Tampoco podía hacer nada al respecto, con independencia de los planes que hubieran trazado para mí. Había leído El conde de Montecristo y El prisionero de Zenda, y sabía que si podía apoderarme de algo, como una cuchara o la hebilla de un cinturón, me resultaría fácil cavar una salida en los quince próximos años. Pero no me habían facilitado una cuchara, fuera quien fuera el responsable de mi situación, y por lo visto también se habían apropiado de la hebilla de mi cinturón. Al menos, esto me revelaba una gran información sobre ellos. Eran muy cautelosos, lo cual debía significar experimentados, y carecían del sentido de la decencia más básico, pues no parecía preocuparles en absoluto que, sin cinturón, los pantalones se me cayeran. Sin embargo, aún no tenía la menor idea de quiénes eran ni qué querían de mí.
Ninguna de estas noticias era buena.
Nada de ello me ofrecía una pista sobre qué podía hacer al respecto, salvo sentarme en el frío suelo de hormigón y esperar. Y así lo hice.
Se supone que la meditación es beneficiosa para el alma. A lo largo de la historia, mucha gente ha intentado encontrar paz y tranquilidad, tiempo para sí mismos sin distracciones, con el único fin de poder meditar. Y aquí estaba yo, justo con eso: paz y tranquilidad sin distracciones, pero no obstante me costaba reclinarme en mi cómoda habitación de hormigón y dejar que las meditaciones fluyeran y reconfortaran mi alma.
Para empezar, no estaba seguro de tener alma. En caso afirmativo, ¿cómo era posible que me hubiera permitido cometer tal cantidad de desmanes durante tantos años? ¿El Oscuro Pasajero ocupaba el lugar de la hipotética alma que los humanos poseían? Y ahora que me había quedado sin él, ¿crecería una de verdad y me convertiría en humano?
Me di cuenta de que estaba meditando, pero no lograba sentirme realizado. Podía meditar hasta que se me cayeran los dientes, y eso no iba a explicar adonde había ido mi Pasajero, o dónde estaban Cody y Astor. Tampoco iba a sacarme de esta pequeña habitación.
Me levanté y paseé alrededor del receptáculo, esta vez más despacio, buscando el más ínfimo punto débil. Había una rejilla de aire acondicionado en una esquina, una vía de escape perfecta, con tal de tener el tamaño de un hurón. Había una toma de corriente en la pared, al lado de la puerta. Y punto.
Me detuve delante de la puerta y la palpé. Era muy pesada y gruesa, y no me ofrecía la menor esperanza de poder romperla, forzar la cerradura o abrirla sin la ayuda de explosivos o una niveladora de caminos. Paseé de nuevo la vista alrededor, pero no vi ni una cosa ni otra en ningún rincón.
Atrapado. Encerrado, capturado, secuestrado, en cautiverio… Ni siquiera los sinónimos conseguían que me sintiera mejor. Apoyé la mejilla contra la puerta. ¿De qué servía abrigar esperanzas? ¿Esperanzas de qué? ¿De regresar a un mundo en el que ya no tenía nada que hacer? ¿No era mejor para todos los implicados que Dexter el Derrotado desapareciera en el olvido?
Pese al grosor de la puerta, oí algo, un ruido agudo que se acercaba. Y a medida que el sonido se aproximaba, lo reconocí: una voz de hombre que discutía con otra, más alta e insistente, una voz muy familiar.
Astor.
—¡Estúpido! —dijo esa voz, cuando llegaron a la altura de mi puerta—. No tengo que… Y se alejaron.
—¡Astor! —grité con todas mis fuerzas, aunque sabía que no me oiría. Y para demostrar que la estupidez es ubicua y constante, golpeé la puerta con ambas manos y volví a chillar—: ¡Astor!
No hubo respuesta, salvo una sensación de hormigueo en las palmas de mis manos. Como no se me ocurría nada más que hacer, me dejé caer en el suelo, apoyé la espalda contra la puerta y aguardé la muerte.
No sé cuánto tiempo estuve sentado en esta posición. Admito que estar sentado derrumbado contra la puerta no era terriblemente heroico. Sabía que tendría que haberme puesto en pie de un salto, extraído mi anillo descodificador secreto y atravesado la pared con mis poderes radiactivos secretos. Pero estaba falto de recursos. Oír la vocecita desafiante de Astor al otro lado de la puerta había remachado lo que se me antojaba el último clavo. El Oscuro Caballero había llegado a su fin. Sólo quedaba de mí el envoltorio, y se estaba despegando.
Seguí sentado contra la puerta y no pasó nada. Estaba concentrado en pensar cómo ahorcarme del interruptor de la luz de la pared, cuando detecté un movimiento al otro lado de la puerta. Entonces alguien la empujó.
Yo me interponía, por supuesto, de modo que fue muy natural que me hiciera daño, un fuerte golpe en el extremo inferior de mi dignidad humana. Fui lento en reaccionar, y volvieron a empujar. Me dolió otra vez. Y del dolor, brotando de la nada como la primera flor de primavera, surgió algo maravilloso.
Me volví loco.
No sólo irritado, enfadado por el uso insensible de mi trasero como tope de puerta. Me enfadé de verdad, rabioso, furioso por aquella falta de consideración, la suposición de que yo era una mercancía insignificante, una cosa que alguien provisto de un brazo y poca paciencia podía encerrar en una habitación y manipular a su antojo. Daba igual que tan sólo unos momentos antes me hubiera forjado la más pobre opinión de mí. No importaba en absoluto. Había perdido la cabeza, en el sentido clásico de estar medio enloquecido, y sin pensar en otra cosa, cargué contra la puerta con todas mis fuerzas.
Noté un poco de resistencia, y después el pestillo se cerró. Me levanté y pensé, «¡ya está!», sin saber lo que eso significaba. Y mientras contemplaba la puerta, empezó a abrirse de nuevo, y una vez más me lancé contra ella y la cerré. Fue maravillosamente gratificante, y hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien, pero cuando empezó a disiparse algo de la furia ciega que me embargaba, se me ocurrió que, por relajante que fuera golpear la puerta, no servía de nada, y tarde o temprano acabaría derrotado, puesto que no contaba con armas ni herramientas, y quien estaba al otro lado carecía en teoría de limitaciones a la hora de llevar a cabo la tarea.
Mientras pensaba en esto, la puerta se abrió en parte otra vez y se detuvo cuando topó con mi pie, y mientras la rechazaba como un autómata tuve una idea. Era una estupidez, puro escapismo a lo James Bond, pero tal vez funcionaría, y no tenía nada que perder. Para mí, pensar es estallar en acción furiosa, así que, al tiempo que cerraba la puerta con mi hombro, me coloqué a un lado del marco y esperé.
Un momento después, como era de esperar, la puerta se abrió de golpe, esta vez sin resistencia por mi parte, y cuando rebotó contra la pared, un hombre vestido con una especie de uniforme entró trastabillando. Extendí una mano hacia su brazo, y en cambio me encontré con un hombro, pero fue suficiente para lanzarlo de cabeza con todas mis fuerzas contra la pared. Oí un ruido sordo gratificante, como si hubiera dejado caer un melón de buen tamaño desde la mesa de la cocina, rebotó contra la pared y cayó de bruces al suelo de hormigón.
Aleluya, volvía Dexter renacido y triunfante, orgullosamente erguido sobre ambos pies, con el cuerpo de un enemigo caído ante sí, y una puerta abierta que conducía a la libertad, la redención y, quizá, a una cena ligera.