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—Bien, beberemos cerveza —dije.

—Creo que vamos bien de comida enlatada, aunque el estofado de buey lleva dos años en la despensa —dijo, por lo visto sin darse cuenta de que cualquiera habría podido decir lo mismo. Dejé que siguiera parloteando, con la esperanza de que, en algún momento, descansaría—. Examiné los focos hace dos semanas. ¿Te acuerdas de cuando la luz se fue cuarenta minutos? Y las baterías extra están en la nevera, al fondo del estante de abajo. Cody y Astor están conmigo ahora, mañana no hay actividades extraescolares, pero alguien del colegio les habló del huracán Andrew y creo que Astor está un poco asustada, así que cuando llegues a casa no estaría mal que hablaras con ellos. Explicarles que es como una gran tormenta y que no pasará nada, habrá mucho viento y ruido, y las luces se apagarán un rato. Pero si ves un súper camino de casa en que no haya mucha gente, compra algunas botellas de agua, tantas como puedas. Y un poco de hielo, creo que la hielera sigue encima de la lavadora, la llenaremos de hielo y guardaremos los comestibles perecederos. Ah, ¿y tu barca? ¿Estará bien donde la tienes amarrada, o has de hacer algo con ella? Creo que podremos sacar las cosas del patio antes de que oscurezca, estoy segura de que no nos pasará nada, y hasta es probable que pase de largo.

—De acuerdo —dije—. Llegaré a casa un poco tarde.

—De acuerdo. Ah, mira, en el Winn-Dixie no hay mucha gente. Creo que intentaré entrar, hay un hueco en el aparcamiento. ¡Adiós!

Jamás lo habría creído posible, pero por lo visto Rita había aprendido a arreglárselas sin respirar. O tal vez sólo necesitaba tomar aire cada hora o algo así, como una ballena. De todos modos, fue una actuación estimulante, y después de presenciarla, me sentí mucho más preparado para cerrar los postigos con el novio manco de mi hermana. Puse en marcha el coche y me incorporé al tráfico.

Si el tráfico en hora punta es una locura, el tráfico en hora punta con la amenaza de un huracán es una locura tipo el-fin-del-mun-do, todos-vamos-a-morir-pero-tú-primero. La gente conducía como si fuera a matar a cualquiera que se interpusiera entre ellos y sus reservas de contrachapado y baterías. No era un trayecto muy largo hasta la casa de Deborah, en Coral Gables, pero cuando entré por fin en su camino, me sentí como si hubiera sobrevivido a un ataque de los apaches.

Cuando bajé del coche, la puerta de la calle se abrió y Chutsky salió.

—Hola, tío. —Me saludó alegremente con el garfio de acero que sustituía a su mano izquierda y vino a mi encuentro—. Te agradezco la ayuda. Este maldito garfio me impide sujetar bien las tuercas.

—Y aún más rascarte la nariz —dije, un poco irritado por la forma risueña de comentar sus sufrimientos.

En lugar de ofenderse, rió.

—Sí, y mucho más todavía rascarme el culo. Vamos, lo tengo todo atrás.

Le seguí hasta la parte posterior de la casa, donde Deborah tenía un pequeño patio invadido de malas hierbas. Ante mi sorpresa, descubrí que ya no era así. Habían podado los árboles cuyas ramas colgaban sobre el terreno, y las hierbas que brotaban entre las baldosas habían desaparecido. Había tres rosales muy pulcros, una hilera de flores ornamentales, y una parrilla de barbacoa muy limpia se alzaba en una esquina.

Miré a Chutsky y enarqué una ceja.

—Sí, lo sé —dijo—. Queda un poco gay, ¿verdad? —Se encogió de hombros—. Me aburría mucho sin hacer nada durante el período de recuperación, y de todos modos me gusta tener las cosas un poco más aseadas que a tu hermana.

—Ha quedado muy bonito —dije.

—Aja —dijo, como si le hubiera acusado de ser gay—. Bien, pongamos manos a la obra.

Indicó con un cabeceo una pila de acero ondulado apoyado contra el costado de la casa: los postigos antihuracán de Deborah. Los Morgan eran floridianos de segunda generación, y Harry nos había acostumbrado a utilizar buenos postigos. Ahorra algo de dinero en los postigos, y gastarás muchísimo más en reconstruir la casa cuando fallen.

El inconveniente de los postigos de gran calidad de Deborah era que pesaban mucho y tenían los bordes afilados. Fueron necesarios guantes gruesos, y en el caso de Chutsky, un solo guante. Sin embargo, no estoy seguro de que agradeciera el dinero que estaba ahorrando en guantes. Daba la impresión de que trabajaba con un poco más de ahínco del necesario, con el fin de informarme de que, en realidad, no estaba minusválido y no necesitaba mi ayuda.

En cualquier caso, en cuarenta minutos teníamos todos los postigos en su sitio y asegurados. Chutsky echó un último vistazo a los que cubrían las puertas cristaleras del patio y, al parecer satisfecho con nuestro trabajo de artesanía excepcional, alzó el brazo izquierdo para secarse el sudor de la frente, y se detuvo en el último momento, antes de perforarse la mejilla con el garfio. Lanzó una amarga carcajada, mientras contemplaba el gancho.

—Aún no me he acostumbrado a este trasto —dijo, y meneó la cabeza—. Me despierto por la noche, y me pican los nudillos que ya no existen.

Me resultó difícil pensar en alguna respuesta inteligente, incluso socialmente aceptable. No había leído nada acerca de qué puedes decir a alguien que habla de experimentar sensaciones en su mano amputada. Por lo visto, Chutsky se dio cuenta de mi dificultad, porque resopló sin humor.

—Bien —dijo—, a la vieja muía aún le quedan fuerzas para soltar coces.

Se me antojó una elección de palabras muy desafortunada, puesto que le faltaba el pie izquierdo, y dar patadas estaba descartado. Aun así, me alegró ver que estaba superando su depresión, así que me pareció adecuado darle la razón.

—Nadie lo dudaba —dije—. Estoy seguro de que te pondrás bien.

—Aja, gracias —dijo, no muy convencido—. De todos modos, no es a ti a quien he de convencer, sino a un par de ex colegas de Washington. Me han ofrecido un trabajo administrativo, pero…

Se encogió de hombros.

—Vamos, hombre —dije—. No querrás volver a la acción, ¿verdad?

—Es lo que sé hacer —contestó—. Durante un tiempo fui el mejor.

—Tal vez echas de menos la adrenalina —sugerí.

—Tal vez —dijo—. ¿Te apetece una cerveza?

—Gracias, pero he recibido órdenes de mi superiora de comprar hielo y botellas de agua antes de que todo desaparezca.

—De acuerdo. Todo el mundo teme no poder beber su mojito con hielo.

—Es uno de los mayores peligros de un huracán.

—Gracias por la ayuda.

El tráfico era todavía peor cuando me dirigí hacia casa. Algunas personas corrían con sus preciosas planchas de contrachapado atadas a los techos de sus vehículos, como si acabaran de atracar un banco. Estaban furiosos por la tensión de hacer cola durante una hora, mientras se preguntaban si alguien se colaría y si quedaría algo cuando les llegara el turno.

Las demás personas de la carretera se disponían a ocupar sus puestos en estas mismas colas, y odiaban a todos los que habían llegado antes y tal vez habían comprado la última batería C de Florida.

En conjunto, era una deliciosa mezcla de hostilidad, rabia y paranoia, y tendría que haberme alegrado inmensamente. Pero cualquier esperanza de buen humor se desvaneció cuando me descubrí canturreando algo, una melodía familiar que no podía identificar, ni dejar de canturrear. Y cuando por fin la identifiqué, toda la alegría de la festiva noche saltó en pedazos.

Era la música de mi sueño.

La música que había sonado en mi cabeza con la sensación de calor en la cara y un olor a quemado. Era una melodía simple y repetitiva, no muy pegadiza, pero yo la estaba tarareando en la South Dixie Highway, la tarareaba y me sentía a gusto con las notas repetidas, como si fuera una nana que mi madre me cantaba.

Y seguía sin saber qué significaba.