—Saben todo cuanto necesitan saber sobre ese hijo de puta —soltó Rita. Me sorprendió. Nunca la había oído utilizar un lenguaje grosero. Cabía la posibilidad de que ella tampoco, porque empezó a ruborizarse—. Tú eres su verdadero padre. Eres el hombre al que hacen caso, al que escuchan, al que quieren. Eres justo el padre que necesitan.
Supongo que, al menos en parte, era cierto, pues era el único que podía enseñarles el Código de Harry y otras cosas que necesitaban saber, aunque sospechaba que no era esto exactamente lo que Rita tenía en mente, pero no me pareció diplomático mencionarlo.
—Quiero hacerlo bien —me limité a decir—. No puedo fracasar, ni siquiera un momento.
—Oh, Dex, la gente siempre fracasa. —Esto era muy cierto. Había observado en numerosas ocasiones que el fracaso parecía ser una de las características definitorias de la especie—. Pero lo seguimos intentando, y al final sale bien. De veras. Serás un padre estupendo, ya lo verás.
—¿En serio lo crees? —pregunté, sólo avergonzado a medias de mi penosa sobreactuación.
—Lo sé —contestó, con su sonrisa patentada. Aferró mi mano—. No permitiré que fracases. Ahora eres mío.
Era una afirmación osada, arrojar a un lado la Proclamación de Emancipación y decir que era mi ama. De todos modos, dio la impresión de clausurar un momento embarazoso de una manera confortable, de modo que la pasé por alto.
—De acuerdo —dije—. Vamos a desayunar. Ladeó la cabeza y me miró, me di cuenta de que yo había desafinado en algo, pero se limitó a parpadear varias veces.
—De acuerdo —dijo, se levantó y empezó a preparar el desayuno.
El otro había abierto a la puerta por la noche, y luego la había cerrado atemorizado, de eso no cabía duda. Había sentido miedo. Oyó la llamada y acudió, y tuvo miedo. De modo que el Vigilante ya no dudó más.
Había llegado el momento.
Ahora.
36
Estaba agotado, confuso y, lo peor de todo, todavía asustado. Cada alegre bocinazo provocaba que pegara un bote contra el cinturón de seguridad y buscara un arma para defenderme, y cada vez que un coche inocente se acercaba a escasos centímetros de mi parachoques, me descubría mirando por el retrovisor, a la espera de un movimiento hostil o un estallido en la cabeza de la detestable música onírica.
Algo me perseguía. Todavía no sabía por qué o qué era, aparte de una vaga relación con un dios de la antigüedad, pero sabía que me perseguía, y aunque no pudiera cazarme de manera inminente, me estaba desgastando hasta el punto de aceptar la rendición como un alivio.
Qué frágil es el ser humano, y sin el Pasajero eso era yo, una pálida imitación de un ser humano. Débil, blando, lento y estúpido, ciego, sordo e insensible, indefenso, desesperado y atribulado. Sí, casi estaba a punto de echarme al suelo y dejar que me arrollara, fuera lo que fuera. Rendirme, permitir que la música se derramara sobre mí y me arrastrara al fuego gozoso y la vacía bendición de la muerte. No habría lucha, ni negociación, nada, salvo un final para todo lo que es Dexter. Y después de unas cuantas noches más como la anterior, ya me iría bien.
Ni siquiera el trabajo significaba un alivio. Deborah me estaba esperando al acecho, y saltó sobre mí casi antes de salir del ascensor.
—Starzak ha desaparecido —me anunció—. Hay correo de hace un par de días en su buzón, periódicos en el camino de entrada… Se ha ido.
—Pero ésa es una buena noticia, Debs —dije—. Si ha huido, ¿no demuestra que es culpable?
—No demuestra una mierda —replicó—. Pasó lo mismo con Kurt Wagner, y apareció muerto. ¿Cómo sé que no pasará lo mismo con Starzak?
—Podemos lanzar una orden de busca y captura —sugerí—. Quizá lo encontremos antes.
Mi hermana dio una patada a la pared.
—Maldita sea, no hemos encontrado nada antes, ni siquiera hemos llegado a tiempo. Ayúdame, Dex —me imploró—. Este caso me está volviendo loca.
Podría haberle dicho que las consecuencias eran peores para mí, pero no me pareció muy caritativo.
—Lo intentaré —dije, y Deborah se alejó por el pasillo.
Ni siquiera había llegado a mi cubículo, cuando Vince Masuoka salió a mi encuentro con un falso fruncimiento de ceño.
—¿Dónde están los donuts? —preguntó en tono acusador.
—¿Qué donuts?
—Era tu turno. Hoy debías traer donuts.
—He tenido una mala noche.
—¿Y ahora vamos a tener todos una mala mañana? —preguntó—. Eso no es justo.
—Yo no me ocupo de la justicia, Vince —contesté—. Sólo de manchas de sangre.
—Hum —dijo—. Por lo visto, tampoco de los donuts.
Se alejó en una imitación casi convincente de la santa indignación, y yo pensé que no recordaba otra ocasión en que Vince me hubiera puesto de los nervios en un intercambio verbal. Una señal más de que el tren había salido de la estación. ¿Podía ser éste el final del camino para el Pobre y Decadente Dexter?
El resto de la jornada laboral fue largo y espantoso, como siempre me han dicho que son las jornadas laborales. Nunca había sido el caso para Dexter. Siempre me he mantenido ocupado y artificialmente alegre en el trabajo, y nunca he mirado el reloj ni protestado. Tal vez me gustaba el trabajo porque era consciente de que formaba parte del juego, una pieza de la Gran Broma de Dexter de hacerse pasar por humano. Pero una buena broma necesita un público de al menos una persona, y como ahora estaba solo, despojado de mi público interno, la culminación del chiste me eludía.
Superé a duras penas la mañana, visité un depósito de cadáveres del centro, y después volví para seguir trabajando en el laboratorio. Terminé la jornada pidiendo más suministros y terminé un informe. Cuando estaba ordenando mi escritorio para volver a casa, sonó el teléfono.
—Necesito tu ayuda —declaró mi hermana con brusquedad.
—Claro que sí —dije—. Me alegro de que lo admitas.
—Estoy de servicio hasta medianoche —dijo, sin hacer caso de mi ingenioso y mordaz comentario—, y Kyle no puede cerrar los postigos sin ayuda.
Con gran frecuencia en esta vida, me he descubierto en plena conversación sin saber de qué estaba hablando. Muy inquietante, aunque si todo el mundo se diera cuenta de ello, sobre todo los de Washington, el mundo iría mucho mejor.
—¿Por qué necesita Kyle cerrar los postigos? —pregunté.
Deborah resopló.
—Santo Dios, Dexter, ¿qué has hecho durante el día? Se acerca un huracán.
Podría haber contestado que, con independencia de lo que hago durante el día, no me dedico a ver el pronóstico del tiempo.
—Vaya, un huracán —dije en cambio—. Qué emocionante. ¿Cuándo ha de ser?
—Intenta dejarte caer a eso de las seis. Kyle estará esperando.
—De acuerdo —dije, pero Deborah ya había colgado.
Como hablo con fluidez el Deborah, supongo que tendría que haber aceptado su llamada telefónica como una especie de disculpa oficial por su reciente hostilidad. Era muy posible que hubiera acabado por aceptar al Oscuro Pasajero, sobre todo ahora que se había ido. Eso tendría que haberme hecho feliz, pero considerando el día que había padecido, era una astilla más bajo la uña del Pobre y Oprimido Dexter. Para colmo, se me antojaba una afrenta personal que un huracán eligiera este preciso momento para acosarnos. ¿Es que no habría final para el dolor y los sufrimientos que me veía obligado a soportar?
Ah, sí, existir es regodearse en la desdicha. Salí para acudir a mi cita con el amante de mi hermana.
No obstante, antes de poner en marcha el coche, llamé a Rita, quien estaría ya muy cerca de casa, según mis cálculos.
—Dexter —contestó sin aliento—, no me acuerdo de cuántas garrafas de agua nos quedan, y las colas del súper llegan hasta el aparcamiento.