—Sí —dijo, y su voz también era mucho más juvenil y fuerte de lo que habría sido lo normal para su edad. Mientras escuchaba, levantó un cuchillo que descansaba sobre la mesa, al lado del teléfono. Era de bronce antiguo. El mango estaba curvado en forma de cabeza de toro, con dos grandes rubíes engastados a modo de ojos, y la hoja grabada con letras doradas que recordaban mucho a MLK. Al igual que el anciano, el cuchillo era mucho más viejo de lo que aparentaba, y mucho más fuerte. Pasó el pulgar a lo largo de la hoja mientras escuchaba, y una línea de sangre brotó de su pulgar. No pareció impresionarle. Dejó el cuchillo sobre la mesa.
—Bien —dijo—. Tráelos aquí. —Escuchó de nuevo un momento, mientras se lamía la sangre del pulgar—. No —dijo, al tiempo que se pasaba la lengua sobre el labio inferior—. Los demás ya se están reuniendo. La tormenta no afectará a Moloch, ni a los suyos. En tres mil años hemos visto cosas mucho peores, y aquí seguimos.
Escuchó un rato, antes de interrumpir a su interlocutor con cierta impaciencia.
—No —dijo—. Nada de retrasos. Que el Vigilante me lo traiga. Ha llegado la hora.
El anciano colgó el teléfono y permaneció inmóvil un momento. Después volvió a levantar el cuchillo, y una expresión apareció poco a poco en su rostro viejo y suave.
Era casi una sonrisa.
Ráfagas de viento y lluvia soplaban de vez en cuando, y casi todo Miami ya había salido de las carreteras y estaba rellenando formularios de reclamaciones de seguros por los daños que pensaban sufrir, de modo que el tráfico no era nefasto. Una ráfaga de viento muy potente estuvo a punto de expulsarnos de la autovía, pero por lo demás el trayecto fue rápido.
Deborah nos estaba esperando en el mostrador de recepción.
—Venid a mi oficina —dijo—, y contadme lo que sabéis.
La seguimos al ascensor y subimos.
«Oficina» era una descripción algo exagerada del lugar donde trabajaba Deborah. Era un cubículo de una sala que albergaba otros iguales. Embutido en ese espacio había un escritorio, una butaca y dos sillas plegables para los visitantes. Nos sentamos.
—Muy bien. ¿Qué ha pasado?
—Los envié al patio —dijo Rita—. Para recoger sus juguetes y sus cosas. Por el huracán.
Deborah asintió.
—¿Y después? —la animó.
—Entré para guardar las provisiones. Y cuando salí, ya no estaban. Yo no… Sólo fueron un par de minutos, y ellos…
Rita ocultó la cara entre sus manos y sollozó.
—¿Viste si alguien se les acercó? —preguntó Deborah—. ¿Coches raros en el vecindario? ¿Algo?
Rita negó con la cabeza.
—No, nada, desaparecieron como por ensalmo. Deborah me miró.
—¿Qué coño pasa, Dexter? ¿Eso es todo? ¿Toda la historia? ¿Cómo sabes que no están jugando con la Nintendo en casa del vecino?
—Vamos, Deborah —dije—. Si estás demasiado cansada para trabajar, dínoslo ya. De lo contrario, déjate de chorradas. Sabes tan bien como yo…
—Yo no sé nada de nada, y tú tampoco —me interrumpió.
—En ese caso, no me has prestado bastante atención —dije, y descubrí que mi tono se estaba afilando para parecerse al de ella, lo cual me sorprendió. ¿Una emoción? ¿Yo?—. Esa tarjeta de visita que entregó a Cody nos dice todo lo que necesitamos saber.
—Excepto dónde, por qué y quién —rugió—. Y todavía estoy esperando recibir alguna pista al respecto.
Si bien estaba preparado para rugir a mi vez, no tenía nada que rugir. Tenía razón. Sólo porque Cody y Astor hubieran desaparecido, no significaba que contáramos con nueva información que nos condujera hasta el asesino. Sólo significaba que había mucho más en juego, y que el tiempo se nos estaba terminando.
—¿Qué hay de Wilkins? —pregunté.
Deborah agitó una mano.
—Lo están vigilando —contestó.
—¿Como la última vez?
—Por favor —interrumpió Rita, con voz algo histérica—, ¿de qué estáis hablando? ¿No existe alguna manera de…? ¿O sea, algo que…? —Nuevos sollozos la enmudecieron, y Deborah paseó la vista entre ella y yo—. Por favor —gimió Rita.
Cuando su voz se elevó, resonó en mi interior y dio la impresión de dejar caer un último átomo de dolor en el vértigo vacío que anidaba dentro de mí, y se fundió con la música lejana.
Me levanté.
Noté que oscilaba un poco y oí a Deborah llamarme por el nombre, y entonces llegó la música, suave pero insistente, como si siempre hubiera estado conmigo, esperando el momento de que pudiera oírla sin distracciones, y cuando me concentré en el retumbar de los tambores, me llamó, me llamó como yo sabía que me había llamado desde el principio, pero ahora con más urgencia, cerca del éxtasis definitivo, y me decía que lo siguiera, que obedeciera, que lo acompañara hasta la música.
Y recuerdo que me puse muy contento, pues por fin había llegado el momento, y aunque oía a Deborah y Rita hablarme, no daba la impresión de que estuvieran diciendo algo muy importante, sobre todo porque la música estaba llamando y la promesa de la felicidad perfecta había llegado por fin. Les dediqué una sonrisa, y creo que hasta llegué a decir: «Perdonad», y salí de la habitación, indiferente a sus caras perplejas. Salí del edificio y me encaminé al final del aparcamiento, el punto del que brotaba la música.
Un coche me estaba esperando, lo cual me puso más contento todavía, y corrí hacia él, moví los pies hacia el hermoso torrente de música, y cuando llegué, la puerta trasera del coche se abrió, y después ya no recuerdo nada más.
38
Nunca había sido tan feliz.
La alegría se abalanzó sobre mí como un cometa que surcara enorme y poderoso un cielo oscuro y girara hacia mí a una velocidad inconcebible, remolineando para consumirme y arrebatarme hacia un universo ilimitado de goce y unidad, de amor y comprensión; una dicha sin fin, en mí, de mí y a mi alrededor por los siglos de los siglos.
Y me condujo a través del cielo nocturno en una capa cegadora y tibia de amor jubiloso, y me meció en la cuna de un goce, goce, goce eterno. Mientras giraba cada vez más deprisa y a mayor altura, todavía más henchido de imposible felicidad, un gran estrépito hizo vibrar mi cuerpo y abrí los ojos en una oscura habitación sin ventanas, y un suelo y paredes de hormigón muy duro, sin ni idea de dónde estaba ni cómo había llegado allí. Una única luz brillaba sobre la puerta, y yo estaba tendido en el suelo, en el charco de luz que proyectaba.
La felicidad había desaparecido, por completo, y nada podía reemplazarla, salvo la sensación de que, estuviera donde estuviera, nadie albergaba el propósito de devolverme la alegría ni la libertad. Y si bien no había cabezas de toro por ninguna parte, de cerámica o de lo que fuera, ni revistas en arameo antiguo apiladas sobre el suelo, no era difícil extraer conclusiones. Había seguido la música, experimentado el éxtasis y perdido el control de mi conciencia. Y eso significaba que existían muchas probabilidades de que me hallara en poder de Moloch, ya fuera real o mítico.
De todos modos, era mejor no sacar conclusiones precipitadas. Tal vez había caminado sonámbulo hasta meterme en un almacén, y salir sería una sencilla cuestión de girar el pomo de la puerta. Me puse en pie con ciertas dificultades. Me sentía aturdido y un poco mareado, y deduje que había llegado hasta aquí con la ayuda de alguna droga. Permanecí inmóvil un momento y me concentré en conseguir que la habitación se quedara quieta; después de respirar hondo varias veces lo conseguí. Di un paso a un lado y toqué una pared: bloques de hormigón muy sólidos. La puerta parecía casi igual de gruesa, y estaba cerrada con llave. Ni siquiera vibró cuando la golpeé con el hombro. Di una vuelta alrededor de la pequeña habitación. En realidad, no era más que un armario grande. Había un sumidero en el centro, el único adorno del cubículo. No me pareció muy alentador, pues significaba que debía utilizarlo para tareas personales, o bien que no estaría allí el tiempo suficiente para necesitar un lavabo. Si tal era el caso, me costaba creer que salir pronto me favorecería en algo.