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Pero esta mañana, la zona de aparcamiento estaba saturada cuando llegamos, puesto que los Jardines habían sido cerrados debido al descubrimiento de Algo Horroroso, y las masas de gente que tenían hora de visita se habían congregado en la entrada, con la esperanza de poder entrar y así tacharlo de su programa, y tal vez incluso de ver algo horrible y fingir que estaban impresionados. Una visita de vacaciones a Miami perfecta: orquídeas y cadáveres.

Hasta había dos jóvenes efebos con cámaras de vídeo que circulaban entre la muchedumbre y filmaban, nada más y nada menos, a la gente que remoloneaba y esperaba. Mientras deambulaban, gritaban, «¡Asesinato en los Jardines!», además de otros comentarios alentadores. Tal vez tenían un buen lugar de aparcamiento y no querían abandonarlo, puesto que no quedaba ningún hueco que pudiera albergar algo más grande que un monociclo.

Deborah era nativa de Miami, por supuesto, y policía de Miami, de modo que se abrió paso entre la multitud con su Ford de la unidad móvil, lo aparcó justo delante de la entrada principal del parque, donde ya habían aparcado otros coches de policía, y bajó al instante. Cuando conseguí salir del coche, ya estaba hablando con el agente uniformado parado allí, un tipo bajito y fornido llamado Meltzer, al que yo conocía de vista. Estaba señalando uno de los senderos del parque, y ya se dirigía hacia allí.

La seguí lo más deprisa que pude. Estaba acostumbrado a trotar detrás de ella, puesto que siempre iba con prisas al lugar del crimen. Nunca me pareció diplomático indicarle que correr no era necesario. Al fin y al cabo, la víctima no iba a largarse. Aun así, Deborah siempre corría, y esperaba que yo siempre estuviera a su lado para contarle lo que ella pensaba del asunto. Por lo tanto, antes de que pudiera extraviarse en aquella selva tan bien cuidada, corrí tras ella.

La alcancé justo cuando se detenía en un pequeño claro a un lado del sendero principal, en una zona llamada Selva Tropical. Había un banco donde el amante de la naturaleza fatigado podía hacer una pausa y recuperarse entre las flores. Mala suerte para el pobre y jadeante Dexter, que jadeaba como resultado de correr como un poseso detrás de Deborah, porque el banco ya estaba ocupado por alguien que, sin la menor duda, necesitaba sentarse mucho más que yo.

Y así se hallaba junto a un riachuelo a la sombra de una palmera, vestido con pantalones cortos abolsados, de esos ligeros que ahora se han puesto de moda para llevar en público, así como las chancletas de goma que siempre acompañan a los pantalones cortos. También lucía una camiseta y una cámara le colgaba sobre el pecho, y aferraba con aire pensativo un ramo de flores. Y si bien he dicho «con aire pensativo», se trataba de uña forma muy diferente de pensar, porque le habían rebanado pulcramente la cabeza para sustituirla por un chillón despliegue de flores tropicales. Y en el ramo, en lugar de flores, había un festivo y alegre montón de intestinos, coronados por lo que casi con toda seguridad era un corazón, rodeado de una nube agradecida de moscas.

—Hijo de puta —dijo Deborah, y era difícil llevar la contraria a su lógica—. Hijo de la gran puta. Tres en un día.

—No sabemos con certeza si están relacionados —comenté con cautela, y ella me fulminó con la mirada.

—¿Vas a decirme que hay dos capullos de esta especie sueltos al mismo tiempo? —me preguntó.

—No parece muy probable —admití.

—Desde luego que no. Además, el capitán Matthews y todos los reporteros de Miami están a punto de despedazarme.

—Menuda fiesta.

—¿Qué voy a decirles?

—Estamos siguiendo cierto número de pistas y esperamos poder comunicarles algo más concreto en breve plazo —contesté.

Deborah me miró con la expresión de un pez grande y muy cabreado, todo dientes y ojos saltones.

—Puedo recordar esa mierda sin tu ayuda —dijo—. Hasta los reporteros pueden recordar esa mierda. El capitán Matthews fue quien se la inventó.

—¿Qué clase de mierda preferirías? —le pregunté.

—La clase de mierda que me diga de qué va este rollo, capullo.

Hice caso omiso del epíteto de mi hermana y contemplé una vez más a nuestro nuevo amigo, el amante de la naturaleza. Había un aire de estudiada comodidad en la postura del cuerpo, que creaba un contraste muy grande con el hecho de que era un ex ser humano muy muerto y decapitado. Por lo visto, había sido dispuesto con sumo cuidado, y una vez más tuve la clara impresión de que este diorama final era más importante que el asesinato en sí. Era un poco inquietante, pese a la risita burlona del Oscuro Pasajero. Era como si alguien admitiera que se tomaba todas las molestias y fastidios del sexo para poderse fumar un cigarrillo.

También inquietante era el hecho de que, al igual que en la escena donde estaban expuestos los dos primeros cadáveres, el Pasajero no me estaba proporcionando pistas, más allá de un alborozo inconexo y elogioso.

—Da la impresión de que el autor esté haciendo algún tipo de declaración —dije vacilante.

—Declaración —repitió Deborah—. ¿Qué tipo de declaración?

—No lo sé.

Me miró un momento y después meneó la cabeza.

—Gracias a Dios que has venido a ayudarme.

Antes de que se me ocurriera algún comentario adecuado para defenderme y provocarla al mismo tiempo, el equipo forense irrumpió en nuestra apacible cañada y empezó a fotografiar, medir, espolvorear y examinar todos los lugares diminutos que podían contener respuestas. Deborah se alejó al instante para hablar con Camilla Figg, una friki del laboratorio, y yo me quedé solo para sufrir en la certeza de que había fallado a mi hermana.

Estoy seguro de que el sufrimiento habría sido horrible de haber podido sentir remordimientos, o cualquier otra agobiante emoción humana, pero no estoy hecho para eso, de modo que no sentí nada, excepto hambre. Volví a la zona de aparcamiento y hablé con el agente Meltzer, hasta que llegó alguien que podía llevarme de vuelta a South Beach. Había dejado allí mis útiles, y ni siquiera había empezado a buscar rastros de sangre.

Pasé el resto de la mañana trasladándome de una escena del crimen a otra. Había muy poco trabajo para mí, apenas unas cuantas manchas de sangre casi secas en la arena, las cuales sugerían que la pareja de la playa había sido asesinada en otro lugar y transportada después a la playa. Yo estaba muy seguro de que ya lo habíamos asumido, pues era muy improbable que alguien se dedicara a trinchar y adornar los cadáveres en público, así que no me tomé la molestia de decírselo a Deborah, quien ya estaba lanzada a un frenesí absurdo, y no quería volver a ser blanco de sus atenciones.

El único descanso del que gocé en todo el día fue cerca de la una, cuando Ángel nada-que-ver se ofreció a acompañarme a mi cubículo, y paró en la calle Ocho para comer en su restaurante cubano favorito, Habanita. Tomé un estupendo filete cubano con todas sus guarniciones, y dos cafecitos con mi flan de postre, y me sentí mucho mejor conmigo mismo cuando entré en el edificio, exhibí un instante mis credenciales y me metí en el ascensor.

En cuanto las puertas se cerraron, sentí una leve agitación de incertidumbre en el Pasajero, y presté oídos, mientras me preguntaba si sería su reacción al carnaval de carnicerías de la mañana, o tal vez el resultado de demasiada cebolla en el filete. Pero no pude distinguir nada más, salvo cierto aleteo de alas negras invisibles, muy a menudo una señal de que las cosas no iban por donde deberían. Ignoraba cómo era posible que sucediera eso en un ascensor, y sopesé la idea de que el reciente período de inactividad del Pasajero le hubiera dejado en un estado algo indeciso e inestable. No serviría de nada contar con un Pasajero menos que eficaz, por supuesto, y me estaba preguntando qué debía hacer, cuando las puertas se abrieron y recibí la respuesta a todas mis preguntas.