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¿Se trataba por fin de un instinto paternal?

Toda la superficie de mi cuerpo hormigueaba de fuego frío, debido a la necesidad de marcharme, de empezar, de hacer lo indecible, pero en cambio respiré hondo y adopté una expresión neutra.

—Mañana tenéis que ir a clase —sentencié—, y casi es hora de ir a la cama.

Me miraron como si los hubiera traicionado, y supongo que así era, por haber cambiado las reglas y jugado a Papaíto Dexter cuando pensaban que estaban hablando con Demoníaco Dexter. De todos modos, era bastante cierto. No puedes llevarte a niños pequeños a las tantas de la madrugada a un destripamiento, y esperar que a la mañana siguiente se acuerden del abecedario. Ya me costaba bastante ir a trabajar por la mañana después de alguna de mis pequeñas aventuras, pero yo contaba con la ventaja de todo el café cubano que me apeteciera. Además, eran demasiado pequeños, la verdad.

—Te estás portando como un adulto —me espetó Astor con el desdén propio de sus diez años.

—Es que soy un adulto —repuse—, y procuro portarme con vosotros como debe ser.

Aunque lo había dicho con dolor en los dientes debido a la creciente necesidad, lo decía en serio, si bien no logré suavizar las miradas idénticas de adusto desdén que me dedicaron.

—Pensábamos que eras diferente —observó Astor.

—No se me ocurre cómo podría ser más diferente y seguir pareciendo humano —dije.

—No es justo —insistió Cody. Le miré a los ojos y vi una diminuta bestia oscura alzar la cabeza y rugirme.

—No, no es justo —admití—. No hay nada en la vida que sea justo. «Justo» es una palabrota, y agradeceré que no la utilicéis delante de mí.

Cody me miró con severidad un momento, una expresión de decepción que yo nunca le había visto, y no supe si deseaba darle una bofetada o una galleta.

—No es justo —repitió.

—Escucha —le dije—, sé algo sobre esto. Y ésta es la primera lección. Los niños normales se acuestan pronto entre semana.

—Anormal —comentó, y proyectó el labio inferior lo suficiente para depositar sobre él sus libros de texto.

—Ésa es exactamente la cuestión —le dije—. Por eso has de aparentar siempre normalidad, actuar con normalidad, conseguir que todos los demás crean que eres normal. Y lo otro que has de hacer es seguir mis instrucciones al pie de la letra, de lo contrario no lo haré. —No parecía muy convencido, pero se estaba debilitando—. Has de confiar en mí, Cody, y debes hacerlo a mi manera.

—Debo —farfulló.

—Sí —dije—. Debes.

Me miró durante un momento muy largo, y después desvió la vista hacia su hermana, que le miró. Fue una maravilla de comunicación no verbal. Intuí que estaban sosteniendo una conversación muy larga y complicada, pero no emitieron el menor sonido hasta que As-tor se encogió de hombros y se volvió hacia mí.

—Has de prometer —me dijo.

—De acuerdo —contesté—. ¿Prometer qué?

—Que empezarás a enseñarnos —terció la niña, y Cody asintió—. Pronto.

Respiré hondo. Jamás había tenido la menor probabilidad de ir a un paraíso que consideraba muy hipotético, incluso antes de esto. Pero pasar por este trago, acceder a transformar a estos pequeños monstruos andrajosos en pequeños monstruos limpios y bien educados.. . Bueno, espero tener razón sobre lo de «hipotético».

—Prometo —dije. Se miraron, me miraron y se fueron.

Y allí estaba yo con una bolsa llena de juguetes, un compromiso urgente y una sensación algo marchita de apremio.

¿La vida de familia es así para todo el mundo? Y en tal caso, ¿sobrevive todo el mundo? ¿Por qué la gente tiene más de un hijo, o ni siquiera uno? Aquí estaba yo, con un objetivo importante y satisfactorio ante mí, y de pronto me asaltaba por sorpresa algo que ninguna mamá tenía que afrontar, y me resultaba casi imposible recordar lo que estaba pensando unos momentos antes. Pese a los rugidos impacientes del Oscuro Pasajero (extrañamente mudo, como si estuviera un poco confuso), tardé varios minutos en serenarme, en pasar de ser Papaíto Dexter Aturdido a Frío Vengador de nuevo. Me costó sentirme de nuevo preparado para afrontar el peligro. Me costó, de hecho, recordar dónde había dejado las llaves del coche.

Conseguí encontrarlas y salí dando traspiés del estudio, y después de murmurar una cariñosa tontería a Rita, salí por fin a la noche.

4

Había seguido a Zander el tiempo suficiente para conocer su rutina, y como era jueves por la noche, sabía exactamente dónde estaría. Pasaba todos los jueves por la noche en la One World Mission of Divine Light, suponía yo que para inspeccionar el ganado. Después de unos noventa minutos de sonreír al personal y escuchar un breve sermón, extendería un cheque al pastor, un negro enorme que había jugado en la Liga Nacional de fútbol americano. El pastor sonreiría y le daría las gracias, y Zander saldría por la puerta trasera, subiría a su modesto todoterreno y volvería humildemente a casa, imbuido de la sensación virtuosa que sólo proporcionan las buenas obras. Pero esta noche no iría solo.

Esta noche, Dexter y el Oscuro Pasajero lo acompañarían en el paseo y lo conducirían a un tipo de viaje diferente.

Pero antes, el frío y meticuloso acercamiento, la recompensa a las semanas de acecho sigiloso.

Aparqué mi coche a escasos kilómetros de la casa de Rita, en una antigua zona comercial bastante extensa llamada Dadeland, y caminé hacia la cercana estación de metro. El tren iba pocas veces lleno, incluso en horas punta, pero había gente suficiente para que nadie me prestara atención. Tan sólo un hombre agradable, con ropa oscura y elegante, cargado con una bolsa de gimnasia.

Bajé una parada después del centro y recorrí a pie las seis manzanas que había hasta la misión, mientras sentía que los nervios se iban afilando en mi interior, devolviéndome la buena disposición que necesitaba. Ya pensaríamos más tarde en Cody y Astor. Ahora, en esta calle, yo era un brillo oculto. El resplandor rosa anaranjado cegador de las farolas especiales, destinadas a combatir el crimen, no podía alejar la oscuridad con la que me envolví mientras caminaba.

La misión se hallaba en la esquina de una calle no muy concurrida, en un establecimiento comercial reciclado. Había una pequeña multitud congregada delante. No era sorprendente, pues regalaban ropa y comida, y lo único que debías hacer era dedicar unos momentos de tu tiempo empapado en ron a escuchar al buen reverendo explicar por qué ibas a terminar en el infierno. Parecía un buen trato, incluso para mí, pero yo no tenía hambre. Pasé de largo y me dirigí al aparcamiento trasero.

Aunque estaba más oscuro, el aparcamiento seguía siendo demasiado luminoso para mí, casi demasiado luminoso para ver la luna, si bien la presentía en el cielo, sonriendo satisfecha a nuestra diminuta, sufriente y frágil vida, engalanada con monstruos que sólo vivían para arrebatar esa vida con grandes y dolorosos bocados. Monstruos como yo, y como Zander. Pero esta noche habría uno menos.

Di una vuelta al perímetro del aparcamiento. Daba la impresión de que no había peligro alguno. No había nadie a la vista, nadie sentado o adormilado en alguno de los coches. La única ventana que daba a la zona era pequeña, en lo alto de la pared posterior de la misión, provista de cristal opaco: los servicios. Me acerqué al coche de Zander, un Dodge Durango azul encarado a la puerta trasera, y probé la manecilla de la puerta: cerrada. Aparcado al lado había un Chrysler antiguo, el venerable vehículo del pastor. Me encaminé al otro lado del Chrysler y me dispuse a esperar.