Estaba seguro de que lo que estaba sucediendo en mi inconsciente estaba provocado por algo sencillo, lógico y fácil de comprender. Por otra parte, no se me ocurría una razón sencilla, lógica y fácil-de-comprender de por qué oía música y sentía calor en la cara cuando dormía.
Mi móvil empezó a zumbar, y como el tráfico iba lento, contesté.
—Dexter —dijo Rita, pero apenas reconocí su voz. Sonaba débil, perdida y derrotada por completo—. Se trata de Cody y Astor —dijo—. Han desaparecido.
Las cosas estaban saliendo muy bien. Los nuevos anfitriones eran muy colaboradores. Empezaron a congregarse, y con un poco de persuasión se plegaron sin problemas a las directrices de EL sobre el comportamiento. Y construyeron grandes edificios de piedra para albergar a la progenie de EL, imaginaron complicadas ceremonias acompañadas de música para llevarlos al estado de trance, y colaboraron con tal entusiasmo, que durante un tiempo hubo demasiados. Si las cosas iban bien para los anfitriones, mataban algunos por pura gratitud. Si las cosas iban mal, mataban con la esperanza de que EL mejoraría la situación. Y todo cuanto necesitaba hacer EL era dejar que ocurriera.
Y como gozaba de mucho tiempo libre, EL empezó a reflexionar sobre los resultados de sus reproducciones. Por primera vez, cuando se producía la hinchazón y el estallido, EL se ocupaba del recién nacido, lo calmaba, aplacaba sus temores y compartía su conciencia. Y el recién nacido reaccionaba con avidez gratificante y celeridad, y aprendía todo cuanto EL tenía que enseñar y le secundaba con placer. Y después, hubo cuatro, después ocho, sesenta y cuatro, y de repente, hubo demasiados. Con tantos, no era tan fácil avanzar. Hasta los nuevos anfitriones empezaron a quejarse del número de víctimas que necesitaban.
ÉL era práctico, al menos. Pronto comprendió el problema y lo solucionó, matando a casi todos los demás que había engendrado. Algunos escaparon al mundo, en busca de nuevos anfitriones. ÉL se quedó con algunos, y las cosas volvieron a estar controladas por fin.
Algo más adelante, los que habían huido empezaron a atacar. Erigieron sus templos rivales y rituales, y enviaron sus ejércitos contra EL, y había muchos. El trastorno fue enorme y duró mucho tiempo. Pero como EL era el más viejo y experimentado, venció por fin a todos los demás, salvo a algunos que se ocultaron.
Los demás se ocultaron en anfitriones dispersos, pasaron desapercibidos y muchos sobrevivieron. Pero EL había aprendido con el transcurrir de los milenios que esperar era importante. Tenía todo el tiempo del mundo, y podía permitirse ser paciente, cazar y matar poco a poco a los que habían huido, y después, lenta y cuidadosamente, restaurar el maravilloso y majestuoso culto a sí mismo. EL mantenía vivo el culto a EL: oculto, pero vivo. Y ÉL esperó a los demás.
37
Como sé muy bien, el mundo no es un lugar agradable. Pueden ocurrir innumerables cosas espantosas, sobre todo a los niños: pueden ser secuestrados por un desconocido, un amigo de la familia o un padre divorciado. Pueden extraviarse y desaparecer, caer en un sumidero, ahogarse en la piscina del vecino, y con un huracán en ciernes, las posibilidades aumentan. Sólo su imaginación limita las posibilidades, y Cody y Astor estaban bien provistos de imaginación.
Pero cuando Rita me dijo que habían desaparecido, ni siquiera pensé en sumideros, accidentes de tráfico o bandas de motoristas. Sabía lo que les había pasado, lo sabía con una certeza fría e implacable, más clara y segura que cualquier cosa que el Pasajero me hubiera susurrado antes. Una idea se materializó en mi cabeza, y no la puse en duda en ningún momento.
En la fracción de segundo que tardé en asimilar las palabras de Rita, pequeñas imágenes inundaron mi cerebro: los coches que me seguían, los visitantes nocturnos que llamaban a las puertas y ventanas, el tipo aterrador que dejaba su tarjeta de visita a los niños y, sobre todo, la afirmación tajante del profesor Keller: «A Moloch le gustan los sacrificios humanos. Sobre todo de niños».
Ignoraba por qué Moloch quería a mis niños en particular, pero sabía sin la menor duda que estaban en su poder. Y sabía que esto no era bueno para Cody y Astor.
No me llevó mucho tiempo llegar a casa, abriéndome paso entre el tráfico como el nativo de Miami que soy, y al cabo de pocos minutos había bajado del coche. Rita estaba parada bajo la lluvia al final del camino de entrada, con el aspecto de un ratón pequeño y desolado.
—Dexter —dijo Rita, con un mundo de vaciedad en la voz—. Por favor, oh, Dios, Dexter, encuéntralos.
—Cierra con llave la casa, y acompáñame. Me miró un momento, como si hubiera dicho que se olvidara de sus hijos y fuéramos a jugar a los bolos.
—Ya. Sé dónde están, pero necesitamos ayuda.
Rita se volvió y corrió hacia la casa, y yo saqué el móvil y llamé.
—¿Qué? —contestó Deborah.
—Necesito tu ayuda.
Siguió un breve silencio, y después una carcajada carente de humor.
—Santo Dios. Se acerca un huracán, los malos están formando filas de cinco en fondo por toda la ciudad a la espera de que las luces se apaguen, y tú necesitas mi ayuda.
—Cody y Astor han desaparecido. Moloch los ha raptado.
—Dexter.
—He de encontrarlos cuanto antes, y necesito tu ayuda.
—Ven aquí —dijo.
Mientras guardaba el móvil, Rita bajó por la acera, pisoteando los charcos que se estaban formando.
—Ya he cerrado —dijo—, pero Dexter, ¿y si vuelven y no estamos?
—No volverán, a menos que lo hagan con nosotros. —Por lo visto, no fue el comentario tranquilizador que estaba esperando. Se metió un puño en la boca y dio la impresión de que se esforzaba por no gritar—. Sube al coche, Rita. Abrí la puerta y me miró por encima de sus nudillos a medio digerir—. Vamos —insistí, y subió por fin. Me senté al volante, puse el motor en marcha y salí del camino de entrada.
—Dexter —tartamudeó Rita, y me alivió comprobar que había sacado el puño de la boca—, has dicho que sabías dónde estaban.
—Exacto —dije, y me desvié por la U.S. 1 sin mirar y aceleré entre el tráfico, cada vez menos denso.
—¿Dónde están?
—Sé quién los tiene —contesté—. Deborah nos ayudará a descubrir adonde los han llevado.
—Oh, Dios, Dexter —dijo Rita, y empezó a llorar en silencio. Aunque no hubiera estado conduciendo, no habría sabido qué decir o hacer al respecto, de modo que me concentré en llegar vivo a la jefatura de policía.
Un teléfono sonó en una sala muy confortable. No emitió un impresentable gorjeo, una canción de salsa, ni siquiera un fragmento de Beethoven, como hacían los móviles modernos. En cambio, emitió un sonido anticuado, como se supone que deben sonar los teléfonos.
Y este sonido conservador iba a juego con la sala, que era elegante de una forma muy tranquilizadora. Había un sofá de piel y dos butacas a juego, lo bastante gastadas para evocar la sensación de un par de zapatos favorito. El teléfono descansaba sobre una mesita auxiliar de caoba oscura situada al fondo de la sala, junto a un bar de madera idéntica.
En conjunto, la sala transmitía la sensación relajada e intemporal de un club de caballeros muy antiguo y de mucho arraigo, salvo por un detalle: el espacio de pared situado entre el bar y el sofá estaba ocupado por un armario de madera grande con la parte delantera acristalada, que parecía un cruce entre una vitrina para trofeos y una librería de libros raros. Pero en lugar de estanterías, la vitrina albergaba cientos de nichos forrados de fieltro. Más de la mitad albergaban una reproducción en cerámica de la cabeza de un toro.
Un anciano entró en la sala con parsimonia, pero también sin la vacilación cautelosa de una edad avanzada. Exhibía una seguridad en su paso más propia de hombres mucho más jóvenes. Tenía el pelo blanco y abundante, y el cutis suave, como si el viento del desierto lo hubiera pulido. Se acercó al teléfono sintiéndose muy seguro de que quien llamaba no colgaría hasta que él contestara, y al parecer tenía razón, porque seguía sonando cuando descolgó el auricular.