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—Estaba de rebajas —dije.

—Ja —repitió—. Bien, muy pronto Rita va a elegir tu ropa. —De repente dejó de lado su terrible jovialidad artificial—. Escucha, creo que he encontrado el servicio de catering perfecto.

—¿Tienen donuts de mermelada? —le pregunté, con la esperanza de esquivar el tema de mi inminente felicidad matrimonial, pero le había pedido a Vince que fuera mi padrino, y se estaba tomando el trabajo muy en serio.

—Lo lleva un tío muy importante —anunció Vince—. Se encargó de los premios de la televisión por cable, y de todas esas fiestas del mundo del espectáculo y tal.

—Suena espléndidamente caro —comenté.

—Bien, me debe un favor —dijo Vince—. Creo que conseguiremos una rebaja. Tal vez unos ciento cincuenta pavos por cubierto.

—La verdad, Vince, confiaba en poder permitirme más de un cubierto.

—Salía en esa revista de South Beach —continuó, en tono algo ofendido—. Deberías hablar con él, al menos.

—Para ser sincero —admití, lo cual significaba que estaba mintiendo, claro está—, creo que Rita desea algo sencillo. Como un bufet libre.

Ahora Vince se enfadó de verdad.

—Habla con él, al menos —repitió.

—Lo comentaré con Rita —dije, con la esperanza de finiquitar el tema. Durante el trayecto hasta la escena del crimen, Vince no volvió a hablar de ello, de modo que tal vez lo había conseguido.

La escena resultó mucho más sencilla de lo que había supuesto, y me levantó un poco el ánimo cuando llegué. En primer lugar, se encontraba en el campus de la universidad de Miami, que era mi querida alma mater, y acorde con mi prolongado intento de parecer humano, siempre intentaba fingir que sentía cariño por aquel sitio cuando lo visitaba. En segundo lugar, no parecía que hubiera mucha sangre que analizar, lo cual podía significar que acabaría en un período de tiempo razonable. También significaba librarme de la desagradable materia roja y húmeda. No me gusta la sangre, lo cual puede parecer extraño, pero así es. No obstante, me proporciona un gran placer organizaría en una escena del crimen, obligarla a adoptar una pauta decente y a portarse bien. En este caso, a juzgar por lo que descubrí durante el trayecto, no iba a suponer ningún desafío.

Y así, con mi buen humor habitual, me acerqué a la cinta amarilla de la escena del crimen, seguro de ir a disfrutar de un agradable descanso en un agitado día laborable…

Y paré en seco con un pie al otro lado de la cinta.

Por un momento, el mundo se tiñó de un amarillo intenso y experimenté una desagradable sensación de caer a través del espacio, ingrávido. No veía nada, salvo el resplandor acerado como un cuchillo. Oí un sonido silencioso en el oscuro asiento trasero, la sensación de náusea subliminal mezclada con el pánico ciego de un cuchillo de carnicero arañando una pizarra. Un movimiento veloz, miedo, la furiosa certidumbre de que algo iba muy mal, sin la menor pista de qué era o dónde estaba.

Recuperé la vista y miré a mi alrededor. No vi nada que no esperara ver en una escena del crimen: una pequeña muchedumbre congregada ante la cinta amarilla, algunos uniformes custodiando el perímetro, unos cuantos detectives con trajes baratos, y mi equipo, los chiflados forenses, buscando entre los matorrales a cuatro patas. Todo normal a simple vista. De modo que me volví hacia mi ojo interior infalible, vestido de pies a cabeza, en busca de una respuesta.

«¿Qué pasa?», pregunté en silencio, cerré mis ojos de nuevo y esperé alguna respuesta del Pasajero a esta exhibición de malestar sin precedentes. Estaba acostumbrado a los comentarios de mi Oscuro Socio, y muy a menudo mi primera visión de la escena de un crimen venía puntuada por astutos susurros de admiración o diversión, pero esto… Era un sonido de angustia, y no sabía qué pensar.

«¿Qué pasa?», volví a preguntar. Pero no hubo respuesta, aparte del roce inquieto de alas invisibles, de modo que lo dejé correr y me acerqué al lugar.

Estaba claro que habían quemado los dos cuerpos en otro lugar, puesto que no había señales de una barbacoa lo bastante grande para asar con tanta perfección dos hembras de tamaño mediano. Los habían abandonado junto al lago que atraviesa el campus de la universidad, justo a un lado del sendero que corre a su alrededor, y fueron descubiertos por un par de alumnos que se levantaban temprano para correr. A juzgar por la pequeña cantidad de sangre que descubrí, deduje que les habían cortado la cabeza después de haber quemado a las víctimas.

Un pequeño detalle me hizo reflexionar. Los cuerpos estaban dispuestos con pulcritud, casi con reverencia, con los brazos carbonizados cruzados sobre el pecho. Y en lugar de las cabezas cortadas, habían colocado una cabeza de toro de cerámica sobre cada torso.

Este es el tipo de toque encantador que siempre suscita algún comentario del Oscuro Pasajero, o sea, un susurro jocoso, una risita, incluso una punzada de celos. Pero esta vez, mientras Dexter se decía: «¡Aja, una cabeza de toro! ¿Qué nos parece eso?», el Pasajero respondió al instante y enérgicamente con… ¿Nada?

¿Ni un susurro, ni un suspiro?

Envié una irritada petición de respuestas, y no recibí nada más que un correteo preocupado, como si el Pasajero se hubiera agazapado tras algo que le brindara protección, con la esperanza de capear el temporal sin que nadie se fijara en él.

Abrí los ojos, asombrado. No recordaba un momento en que el Pasajero no tuviera nada que decir sobre una muestra de nuestro tema favorito, y no obstante ahí lo tenía, no sólo callado, sino escondido.

Contemplé los dos cuerpos carbonizados con nuevo respeto. Carecía de pistas sobre el significado de lo que estaba pasando, pero como nunca había ocurrido, me pareció una buena idea descubrirlo.

Ángel Batista-nada-que-ver estaba a cuatro patas al otro lado del sendero, examinando con mucho detenimiento cosas que yo no podía ver y me eran indiferentes.

—¿Lo has encontrado ya? —le pregunté.

No levantó la vista.

—¿Encontrar qué? —preguntó.

—No tengo ni idea —dije—. Pero tiene que haber algo en alguna parte.

Alargó unas tenazas y cogió una sola hoja de hierba, la miró con atención y la guardó en una bolsa de plástico mientras hablaba.

—¿Por qué iba a dejar alguien una cabeza de toro de cerámica? —preguntó.

—Porque de chocolate se derretiría —contesté.

Asintió sin levantar la vista.

—Tu hermana cree que es algo relacionado con la santería.

—Vaya —dije.

Esa posibilidad no se me había ocurrido, y me sentí un poco molesto por ello. Al fin y al cabo, estábamos en Miami. Siempre que topábamos con algo que recordaba a un ritual e implicaba cabezas de animales, lo primero que te venía a la mente era la santería. Una religión afrocubana que combinaba animismo yoruba con catolicismo, la santería estaba muy extendida por Miami. Sacrificios de animales y simbolismo eran elementos habituales para sus devotos, lo cual explicaría las cabezas de animales. Y si bien sólo un número relativamente pequeño de gente practicaba la santería, la mayor parte de hogares de la ciudad tenían una o dos velas dedicadas a santos, o collares de conchas de cauri comprados en botánicas{Tiendas en que se venden velas, estatuas, amuletos y otros productos considerados mágicos o pertenecientes a la medicina alternativa. (N. del T.)}.

La actitud que prevalecía en la ciudad consistía en que, aunque no fueras creyente, no era perjudicial mostrar cierto respeto.

Como ya he dicho, se me habría tenido que ocurrir al instante, pero mi hermana de leche, ahora sargento de Homicidios, lo había pensado antes, aunque se suponía que yo era el listo.

Me sentí aliviado cuando supe que habían asignado el caso a Deborah, lo cual significaba que la estupidez estaría restringida al mínimo. También le daría, esperaba, algo mejor que hacer con su tiempo. Últimamente se había pasado todas las horas del día y de la noche atendiendo a su mutilado novio, Kyle Chutsky, que había perdido una o dos extremidades sin importancia en su reciente encuentro con un cirujano chiflado, que trabajaba por libre y que se había especializado en transformar seres humanos en patatas aulladoras, el mismo villano que había eliminado con tanto arte muchas partes innecesarias del sargento Doakes. No había tenido tiempo de acabar con Kyle, pero Debs se había tomado la cosa como algo personal, y después de matar de un tiro al buen doctor, se había dedicado a devolver la virilidad a Chutsky.