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De la bolsa de gimnasia saqué una máscara de seda blanca y la deslicé sobre mi cara, hasta que los huecos de los ojos se ajustaron a la perfección. Después saqué un sedal de veinte kilos de resistencia y estuve preparado. Pronto empezaría la Oscura Danza. Zander saldría desprevenido a la noche del depredador, una noche de sorpresas afiladas, una oscuridad definitiva y salvaje acuchillada con feroz satisfacción. Muy pronto, saldría con calma de su vida y entraría en la mía. Y entonces…

¿Se habría acordado Cody de cepillarse los dientes? Últimamente se olvidaba, y Rita se resistía a sacarle de la cama una vez acostado. No obstante, había que situarle en el camino de las buenas costumbres, y cepillarse los dientes era importante.

Moví el lazo y lo dejé caer sobre las rodillas. Mañana era día de fotos en el colegio de Astor. Debía llevar su vestido de Pascua del año anterior para salir guapa. ¿Lo habría sacado para no olvidarse por la mañana? No sonreiría para la foto, por supuesto, pero al menos llevaría un bonito vestido.

¿Era posible estar acuclillado aquí en la noche, con el lazo en la mano y a la espera de atacar, y pensar en esas cosas? ¿Cómo podía apaciguar mi impaciencia con tales pensamientos, en lugar de dejar aflorar la ansiedad de soltar al Oscuro Pasajero sobre un compañero de juegos que se lo merecía tanto? ¿Era un adelanto de la nueva vida de casado de Dexter?

Respiré con cuidado y sentí una gran simpatía por W. C. Fields. Yo tampoco podría trabajar con niños. Cerré los ojos, me llené los pulmones del aire oscuro de la noche y lo envié de nuevo al exterior, sintiendo que regresaba la gélida disposición. Dexter se desvaneció poco a poco y el Oscuro Pasajero se hizo cargo de los controles.

En el momento oportuno.

La puerta trasera se abrió y oímos horribles ruidos animales atronando en el interior, una versión espantosa de «Just a Closer Walk with Thee», un sonido suficiente para que cualquiera recayera de nuevo en la botella. Y suficiente para impulsar a Zander a través de la puerta. Se detuvo en el umbral, se volvió para dedicar a la sala una sonrisa y un gesto de despedida risueño, y después la puerta se cerró, él se encaminó hacia el lado del conductor de su coche y fue nuestro.

Zander buscó sus llaves, la puerta se abrió y nosotros nos situamos detrás de él. Antes de enterarse de lo que estaba pasando, el lazo cortó el aire, se deslizó alrededor de su cuello, y tiramos con fuerza suficiente para levantarlo del suelo, con fuerza suficiente para hacerlo caer de rodillas, sin aliento, con la cara cada vez más amoratada. Fue estupendo.

—Ni un sonido —dijimos, fríos y perfectos—. Haz exactamente lo que digamos, ni una sola palabra ni un gemido, y vivirás un poco más —le ordenamos, y apretamos un poco más el lazo para informarle de que era nuestro y debía obedecer.

Zander reaccionó de la forma más gratificante: cayó hacia delante, borrada aquella sonrisa satisfecha. Resbaló saliva por la comisura de su boca y el hombre intentó agarrar el lazo, pero estaba demasiado tenso para que pudiera pasar un dedo por debajo. Cuando estaba a punto de perder el conocimiento aliviamos la presión, lo suficiente para dejarle respirar una vez.

—De pie —dijimos en voz baja, y tiramos del lazo hacia arriba para que pudiera obedecer. Cosa que hizo, poco a poco, agarrándose al coche—. Bien —dijimos—. Sube.

Cambiamos el lazo a mi mano izquierda y abrimos la puerta del automóvil, luego lo volvimos a cambiar de mano y subimos al asiento de atrás.

—Conduce —ordenamos con nuestra voz de mando gélida y sombría.

—¿Adónde? —preguntó Zander con un susurro ronco, consecuencia de nuestros pequeños recordatorios con el lazo.

Tiramos del sedal otra vez para recordarle que no debía hablar ni girarse. Cuando creímos que había comprendido el mensaje, lo aflojamos de nuevo.

—Al oeste —dijimos—. Basta de charla. Conduce.

Puso en marcha el coche y, con algunos tirones de nuestro lazo, lo dirigimos hacia el oeste, hasta salir a la Dolphin Expressway. Durante un rato, Zander hizo exactamente lo que le indicamos. Nos miraba por el retrovisor de vez en cuando, pero un leve tirón del lazo consiguió la máxima colaboración por su parte, y luego lo condujimos hasta la Palmetto Expressway y hacia el norte.

—Escucha —dijo de repente, cuando dejamos atrás el aeropuerto—, soy muy rico. Puedo darte lo que quieras.

—Sí, ya lo creo —aseguramos—, y lo harás.

No entendía lo que queríamos, porque se relajó un poco.

—De acuerdo —asintió, con la voz ronca todavía a causa del lazo—. ¿Cuánto quieres?

Lo miramos en el retrovisor y poco a poco, muy poco a poco, para que empezara a comprender, ceñimos el sedal alrededor de su cuello. Cuando apenas pudo respirar, lo mantuvimos así un momento.

—Todo —dijimos—. Nos lo quedaremos todo. —Aflojamos el lazo, un poquito—. Conduce.

Zander obedeció. Estuvo muy callado el resto del trayecto, pero no parecía tan asustado como era de esperar. Debía de creer que aquello no le estaba pasando a él, era imposible, a él no, que siempre había vivido en un capullo impenetrable de dinero. Todo tenía un precio, y siempre se lo podía permitir. Pronto negociaría. Entonces compraría la libertad.

Y lo haría. A la larga, compraría su libertad. Pero no con dinero. Y jamás saldría de este nudo.

No fue un trayecto muy largo, y guardamos silencio hasta la salida de Hialeah que habíamos elegido. Pero cuando Zander aminoró la velocidad para tomar la rampa de salida, me miró en el espejo con miedo en los ojos, el terror creciente de un monstruo atrapado, dispuesto a mutilarse la pata para escapar, y el mordisco tangible de su pánico alumbró un cálido resplandor en el Oscuro Pasajero, y nos hizo sentir muy alegres y fuertes.

—Tú no… No, no hay… ¿Adónde vamos? —tartamudeó, débil y patético, cada vez más humano, lo cual nos enfureció y tiramos con demasiada fuerza, hasta que se desvió a la cuneta un momento y tuvimos que aflojar el nudo. Zander volvió a la carretera y el final de la rampa.

—Gira a la derecha —dijimos, y obedeció, con la respiración entrecortada que surgía entre sus labios húmedos de saliva. Pero obedeció, siguió la calle y luego torció a la izquierda, hasta llegar a un callejón pequeño y oscuro de antiguos almacenes.

Aparcó el coche donde le dijimos, junto a la puerta oxidada de un edificio oscuro ahora en desuso. Un letrero podrido en parte, con el extremo roto, decía JONE PLASTI.

—Aparca —ordenamos, y mientras ponía el cambio de marcha en «Aparcar», bajamos y lo arrojamos al suelo, tiramos y vimos que se revolvía un momento, hasta que lo pusimos en pie de otro tirón. La saliva había formado una costra alrededor de su boca, y había aparecido un leve brillo de credulidad en sus ojos mientras se erguía feo y repugnante bajo la adorable luz de la luna, temblando de pies a cabeza por la terrible equivocación que yo había cometido con relación a su dinero, y la idea, cada vez más verosímil, de que no era diferente de aquellos a quienes había obligado a pasar por este trance alumbró en su mente y lo dejó sin fuerzas. Permitimos que respirara un momento, y después lo empujamos hacia la puerta. Apoyó una mano contra la pared de hormigón.

—Escucha —dijo, y percibimos un temblor humano en su voz—, puedo conseguirte montañas de dinero. Lo que quieras.

No respondimos. Zander se humedeció los labios.

—De acuerdo —concedió, y su voz era ahora seca, temblorosa y desesperada—. ¿Qué quieres de mí?

—Justo lo que robaste a los demás —dimos un nuevo tirón del lazo—. Excepto el zapato.

Nos miró fijamente, boquiabierto, y se meó encima.

—Yo no fui —protestó—. Eso no es…

—Fuiste tú —dijimos—. Es.

Tiramos de la correa, lo empujamos hacia delante y entramos en el espacio preparado con toda meticulosidad. Había unos cuantos montones de tuberías rotas de PVC a los lados y, lo más importante para Zander, dos bidones de 200 litros de ácido clorhídrico, abandonado por Jone Plasti cuando el negocio quebró.