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—Cuénteme —dijo ésta a Arabelle.

— Llego aquí a la misma hora, como siempre.

—¿A qué hora? —le preguntó Deborah.

Arabelle se encogió de hombros.

—Las cinco. Ahora tres veces a la semana, porque cierra en julio, pero quieren que esté limpio. Nada de cucarachas.

Me miró y yo asentí: cucarachas malas.

—¿Y fue a la puerta de atrás? —preguntó Deborah.

—Siempre, es… —Me miró con expresión inquisitiva—. ¿Siempre?

—Siempre —traduje.

Arabelle asintió.

—Siempre puerta de atrás. Local cierra hasta octubre.

Deborah ladeó la cabeza un momento, pero después lo pilló: local cerrado hasta octubre.

—De acuerdo. Llega aquí, va a la puerta de atrás y ve el cadáver.

Arabelle se cubrió la cara una vez más, pero sólo un momento. Me miró y yo asentí, de modo que dejó caer las manos.

—Sí.

—¿Se fijó en algo más, algo anormal? —preguntó Debs, y Arabelle la miró sin comprender—. ¿Vio algo que no debería estar?

El cuerpo —dijo indignada Arabelle, y señaló el cadáver—. El no debería estar aquí.

—¿Vio a alguien más?

Arabelle sacudió la cabeza.

—Nadie. Sólo mí.

—¿Y en las cercanías? —Arabelle la miró desconcertada y Deborah señaló—. Allí. En la acera. ¿Había alguien?

Arabelle se encogió de hombros.

Turistas. Con cámaras. —Frunció el ceño, bajó la voz y me habló en tono confidencial—. Creo que es posible que fueran maricones —dijo, y se encogió de hombros.

Asentí.

—Turistas gais —le aclaré a Deborah.

Deborah la fulminó con la mirada, y después se volvió hacia mí, como si pudiera asustarnos para que se nos ocurriera otra buena pregunta. Pero hasta mi legendario ingenio se había secado, de modo que me encogí de hombros.

—No sé —observé—. No creo que pueda decirte nada más.

—Pregúntale dónde vive —me ordenó Deborah, y una expresión de alarma destelló en el rostro de Arabelle.

—No creo que te lo vaya a decir —respondí.

—¿Por qué no, joder? —preguntó Deborah.

—Tiene miedo de que hables con la migra —dije, y Arabelle pegó un bote al oír la palabra—. Inmigración.

—Sé qué cojones significa la migra —me espetó con brusquedad Deborah—. Yo también vivo aquí, ¿recuerdas?

—Sí, pero te negaste a aprender español.

—En ese caso, pídele que te lo diga a ti —repuso Deborah.

Me encogí de hombros y miré a Arabelle.

Necesito su dirección.

—¿Por qué? —preguntó con timidez.

Para salir a bailar —contesté.

Ella rió.

Estoy casada.

Por favor —insistí, con mi mejor sonrisa falsa de cien vatios, y añadí—: Nunca para la migra, verdaderamente. —Arabelle sonrió, se inclinó hacia adelante y susurró una dirección en mi oído. Yo asentí. Estaba en una zona invadida de inmigrantes centroamericanos, algunos de los cuales eran legales. Para ella era lógico vivir allí, y yo estaba seguro de que me estaba diciendo la verdad—. Gracias —dije, y cuando me dispuse a marchar, me agarró de nuevo del brazo.

—¿Nunca para la migra? —me preguntó.

Nunca —contesté—. Solamente para encontrar a este asesino.

Ella asintió como si fuera lógico que necesitara su dirección para encontrar al asesino, y me dedicó de nuevo su sonrisa tímida.

Gracias. Te creo.

Su fe en mí era conmovedora, teniendo en cuenta que no existían motivos para ello, dejando aparte que le hubiera dedicado mi sonrisa más falsa. Me llevó a considerar si se imponía un cambio de carrera. Tal vez debería vender coches, o incluso presentarme a la presidencia.

—De acuerdo —concedió Deborah—. Que se vaya a casa.

Cabeceé en dirección a Arabelle.

Váyase a casa.

Gracias —repitió. Me dedicó una enorme sonrisa y casi salió corriendo a la calle.

—Mierda —refunfuñó a placer Deborah—. Mierda mierda mierda.

La miré con las cejas enarcadas, y ella sacudió la cabeza. Parecía desalentada, despojada de ira y tensión.

—Sé que es una estupidez —prosiguió—. Confiaba en que hubiera visto algo. O sea… —Se encogió de hombros y dio media vuelta. Miró en dirección al cadáver—. Tampoco localizaremos a los turistas gais. En South Beach, no.

—Tampoco debieron ver nada —comenté.

—A plena luz del día. ¿Y nadie vio nada?

—La gente ve lo que espera ver —señalé—. Debió utilizar una furgoneta de mudanzas, lo cual le convirtió en invisible.

—Bien, mierda —repitió, y no me pareció el momento adecuado para criticar su limitado vocabulario. Me miró de nuevo—. Supongo que no se te ha ocurrido nada que nos pueda ayudar mirando a éste.

—Deja que tome unas cuantas fotos y piense en ello —dije.

—Eso es un no, ¿verdad?

—No es un no verbalizado —contesté—. Es un no implícito.

Deborah me enseñó el dedo medio.

—Implícate éste —dijo, dio media vuelta y se acercó a inspeccionar el cadáver.

7

Es sorprendente, pero cierto: el coq au vin frío no sabe tan bien como debería. El vino desprende olor a cerveza rancia, el pollo queda algo viscoso y toda la experiencia se convierte en una odisea de sombría perseverancia frente a expectativas amargamente decepcionadas. De todos modos, si algo es Dexter es persistente, y cuando llegué a casa a eso de medianoche, me zampé una ración del plato con estoica fortaleza.

Rita no se despertó cuando me metí en la cama, y yo no me demoré demasiado en las orillas del sueño. Cerré los ojos, y me dio la impresión de que el radiodespertador de la mesita de noche se ponía a chillarme acerca de la oleada de horrible violencia que amenazaba con arrollar a nuestra pobre y maltratada ciudad.

Abrí un ojo y comprobé que eran las seis, hora de levantarse. No me pareció justo, pero me arrastré hasta la ducha, y cuando entré en la cocina, Rita ya tenía el desayuno preparado sobre la mesa.

—Veo que has probado el pollo —comentó muy seria, y comprendí que debía hacerle un poco la pelota.

—Estaba de coña. Mejor que en París.

Se animó un poco, pero sacudió la cabeza.

—Mentiroso. No sabe bien cuando está frío.

—Tienes un toque mágico. Parecía que estuviera caliente.

Ella frunció el ceño y se apartó un mechón de pelo de la cara.

—Sé que lo has de hacer. O sea, tu trabajo es… Pero ojalá lo hubieras probado cuando… De veras que lo entiendo —dijo, pero yo no estaba seguro de poder decir lo mismo. Rita puso un plato de huevos fritos con salchichas delante de mí y señaló con un cabeceo el pequeño televisor que había encima de la cafetera—. Ha salido en todos los telediarios de esta mañana, lo de… Era eso, ¿verdad? Salió tu hermana contándolo. No parecía muy contenta.

—No está nada contenta —señalé—. Lo cual no me parece justo, porque está haciendo un trabajo muy estimulante y su foto sale en la tele. ¿Quién podría pedir más?

Rita no reaccionó con una sonrisa a mi broma. En cambio, acercó una silla a la mía, se sentó y enlazó las manos sobre el regazo, al tiempo que fruncía más el ceño.