando en sueños —dijo Rita—. Y cantando. Cantabas mientras dormías.

Y así, la aurora de dedos rosados nos encontró a los dos sentados a la mesa de la cocina, bebiendo café. Cuando el despertador sonó por fin en el dormitorio, Rita se levantó para desconectarlo, volvió y me miró. Yo sostuve su mirada, pero por lo visto no teníamos nada que decir, y después Cody y Astor entraron en la cocina, y no podíamos hacer otra cosa que seguir la rutina matutina e ir a trabajar, fingiendo como autómatas que todo era exactamente como antes.

Pero no lo era, claro está. Alguien estaba intentando entrar en mi cabeza, y lo estaba consiguiendo muy bien. Y ahora había intentado entrar en mi casa, y ni siquiera sabía quién era o qué quería. Debía suponer que era algo relacionado con Moloch, y la ausencia de mi Presencia.

La conclusión era que alguien estaba intentando hacerme algo, y cada vez estaba más cerca de lograrlo.

Me negaba a tomar en serio la idea de que un dios antiguo estaba intentando matarme. Para empezar, no existen. Y aunque existieran, ¿por qué iba uno de ellos a molestarse conmigo? Estaba claro que un ser humano estaba utilizando el rollo de Moloch como un disfraz para sentirse más poderoso e importante, y para convencer a sus víctimas de que poseía poderes mágicos.

Como la capacidad de invadir mi sueño y obligarme a oír música, por ejemplo. Un depredador humano no podía hacer eso. Ni tampoco asustar al Oscuro Pasajero.

Las únicas respuestas posibles eran imposibles. Tal vez debía atribuirlo a la fatiga, pero no se me ocurrían otras.

Cuando llegué al trabajo aquella mañana, no tuve tiempo de pensar algo mejor, porque recibimos una llamada sobre un doble homicidio en una tranquila casa donde cultivaban marihuana en el Grove. Habían atado y despedazado a dos adolescentes, y disparado varias veces sobre ellos. Y si bien estoy seguro de que habría tenido que considerar horrible lo sucedido, me sentí agradecido por la oportunidad de ver dos cadáveres que no estuvieran asados y decapitados. Conseguía que las cosas parecieran normales, incluso plácidas, al menos por un rato. Rocié mi luminol aquí y allí, casi contento de llevar a cabo una tarea que expulsara durante un rato la espantosa música.

Pero también me concedió tiempo para meditar, cosa que hice. Veía escenas como ésta cada día, y nueve de cada diez veces los asesinos decían cosas como «se me fue la olla» o «cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, ya era demasiado tarde». Simples excusas, que a mí me parecían divertidas, porque yo siempre sabía lo que estaba haciendo, y por eso lo hacía.

Y por fin, se me ocurrió una idea: había descubierto que no podía hacer nada a Starzak sin el Oscuro Pasajero. Esto significaba que mi talento residía en el Pasajero, no en mí mismo. Lo cual podía significar que todos aquellos a los que «se les iba la olla» eran anfitriones temporales de algo similar, ¿verdad?