—Escuche, amigo —empezó a decir, pero antes de que pudiera terminar la frase se oyó un movimiento y Deborah se materializó a nuestro lado.
—¡Maldita sea, Dexter! —me riñó—. ¡Sube tu culo a esa lancha! —Lo siento —dije—. He de encontrar a alguien que vigile a los niños.
Deborah apretó los dientes. Después miró al policía grandote y leyó el nombre en su placa.
—Suchinsky —le ordenó—. Vigile a los putos niños.
—Por favor, sargento —protestó el hombre—. ¡Santo Dios!
—No se separe de los niños, maldita sea —insistió Deborah—. Tal vez aprenda algo. ¡Dexter, sube a la jodida lancha de una maldita vez!
Di la vuelta obediente y corrí hacia la jodida lancha. Deborah me adelantó y ya estaba sentada cuando yo salté a bordo. El policía que pilotaba la embarcación se dirigió hacia una de las islas más pequeñas, zigzagueando entre los veleros anclados.
Hay varias islitas frente al puerto deportivo de Dinner Key, que proporcionan protección del viento y el oleaje, una de las cosas que lo convierten en un fondeadero tan bueno. Sólo es bueno en circunstancias normales, por supuesto, como las islas se encargan de demostrar. Estaban sembradas de restos de barcos y demás basura marítima depositada por muchos de los huracanes recientes; de vez en cuando un okupa construía una choza con fragmentos de barcos destrozados.
La isla a la que nos dirigíamos era una de las más pequeñas. La mitad de una lancha de pesca deportiva de doce metros yacía en la playa en un ángulo imposible, y de los pinos de la playa colgaban fragmentos de porespán, trapos raídos y fragmentos de placas de plástico y bolsas de basura. Por lo demás, estaba tal como la habían dejado los nativos, un plácido pedazo de tierra cubierto de pinos australianos, condones y latas de cerveza.
Salvo por el cuerpo de Kurt Wagner, por supuesto, que no había sido abandonado por los indios. Estaba tendido en el centro de la isla en un pequeño claro y, al igual que los demás, había sido dispuesto en una postura formal, con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas muy juntas. El cuerpo no tenía cabeza ni ropa, estaba carbonizado, como los otros, pero en este caso había una variación. Alrededor del cuello había una cuerda de cuero de la que colgaba un medallón de peltre del tamaño de un huevo. Me acerqué a mirar: era una cabeza de toro.
Una vez más sentí una extraña punzada, como si una parte de mí reconociera que el detalle era importante, pero no supiera por qué o cómo expresarlo. Solo no, sin el Pasajero no.
Vince Masuoka estaba acuclillado junto al cadáver, examinando una colilla de cigarrillo, y Deborah se hallaba arrodillada a su lado. Di la vuelta a su alrededor una vez, mirando desde todos los ángulos: Naturaleza muerta con policías. Supongo que esperaba descubrir una pista, pequeña pero reveladora. Tal vez el permiso de conducir del asesino, o su confesión firmada. Pero no había nada de ese tipo, nada salvo arena, surcada de cicatrices debido a incontables pies y al viento.
Me arrodillé junto a Deborah.
—Habéis buscado el tatuaje, ¿verdad? —pregunté.
—Lo primero de todo —dijo Vince. Extendió una mano enguantada y levantó un poco el cuerpo. Allí estaba, cubierto de arena pero todavía visible, sólo el borde superior y cortado. El resto debía de estar con la cabeza desaparecida.
—Es él —dijo Deborah—. El tatuaje, su coche en el puerto deportivo… Es él, Dexter. Ojalá supiera qué significaba el tatuaje.
—Es arameo —dije.
—¿Cómo coño lo sabes? —preguntó Deborah.
—He investigado —le expliqué, y me acuclillé al lado del cadáver—. Mira. —Cogí una ramita de la arena y señalé con ella. Parte de la primera letra había desaparecido, seccionada junto con la cabeza, pero el resto se veía bien y coincidía con mi lección de idiomas—. Está la M, lo que queda. La L y la K.
—¿Qué coño significa eso? —preguntó Deborah.
—Moloch —dije, y sentí un escalofrío irracional sólo por pronunciar la palabra bajo el brillante sol. Intenté sacudirme de encima la sensación, pero se negó a abandonarme—. El arameo no tiene vocales, así que MLK quiere decir Moloch.
—O milk{Leche. (N. del T.)} —dijo Deborah.
—La verdad, Debs, si crees que nuestro asesino se iba a tatuar milk en el cuello, necesitas un descanso.
—Pero si Wagner es Moloch, ¿quién lo mató?
—Wagner mata a los demás —dije, mientras intentaba parecer pensativo y confiado a la vez, una tarea difícil—. Y después, hum…
—Sí, a lo de «hum» ya había llegado.
—Y estás vigilando a Wilkins.
—Estamos vigilando a Wilkins, por el amor de Dios.
Volví a mirar el cadáver, pero no parecía que fuera a decirme más de lo que ya sabía, que era casi nada. No podía impedir que mi cerebro dejara de describir círculos: si Wagner había sido Moloch, y ahora Wagner estaba muerto, y asesinado por Moloch…
Me levanté. Por un momento me sentí mareado, como cegado por luces brillantes, y a lo lejos oí la espantosa música que empezaba a elevarse en la tarde, y por un momento no me cupo la menor duda de que el dios me estaba llamando desde algún lugar cercano, el dios verdadero, y no un bromista psicótico.
Sacudí la cabeza para que se hiciera el silencio y estuve a punto de caerme. Sentí que una mano agarraba mi brazo para sostenerme, pero no sabía si era Debs, Vince o el propio Moloch. Desde muy lejos, una voz me estaba llamando por el nombre, pero cantando, y la cadencia se elevaba al ritmo demasiado familiar de aquella música. Cerré los ojos y sentí calor en la cara. La música aumentó de volumen. Algo me sacudió y abrí los ojos.
La música paró. El calor no era más que el sol de Miami, y el viento empujaba las nubes de un chaparrón vespertino. Deborah me sujetaba por los codos y me sacudía, repitiendo con paciencia mi nombre una y otra vez.
—Dexter —decía—. Eh, Dexter, vuelve. Dexter. Dexter.
—Aquí estoy —dije, aunque no estaba muy seguro.
—¿Te encuentras bien, Dex? —me preguntó.
—Creo que me he levantado demasiado deprisa —respondí.
Ella me miró con escepticismo.
—Aja.
—De veras, Debs, me encuentro bien. Vamos, eso creo.
—Eso crees.
—Sí, lo digo en serio. Me levanté demasiado deprisa. Me miró y después retrocedió.
—De acuerdo —dijo—. Si puedes llegar hasta la lancha, volvamos.
Tal vez se debió a que estaba todavía un poco mareado, pero no encontré sentido a sus palabras, como si estuviera hablando en camelo.
—¿Volver?
—Dexter, tenemos seis cadáveres, y nuestro único sospechoso está tumbado aquí, sin cabeza.
—Exacto —dije, y oí el leve eco de un tambor en mi voz—. ¿Adónde vamos?
Deborah cerró los puños y apretó los dientes. Miró el cadáver, y por un momento pensé que iba a escupir.
—¿Y ese tío que perseguiste hasta el canal? —preguntó por fin.
—¿Starzak? No, dijo…
Enmudecí, pero no lo bastante deprisa, porque Deborah pegó un brinco.
—¿Dijo? ¿Cuándo has hablado con él, maldita sea?
Para ser justo conmigo, estaba un poco mareado, y no había pensado antes de hablar, por eso había metido la pata. No podía decirle a mi hermana que había hablado con él la otra noche, cuando lo había atado con cinta adhesiva a su banco de trabajo para cortarlo en pulcros pedacitos. Pero la sangre debió de afluir a mi cerebro de nuevo, porque me apresuré a decir:
—Quería decir digo que parecía. Parecía un poco… No sé. Creo que era algo personal, como si yo le hubiera cortado el paso en la autopista.
Deborah me miró enfurecida, pero después pareció aceptar lo que yo había dicho, porque dio media vuelta y pateó la arena.