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—Aparte de atraer la atención de los medios de comunicación de todo el mundo…

—No, no aparte de eso. A eso me refiero.

Ella sacudió la cabeza.

—¿Qué?

—¿Qué tiene de malo la atención de los medios de comunicación, hermanita? Todo el mundo tiene la vista puesta en el Sunshine State, en Miami, foco del turismo mundial…

—Todo el mundo tiene la vista puesta y dice, no pienso ni acercarme a ese matadero de mierda… —refunfuñó Debs—. Vamos, Dex, ¿qué coño quieres decir? Te dije… Oh. —Frunció el ceño—. ¿Estás diciendo que alguien ha hecho esto para atacar a la industria turística? ¿A todo el puto estado? Estás como una puta cabra.

—¿Crees que quien ha hecho esto no está como una puta cabra?

—Pero ¿quién cojones haría eso?

—No lo sé. ¿California?

—Vamos, Dexter —rugió ella—. Ha de ser lógico. Si alguien ha hecho esto, ha de tener alguna especie de motivo.

—Alguien resentido —dije, con más seguridad de la que sentía.

—¿Resentido con todo el puto estado? —preguntó—. ¿Es eso lógico?

—Bien, no —admití.

—Entonces, ¿qué te parece si dices algo que sea lógico? Ahora mismo, además. Porque no creo que la situación pueda ser peor.

Si la vida nos enseña algo, es a encogerse y esconderse bajo algún mueble siempre que alguien es lo bastante estúpido para pronunciar esas palabras. Y, por supuesto, apenas las sílabas acabaron de salir de su boca, cuando el teléfono de su escritorio zumbó en busca de su atención, y una tenue y bastante desagradable voz susurró en mi oído que era el momento ideal para refugiarme bajo el escritorio en posición fetal.

Deborah descolgó el auricular, sin dejar de fulminarme con la mirada, y después dio media vuelta y se inclinó sobre el aparato. Murmuró algunas sílabas entrecortadas que sonaron como, «¿Cuándo? Jesús. De acuerdo», y después colgó y me dirigió una mirada que convirtió la anterior en el primer beso de la primavera.

—Cabronazo.

—¿Qué he hecho? —le pregunté, bastante sorprendido por la furia fría de su voz.

—Eso es lo que quiero saber —replicó.

Hasta un monstruo llega a un punto en que la irritación empieza a insinuarse, y creo que yo estaba muy cerca de ese punto.

—Deborah, o empiezas a hablar con frases completas que contengan alguna lógica, o me voy al laboratorio a sacar brillo al espectómetro.

—Se ha producido una novedad en el caso —anunció.

—Entonces, ¿por qué no estamos contentos?

—En la Oficina de Turismo.

Abrí la boca para decir algo ingenioso y mordaz, pero volví a cerrarla.

—Sí —dijo Deborah—. Casi como si alguien estuviera resentido con todo el estado.

—¿Y crees que soy yo? —le pregunte, más que irritado y muy atónito. Se limitó a mirarme—. Debs, creo que alguien te puso plomo en el café. Florida es mi hogar. ¿Quieres que cante «Swanee River»?

Puede que no fuera la oferta de cantar lo que la animó, pero en cualquier caso me miró otro largo momento y se levantó de un salto.

—Acompáñame.

—¿Yo? ¿Y Coulter, tu compañero?

—Se ha ido a tomar café, que le den por el culo. Además, preferiría tener de compañero a un jabalí. Vamos.

Por algún motivo, no me hinchó de orgullo ser algo mejor que un jabalí, pero cuando el deber llama, Dexter responde, y la seguí hasta la calle.

8

La Oficina de convenciones y visitantes de Miami se hallaba en un rascacielos de Brickell Avenue, tal como exigía su rango de Organización Muy Importante. Toda la majestuosidad de su propósito se reflejaba en la vista que deparaban las ventanas, las cuales mostraban un encantador sector del centro de la ciudad y Government Cut, recortado contra Biscayne Bay, e incluso el estadio cercano donde el equipo de baloncesto aparece de vez en cuando para perder de forma dramática. Era una vista maravillosa, casi de postal, como diciendo: Mirad, esto es Miami. No estábamos bromeando.

Daba la impresión de que muy pocos empleados de la agencia estaban disfrutando de las vistas, no obstante. La oficina parecía un gigantesco nido de avispas que alguien hubiera removido con un palo. No habría más de un puñado de empleados, pero entraban y salían de las puertas, y recorrían los pasillos de un lado a otro con tanta rapidez que parecía haber cientos de ellos en movimiento constante, como partículas enloquecidas en una aceitera giratoria. Deborah estuvo parada ante el mostrador de recepción dos minutos completos (toda una vida, según su sentido del tiempo), hasta que una mujer voluminosa se detuvo y la miró.

—¿Qué quiere? —le preguntó.

Debs exhibió de inmediato su placa.

—Soy la sargento Morgan. De la policía.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella—. Voy a buscar a Jo Anne.

Desapareció por una puerta situada a la derecha.

Deborah me miró como si fuera culpa mía, farfulló «Jesús», y entonces la puerta se abrió de nuevo y una mujer menuda, de nariz larga y pelo muy corto, salió en tromba.

—¿Policía? —preguntó, en tono muy indignado. Miró a la lejanía y después a Deborah, a quien examinó de arriba abajo—. ¿Usted es policía? ¿Qué, policía de revista musical?

Mi hermana estaba acostumbrada a que la gente la chuleara, pero no con tanta brutalidad. De hecho, se ruborizó un poco antes de alzarla placa de nuevo.

—Sargento Morgan —repitió—. ¿Tiene alguna información para nosotros?

—No es momento de corrección política —le espetó la mujer—. Necesito a «Harry el Sucio», y me envían a «Una rubia muy legal».

Los ojos de Deborah se entornaron, y el bonito rubor abandonó sus mejillas.

—Sí lo prefiere, puedo acusarla de obstrucción a la justicia.

La mujer se limitó a mirarla. Después, se oyó un grito en la habitación del fondo y algo grande cayó y se rompió. Se sobresaltó un poco.

—¡Dios mío! —exclamó—. De acuerdo, vamos.

Desapareció de nuevo por la puerta. Deborah exhaló aire con fuerza, enseñó algunos dientes y la seguimos.

La mujer menuda ya había desaparecido por una puerta situada al final del pasillo, y cuando la alcanzamos ya estaba sentada en una silla giratoria de la mesa de conferencias.

—Siéntense —dijo, y señaló las demás sillas con un enorme mando a distancia negro. Sin esperar a ver si estábamos sentados, apuntó el aparato hacia una televisión grande de pantalla plana—. Esto llegó ayer, pero no lo hemos visto hasta esta mañana. —Nos miró—. Llamamos enseguida —precisó, tal vez temblando de miedo todavía a causa de la amenaza de Deborah. Si era así, controlaba sus temblores de una forma admirable.

—¿Qué es? —preguntó Deborah, al tiempo que se sentaba.

Me senté a su lado.

—La tele —contestó la mujer—. Miren.

El televisor parpadeó y cobró vida, aparecieron varias pantallas maravillosamente informativas que nos pidieron esperar o seleccionar, y después resucitó con un chillido agudo. A mi lado, Deborah pegó un bote involuntario.

La pantalla se iluminó y apareció una imagen: desde una posición elevada inmóvil, vimos un cadáver tumbado sobre un fondo de porcelana blanca. Los ojos estaban abiertos y, para alguien de mi modesta experiencia, muertos sin la menor duda. Después, apareció una figura que ocultó en parte el cuerpo. Vimos sólo la espalda, y después el brazo levantado que sujetaba una sierra eléctrica. El brazo bajó y oímos el chirrido de la hoja al cortar carne.

—Hostia puta —exclamó Deborah.

—Es peor todavía —dijo la mujer menuda.

La hoja chirrió y gimió, y vimos la figura en primer plano trabajando con ahínco. Después, la sierra paró, la figura la dejó caer sobre la porcelana, extendió la mano, cogió un horroroso montón de intestinos relucientes y los tiró donde la cámara pudiera filmarlos mejor. Y entonces, aparecieron en la pantalla unas letras mayúsculas blancas, superpuestas sobre triperío: